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12 de la noche

En cuanto supo que había sido arrojada una bomba contra Chiang Kaishek, Hemmelrich corrió en busca de noticias. Le habían dicho que el general había muerto y que el criminal había huido; pero, delante del auto retorcido, con la capota arrancada, vio el cadáver de Chen sobre la acera -pequeño y ensangrentado, todo mojado ya por la bruma-, guardado por un soldado sentado a su lado; y se enteró de que el general no iba dentro del auto. Absurdamente, le pareció que el haber negado asilo a Chen era una de las causas de su muerte; corrió a la Permanencia comunista de su barrio, desesperado, y se pasó allí una hora, discutiendo en vano acerca del atentado. Entró un camarada.

– La Unión de los hilanderos de Chapei, acaba de ser cerrada por los soldados de Chiang Kaishek.

– ¿Los camaradas no se han resistido?

– Todos los que han protestado han sido fusilados inmediatamente. En Chapei se fusila también a los militantes o se prende fuego a sus casas… El Gobierno Municipal acaba de ser dispersado. Se cierran las uniones.

No había instrucciones del Comité Central. Los camaradas casados habían huido inmediatamente, para salvar a sus mujeres y a sus hijos.

En cuanto Hemmelrich hubo salido, oyó una descarga; corría el riesgo de ser reconocido; pero, ante todo, había que llevarse al chico y a la mujer. Por delante de él, pasaron entre la niebla dos autos blindados y camiones llenos de soldados de Chiang Kaishek. A lo lejos, continuaban las descargas; y otras, muy cerca.

No había soldados en la avenida de las Dos Repúblicas ni en la calle a la que su tienda hacía esquina. No: no había soldados. La puerta del almacén estaba abierta. Corrió hacia ella: en el suelo, había unos trozos de discos esparcidos, entre grandes manchas de sangre. La tienda había sido «barrida» por una granada, como una trinchera. La mujer estaba abatida sobre el mostrador, casi acurrucada, con el pecho del color de la herida. En un rincón, un brazo del niño; la mano, así aislada, parecía aún más pequeña. «¡Con tal que hayan muerto!…», pensó Hemmelrich. Sentía miedo, ante todo, por una agonía a la cual tendría que asistir, impotente, bueno sólo para sufrir, como de costumbre -más por miedo mismo que por la presencia de aquellos anaqueles, acribillados de manchas rojas y de cascos de granada-. A través de la suela, sintió el suelo pegajoso. «Su sangre.» Permanecía inmóvil, sin atreverse ya a moverse, mirando, mirando… Descubrió, por fin, el cuerpo del niño, junto a la puerta que lo ocultaba. A lo lejos, explotaron dos granadas. Hemmelrich apenas respiraba, asfixiado por el olor de la sangre vertida. «No es cosa de enterrarlos…» Cerró la puerta con llave, y se quedó allí. «Si vienen y me reconocen, me matarán.» Pero no podía irse.

Sabía que sufría; pero un halo de indiferencia rodeaba su dolor, de esa indiferencia que sigue a las enfermedades y a los golpes recibidos en la cabeza. Ningún dolor le habría sorprendido: en definitiva, la suerte había realizado contra él, aquella vez, un golpe mejor que los otros. La muerte no le asombraba: era igual que la vida. La única cosa que le inquietaba era pensar que detrás de aquella puerta había tenido tanto sufrimiento como sangre había ahora. Sin embargo, aquella vez, el destino había obrado mal: arrancándole todo cuanto poseía aún, le libertaba.

Volvió a entrar y cerró la puerta. A pesar de su desolación, de aquella sensación de bastonazo bajo la nuca y de aquellos hombros sin fuerza, no podía apartar de su atención el júbilo atroz, pesado, profundo, de la liberación. Con horror y satisfacción, la oía subir dentro de sí, como un río interior, y aproximarse; los cadáveres estaban allí; sus pies, que se adherían al suelo, estaban empapados en su sangre; nada podía ser más irrisorio que aquellos asesinatos -sobre todo, el del niño enfermo: éste le parecía aún más inocente que la muerta-; pero, ahora, ya no era impotente. Ahora, podía matar, él también. Le había sido revelado, de pronto, que la vida no era el único medio de contacto entre los seres; que no era, siquiera, el mejor; que los conocía, los amaba y los poseía más en la venganza que en la vida. Sintió, una vez más, adherirse sus suelas, y vaciló: los músculos no eran ayudados por el pensamiento. Pero una exaltación intensa sacudía su espíritu, la más poderosa que jamás había conocido; se abandonaba a aquella espantosa embriaguez con un entero consentimiento. «Se puede matar con amor. ¡Con amor, Dios mío!», repitió, golpeando en el mostrador con el puño, contra el universo quizá… Retiró inmediatamente la mano, con la garganta oprimida, en el límite de los sollozos; el mostrador también estaba ensangrentado. Miró la mancha, ya oscura, sobre su mano, que temblaba, sacudida como por un ataque de nervios: unas escamillas caían de ella. Reír, llorar, escapar a aquel pecho anudado, retorcido… Nada se movía, y la inmensa indiferencia del mundo se establecía con la luz inmóvil sobre los discos, sobre los muertos, sobre la sangre. La frase «Se arrancaban los miembros de los condenados con tenazas enrojecidas» subía y bajaba por su cerebro; no la conocía ya, desde que había salido de la escuela; pero presentía que significaba confusamente que debía partir, que debía arrancarse, él también.

Por fin, sin que supiese cómo, la marcha se hizo posible. Pudo salir, y comenzó a caminar con una euforia abrumada que ocultaba entre remolinos de un odio sin límites. A unos treinta metros, se detuvo. «He dejado la puerta abierta ante ellos.» Volvió sobre sus pasos. A medida que se aproximaba, sentía formársele los sollozos, anudársele más abajo de la garganta, en el pecho, y quedarse allí. Cerró los ojos y tiró de la puerta. La cerradura crujió: estaba cerrada. Reanudó su marcha. «Esto no ha terminado -gruñó mientras caminaba-. Empieza. Empieza…» Con los hombros hacia adelante, avanzaba, como un sirgador, hacia un país confuso, del cual sólo sabía que allí se mataba, llevando sobre sus hombros y en el cerebro el peso de todos sus muertos, que -¡por fin!- no le impedirían ya avanzar.

Con las manos temblorosas, castañeteándole los dientes, transportado por su terrible libertad, estuvo en diez minutos en la Permanencia. Era una casa de un solo piso. Detrás de las ventanas, habían sido colocados, sin duda, unos colchones: a pesar de la ausencia de persianas, no se veían los rectángulos luminosos en la niebla, sino sólo unas rayas verticales. La calma de la calle, casi una callejuela, era absoluta, y aquellas rayas luminosas adquirían la intensidad, a la vez mínima y aguda, de los puntos de ignición. Llamó. Se entreabrió la puerta: no le conocían. Detrás, cuatro militantes, con el máuser en la mano, le miraron al pasar. Como en las sociedades de insectos, el vasto corredor vivía con una vida de sentido confuso, pero de movimiento claro: todo procedía de la cueva; el piso estaba muerto. Aislados, los obreros instalaban en lo alto de la escalera una ametralladora que dominaba el corredor. No brillaba siquiera; pero llamaba la atención, como el tabernáculo en una iglesia. Unos estudiantes, y unos obreros corrían. Pasó por delante de las marañas de las alambradas (¿para qué podría servir aquello?); subió, rodeó la ametralladora y llegó al rellano. Katow salía de un despacho y le miró interrogativamente. Sin hablar, Hemmelrich extendió su mano ensangrentada.

– ¿Herido? Hay vendajes abajo. ¿El chico está oculto?

Hemmelrich no podía hablar. Mostraba obstinadamente su mano, con un aspecto idiota. «Es sangre», pensaba. Pero no podía decirlo.

– Tengo un cuchillo -dijo, por fin-. Dame un fusil.

– No hay muchos fusiles.

– Unas granadas.

Katow vacilaba.

– ¿Crees que tengo miedo, grandísimo idiota?

– Baja: granadas, hay en las cajas ¿Sabes dónde está Kyo?

– No lo he visto. He visto a Chen: está muerto.

– Ya lo sé.

Hemmelrich bajó. Con los brazos hundidos hasta los hombros, unos camaradas hurgaban en una caja abierta. La provisión, por tanto, tocaba a su fin. Los hombres, revueltos, se agitaban hacia la plena luz de las lámparas -no había tragaluces-, y el volumen de aquellos cuerpos abultados alrededor de la caja, encontrado después de las sombras que desfilaban bajo las bombillas veladas del corredor, le sorprendió, como si, ante la muerte, aquellos hombres tuviesen derecho, de pronto, a una vida más intensa que la de los demás. Se llenó los bolsillos y volvió a subir. Los otros, las sombras, habían terminado la instalación de la ametralladora y habían colocado las alambradas detrás de la puerta, un poco hacia atrás, para que pudiera abrirse: los campanillazos se repetían minuto a minuto. Miró por el ventanillo: la calle brumosa continuaba tranquila y vacía: los camaradas llegaban, informes en la niebla, como peces en el agua turbia, bajo la línea de sombra que proyectaban los tejados. Se volvía para ir en busca de Katow: a la vez, dos campanillazos precipitados, un disparo y el ruido de un ahogo; luego, la caída de un cuerpo.

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