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– «¡Aquí están!» -gritaron, a la vez, varios guardianes de la puerta. El silencio cayó sobre el corredor, batido en sordina por las voces y por el ruido de las armas que subían desde la cueva. Los hombres llegaron a los puestos de combate.

Una y media

Clappique, cociendo su mentira, como otros su borrachera, avanzaba por el corredor de su hotel chino, donde los boys, adosados a una mesa redonda, debajo del cuadro de llamada, escupían granos de girasol alrededor de las salivaderas. Sabía que no dormiría. Abrió melancólicamente la puerta, arrojó su americana sobre el ejemplar familiar de los Cuentos de Hoffmann y se escanció whisky: solía ocurrir que el alcohol disipaba la angustia que algunas veces caía sobre él. Algo había cambiado en aquella habitación. Se esforzó por no pensar en ello: la ausencia inexplicable de ciertos objetos hubiera sido demasiado inquietante. Había conseguido escapar a casi todo aquello sobre lo que los hombres fundan su vida: amor, familia, trabajo; no al miedo. Éste surgía en él, como una conciencia aguda de su soledad; para rehuirlo, iba de ordinario al Black-Cat, el sitio más próximo, y se refugiaba en las que abren las piernas y el corazón, pensando en otra cosa. Era imposible, aquella noche; excedido, harto de mentira y de fraternidades provisionales… Se vio en el espejo, se acercó.

«Sin embargo, amigo mío -dijo al Clappique del espejo-, ¿para qué escapar, en el fondo? ¿Cuánto tiempo irá a durar todo eso aún? Has tenido una mujer: ¡bueno, bueno! Unas queridas, por el dinero; siempre podrás pensar en ello cuando tengas necesidad de unos fantasmas para burlarte de ti. ¡Ni una palabra! Tienes unos dones, como dicen, de fantasía y todas las cualidades necesarias para ser un parásito: siempre podrás ser ayuda de cámara en casa de Ferral, cuando la edad te haya conducido a la perfección. También existe la profesión de gentilhombre alcahuete, la policía y el suicidio. ¿Souteneur? [5] Todavía la manía de grandeza. Queda el suicidio, te digo. Pero tú no quieres morir. ¡Tú no quieres morir, marrano! Mira, en cambio, cómo tienes una de esas preciosas caras que tienen los muertos…»

Se acercó más aún, casi tocando con la nariz en el espejo; deformó su máscara, abriendo la boca, con una mueca de gárgola; y, como si la máscara le hubiese respondido:

«¿No puede morir cada uno de nosotros? Evidentemente: de todo tiene que haber en el mundo. ¡Bah! Cuando hayas muerto, irás al Paraíso. Pues sí que el buen Dios tendrá una compañía agradable con un tipo como el tuyo.»

Transformó su semblante, con la boca cerrada y estirada hacia el mentón y los ojos entreabiertos, como un samurai de carnaval. E inmediatamente, como si la angustia que las palabras no bastaban para traducir se hubiese expresado directamente en toda su potencia, comenzó a gesticular, transformándose en mono, en idiota, en espantado, en un individuo con un flemón, en todo lo grotesco que puede expresar el semblante humano. Aquello no bastaba; se sirvió de sus dedos, tirándose de los ángulos de los ojos, agrandándose la boca con la expresión de sapo, del hombre que ríe, aplastándose la nariz, tirándose de las orejas. Cada uno de aquellos semblantes le hablaba, le revelaba, de sí mismo, una parte oculta de la vida; aquel exceso de lo grotesco en la habitación solitaria, con la bruma de la noche amontonada en la ventana, tomaba la comicidad atroz y terrorífica de la locura. Oyó su risa -un solo sonido de voz, lo mismo que el de su madre-; y, descubriendo, de pronto, su semblante, retrocedió con terror, y se sentó, anhelante. Había un block de papel blanco y un lápiz sobre la butaca. Si continuaba así, acabaría, realmente, por volverse loco. Para defenderse del espantoso espejo, comenzó a escribir:

«Acabarás siendo rey, mi buen Toto, Rey: bien caliente, en un confortable asilo de locos, gracias al delirium tremens, tu único amigo, si continúas bebiendo. Pero en este momento, ¿estás borracho, o no?… Tú, que te imaginas tan bien tantas cosas, ¿qué esperas para imaginarte que eres feliz? ¿Crees?…»

Llamaron.

Rodó a la realidad. Libertado, pero aturdido.

Llamaron de nuevo.

– Adelante.

Una capa de lana, un fieltro negro y unos cabellos blancos: el padre de Gisors.

– Pero yo… yo -murmuró Clappique.

– Kyo acaba de ser detenido -dijo Gisors-. Conoce usted a König, ¿verdad?

– Yo… Pero si yo no sirvo para nada…

Gisors le miró con cuidado. «Con tal de que no esté demasiado borracho…», pensó.

– ¿Usted conoce a König? -repitió.

– Sí; yo, yo… lo conozco. Le he hecho… un favor. Un gran favor.

– ¿Puede usted pedirle uno?

– ¿Por qué no? ¿Pero, cuál?

– Mientras sea jefe de seguridad de Chiang Kaishek, König puede hacer que se ponga en libertad a Kyo. O por lo menos, impedir que sea fusilado: eso es lo más urgente, ¿verdad?

– Enten… Entendido…

Tenía, sin embargo, tan poca confianza en el agradecimiento de König, que había considerado inútil y quizá imprudente ir a verle, incluso después de las indicaciones de Chpilewski. Se sentó en la cama, con la nariz hacia el suelo. No se atrevía a hablar. La entonación de la voz de Gisors le demostraba que éste no sospechaba, en absoluto, su complicidad en la detención: Gisors veía en él al amigo que había ido a prevenirle aquella tarde, y no al hombre que se ponía a jugar a la hora de la cita. Pero Clappique no podía convencerse de ello. No se atrevía a mirarle ni se tranquilizaba. Gisors se preguntaba de qué drama o de qué extravagancia saldría, sin adivinar que su propia presencia era una de las causas de aquella respiración anhelante. Parecíale a Clappique que Gisors le acusaba.

– Sepa usted, amigo mío, que no soy… En fin, que no soy tan loco como todo eso; yo, yo…

No podía cesar de balbucear; unas veces, le parecía que Gisors era el único hombre que le comprendía; otras veces, que le tenía por un bufón. El viejo le miraba, sin decir nada.

– Yo… ¿Qué es lo que piensa de mí?

Gisors sentía más deseos de agarrarle de los hombros y conducirlo a casa de König que de hablar con él; pero tal trastorno aparecía bajo la embriaguez que le atribuía, que no se atrevió a negarse a seguirle la corriente.

– Existen los que tienen necesidad de escribir, los que tienen necesidad de soñar y los que tienen necesidad de hablar… Es la misma cosa. El teatro no es serio; las corridas de toros lo son en cambio, las novelas no son serias y la mitomanía sí lo es.

Clappique se levantó.

– ¿Tiene usted algo en el brazo? -le preguntó Gisors.

– Agujetas. Ni una palabra…

Clappique acababa de retorcerse torpemente el brazo para ocultar su reloj de pulsera a las miradas de Gisors, como si le traicionase aquel reloj que le había señalado la hora en la casa de juego. Por la pregunta de Gisors, se dio cuenta de que aquello era del género idiota.

– ¿Cuándo irá usted a ver a König?

– ¿Mañana por la mañana?

– ¿Por qué no ahora? La policía vela esta noche -dijo Gisors, con amargura-, y todo puede suceder…

Clappique no deseaba otra cosa mejor. No por remordimiento: si de nuevo estuviese en la casa de juego, de nuevo se habría quedado, sino por comprensión.

– Corramos, amigo mío.

El cambio que había comprobado al entrar le inquietó de nuevo. Miró con toda atención, y quedó estupefacto de no haberlo visto antes: una de sus pinturas taoístas «como un ensueño» y sus dos estatuas más bellas habían desaparecido. Encima de la mesa, una carta. Letra de Chpilewski. Lo adivinó. Pero no se atrevió a leer la carta. Chpilewski le había prevenido que Kyo estaba amenazado: si cometía la imprudencia de hablar de él, no podría por menos de contarlo todo. Cogió la carta y se la echó al bolsillo.

En cuanto hubieron salido, encontraron los autos blindados y los camiones llenos de soldados.

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[5] Chulo, en Madrid; canfinflero, en Buenos Aires.

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