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– Creo que el comunismo proporcionará la dignidad posible a aquellos con quienes combato. Los que están contra él, en todo caso, los obligan a no tenerla, a menos que posean una sabiduría, tan rara en ellos como en los otros; más quizá, precisamente porque son pobres y porque su trabajo los separa de la vida. ¿Por qué haberme formulado esa pregunta, puesto que no escucha mi respuesta?

– ¿A qué llama usted dignidad? Eso no quiere decir nada.

Sonó el teléfono. «Mi vida», pensó Kyo. König no lo descolgó.

– A lo contrario de la humillación -dijo Kyo-. Cuando se viene de donde yo vengo eso quiere decir algo.

La llamada del teléfono sonaba en el silencio. König puso la mano en el aparato.

– ¿Dónde están ocultas las armas? -preguntó.

– Puede usted dejar el teléfono tranquilo. Al fin he comprendido: esa comunicación es una pura comedia representada para mí.

Kyo se agachó con rapidez: König hizo un ademán de arrojarle a la cabeza uno de los dos revólveres, vacíos sin duda; pero volvió a dejarlo encima de la mesa.

– Tengo otra cosa mejor -dijo-. En cuanto al teléfono, bien pronto verá usted si es un truco, amigo mío. ¿Ha visto usted ya torturar?

En su bolsillo, Kyo trataba de oprimir sus dedos tumefactos. El cianuro estaba en aquel bolsillo izquierdo, y temía dejarlo caer, si debía llevárselo a la boca.

– Al menos, he visto a algunas personas torturadas: he hecho la guerra civil. Lo que me intriga es por qué me ha preguntado usted dónde están las armas. Usted lo sabe o lo sabrá. ¿Entonces?

– Los comunistas están aplastados en todas partes.

– Es posible.

– Lo están. Reflexione bien: si trabaja usted para nosotros, está salvado y nadie lo sabrá. Le facilito la evasión…

«Debería haber comenzado por ahí», pensó Kyo. La nerviosidad le prestaba ingenio, aunque no lo deseaba. Pero sabía que la policía no se contenta con promesas inseguras. Sin embargo, la proposición le sorprendió, como si, por ser convencional, hubiera dejado de ser verdadera.

– Yo solo -prosiguió König- lo sabré. Eso basta…

«¿Por qué -se preguntaba Kyo- esa complacencia en él: “Eso basta”?»

– No entraré a su servicio -dijo, casi distraídamente.

– Atención: puedo agregarlo en secreto a una docena de inocentes, diciéndole que su suerte depende de usted; que se quedarán en la cárcel, si usted no habla, y que son libres para elegir sus medios…

– Los verdugos; es más sencillo.

– La alternativa de las súplicas y de las crueldades es peor. No hable usted de lo que no conoce (todavía al menos).

– Acabo de ver, desde muy cerca, torturar a un loco. Un loco. ¿Comprende?

– ¿Se da usted cuenta bien a lo que se expone?

– He hecho la guerra civil, le digo. Lo sé. Los nuestros también han torturado: les harán falta muchos goces a los hombres para compensar eso. Dejemos esa cuestión. No le serviré.

König creía que, a pesar de lo que le decía Kyo, su amenaza se le escapaba. «Su juventud le ayuda», pensaba. Dos horas antes, había interrogado a un chekista prisionero; al cabo de diez minutos, lo había encontrado fraternal: el mundo de ambos no era el de los hombres; en lo sucesivo, estarían en otra parte. Si Kyo escapaba al miedo por falta de imaginación, paciencia…

– ¿No se pregunta usted por qué no le he atravesado ya el rostro con este revólver?

– Creo que estoy muy próximo a la muerte: eso extingue la curiosidad. Y usted ha dicho: «Tengo otra cosa mejor…»

König llamó.

– Quizá vaya esta noche a preguntarle qué piensa usted acerca de la dignidad humana. Al patio, serie A -dijo a los guardianes, que entraban.

Las cuatro

Clappique se unió al movimiento que impulsaba a la multitud de las concesiones hacia las alambradas: por la avenida de las Dos Repúblicas, pasaba el verdugo, con su sable curvo al hombro, seguido de su escolta de mauseristas. Clappique se volvió inmediatamente y se introdujo en la concesión. Kyo, detenido; la defensiva comunista, aniquilada; numerosos simpatizantes, asesinados, en la ciudad europea misma… König le había concedido de plazo hasta la noche: ya no sería protegido por mucho tiempo. Unos cuantos disparos por todas partes. Transportados por el viento, le parecía que se aproximaban a él y la muerte con ellos. «Yo no quiero morir -decía entre dientes-; yo no quiero morir…» Se dio cuenta de que corría. Llegó a los muelles.

No tenía pasaporte ni bastante dinero para tomar un billete.

Tres paquebotes, uno de ellos francés. Clappique dejó de correr. ¿Ocultarse en las canoas de salvamento, recubiertas con unas lonas? Hubiera tenido que subir a bordo, y el hombre del saltillo no le dejaría pasar. Aquello era idiota, además. ¿Los pañoles? Idiota, idiota, idiota. ¿Ir en busca del capitán, de la autoridad? Él ya había salido bien de otros casos semejantes; pero, esta vez, el capitán le creería comunista y se negaría a embarcarlo. El barco salía dentro de dos horas: mal momento para importunar al capitán. Descubierto a bordo, cuando el barco se hubiera hecho a la mar, todo se arreglaría; pero había que subir a él.

Se veía oculto en cualquier rincón, agazapado dentro de un tonel; pero la fantasía, esta vez, no le salvaba. Le parecía ofrecerse, como a los intercesores de un dios desconocido, a aquellos paquebotes enormes, erizados, cargados de destino, indiferentes ante él hasta el odio. Se había detenido delante del barco francés. No pensaba en nada; contemplaba, fascinado por la pasarela, a los hombres que subían y bajaban (ninguno de los cuales pensaba en él ni adivinaba su angustia, y a todos los cuales hubiera querido matar por eso), que enseñarían su billete al pasar el saltillo. ¿Hacer un billete falso? Absurdo.

Un mosquito le picó. Lo espantó y se tocó la mejilla: su barba comenzaba a brotarle. Como si todo atavío hubiese sido propicio a los viajes, decidió ir a afeitarse, aunque sin alejarse del barco. Más allá de unos cobertizos, entre los cafetines y los comerciantes de curiosidades, vio una peluquería china. El propietario de ésta poseía también un café miserable, y sus dos comercios no estaban separados más que por una estera extendida. Mientras esperaba su tumo, Clappique se sentó al lado de la estera, y continuó vigilando el saltillo del paquebote. Al otro lado, unas cuantas personas hablaban.

– Es el tercero -dijo una voz de hombre.

– Con el pequeño, nadie nos admitirá. ¿Y si probáramos en uno de los hoteles ricos?

Era una mujer la que respondía.

– ¿Vestidos como estamos? El tipo de los galones nos dará con la puerta en las narices antes de que la toquemos.

– Allí, los niños tienen derecho a gritar… Probaremos, dondequiera que sea.

– En cuanto los propietarios vean al chico, se negarán. Sólo los hoteles chinos pueden aceptarnos; pero el chico no tardará en caer enfermo, a causa del mal alimento.

– En un hotel europeo pobre, si llegásemos a introducir al pequeño, cuando estuviéramos dentro, quizá no se atrevieran a echarnos… En todo caso, siempre se ganaría una noche. Convendría empaquetar al pequeño, para que lo tomaran por un envoltorio de ropa.

– La ropa no grita.

– Con el biberón en la boca, no gritará.

– Quizá. Yo me las arreglaría con este tipo, y tú vendrías después. Al pasar, no tendrías que estar más que un segundo delante de él.

Silencio. Clappique miraba al saltillo. Ruido de papel.

– No puedes imaginarte el trabajo que me cuesta llevarlo así… Tengo la impresión de que va a ser de mal agüero para toda su vida… Y tengo miedo de que le siente mal…

Silencio, de nuevo. ¿Se habían ido? El cliente abandonó su sillón. El peluquero hizo señas a Clappique, que ocupó el asiento, sin quitar la mirada del paquebote. La escala estaba vacía; pero, apenas el rostro de Clappique estuvo cubierto de jabón, cuando subió un marinero, con dos cubos nuevos (que acaso acabase de comprar) en la mano y unas escobas al hombro. Clappique le seguía con la mirada, peldaño por peldaño: se hubiera identificado con un perro, con tal de que el perro subiese aquella escala y partiese. El marinero pasó por delante del hombre del saltillo, sin decir nada.

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