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Clappique pagó, arrojando las monedas en el lavabo, se quitó el paño y salió, con la cara llena de jabón. Sabía dónde encontraría a los ropavejeros. Todo el mundo le miraba. Después de haber dado diez pasos, volvió, se lavó la cara y tornó a salir.

Encontró sin trabajo unos trajes azules de marinero en la primera trapería que halló. Volvió lo más pronto que pudo a su hotel y se cambió de ropa, «Necesitaré, también, escobas, o algo así… ¿comprarle a los boys unas escobas viejas, para tener mejor aspecto? Completamente idiota. Si pasaba el saltillo con unas escobas, sería porque acabase de comprarlas en tierra. Entonces, tenían que ser nuevas… Vamos a comprarlas…»

Entró en el almacén, con su habitual actitud de Clappique. Ante la mirada de desdén del vendedor inglés, exclamó: «¡En mis brazos!» Se echó las escobas al hombro, se volvió, dejando caer una lámpara de cobre, y salió.

«En mis brazos», a pesar de su extravagancia voluntaria, expresaba lo que experimentaba. Hasta entonces, había representado una comedia inquietante, por tranquilidad de conciencia y por miedo, pero sin escapar a la idea desvanecida de que fracasaría; el desdén del vendedor -aunque Clappique, en el abandono de sus ropas no hubiese adquirido el aspecto de un marino-, le demostraba que podría triunfar. Con las escobas al hombro caminaba hacia el paquebote, mirando, al pasar, a todos los ojos, para encontrar en ellos la confirmación de su nuevo estado. Como cuando se había detenido delante del saltillo, se hallaba estupefacto al comprobar cuan indiferente era su destino a los demás seres, hasta qué punto no existía más que para él; los viajeros, entonces, subían, sin mirar a aquel hombre, que permanecía en el muelle, quizá para morir allí; los transeúntes, ahora, miraban con indiferencia a aquel marinero; nadie se destacaba de la multitud para asombrarse o reconocerle; ni siquiera un semblante intrigado… No era que se hubiese hecho una falsa vida para sorprenderla, sino que aquella vez le era impuesta, y su verdadera vida dependía de ella, quizá. Tenía sed. Se detuvo en un bar chino y dejó sus escobas. En cuanto hubo bebido, comprendió que no tenía sed ninguna; que había querido intentar una prueba más. La manera cómo el patrón le devolvía su moneda le bastó para informarle. Desde que había cambiado de traje, la gente a su alrededor, se había transformado. Indagó en qué: eran las miradas las que ya no eran las mismas. El habitual interlocutor de su mitomanía se había convertido en multitud.

Al mismo tiempo, por instinto de defensa o por placer, la aceptación general de su nuevo estado civil le invadía a él mismo. Encontraba, de pronto, por accidente, el éxito más espléndido de su vida. No; los hombres no existían, puesto que bastaba un traje para que escapase uno a sí mismo, para encontrar otra vida en los ojos de los demás. En el fondo, encontraba la misma desorientación y la misma felicidad que le habían invadido la primera vez que había entrado entre la multitud china. «¡Decir que hacer una historia, en francés, quiere decir escribirla, y no vivirla!» Con sus escobas, transportadas como fusiles, subió por la pasarela; pasó, con las piernas vacilantes, por delante del hombre del saltillo, y se encontró sobre la crujía. Se escabulló hacia adelante, por entre los pasajeros del puente, y dejó sus escobas sobre un rollo de cuerdas. Se hallaba, no obstante, lejos de la tranquilidad. Un pasajero del puente, ruso, con la cabeza en forma de haba, se acercó a él.

– ¿Es usted de a bordo? -Y, sin esperar la respuesta-: ¿Es agradable la vida a bordo?

– Chico, de eso ya puedes hacerte una idea. Al francés le gusta viajar; es un hecho: nada de hablar. Los oficiales son unos mierdas, aunque no más que los patrones, y se duerme mal (a mí me gustan las hamacas: cuestión de gustos); pero se come bien. Cuando yo estaba en la América del Sur, los misioneros habían hecho aprenderse de memoria a los salvajes, durante días y días, unos cánticos breves en latín. Llega el obispo; el misionero marca el compás. Silencio: los salvajes quedan paralizados, de respeto. ¡Pero, ni una palabra! El cántico se produce solo: los papagayos del bosque, amigo mío, que no habían oído más que aquello, lo cantan con recogimiento… Y ten en cuenta que, a lo largo de las Célebes, encontré, hace diez años, carabelas árabes a la deriva, esculpidas como nueces de coco y llenas de apestados muertos, colgándoles los brazos así, a lo largo del empalletado, bajo una tromba de gaviotas… Perfectamente…

– Cuestión de suerte. Yo viajo desde hace siete años, y no he visto nada de eso.

– Hay que introducir los medios del arte en la vida, amigo mío; no para hacer arte, ¡ah, no, por Dios!, sino para hacer más vida. ¡Ni una palabra!

Le golpeó en el vientre y se volvió con prudencia: un auto que conocía se detenía al pie de la pasarela: Ferral volvía a Francia.

Un muchacho comenzó a recorrer el puente de primera clase, agitando la campana de salida. Cada golpe resonaba en el pecho de Clappique.

«Europa -pensó-; la fiesta ha terminado. Ahora. Europa.» Parecía que llegaba hasta él, con la campana que se aproximaba, no ya como la de una liberación, sino como la de una cárcel. Sin la amenaza de la muerte, hubiera vuelto a bajar.

– ¿El bar de tercera está abierto? -preguntó el ruso.

– Desde hace una hora. Todo el mundo puede ir allá, hasta que nos hayamos hecho a la mar.

Clappique le cogió del brazo.

– Vamos a emborracharnos…

Las seis

En el gran salón -antiguo patio de escuela-, doscientos heridos comunistas esperaban que fuesen a rematarlos. Apoyado en un codo, Katow, entre los últimos conducidos, miraba. Todos estaban alineados en el suelo. Muchos gemían de una manera extraordinariamente regular; algunos fumaban, como lo habían hecho los de la Permanencia, y las espirales del humo se perdían en el techo, ya oscuro, a pesar de las grandes ventanas europeas ensombrecidas por el anochecer y la niebla de fuera. Parecía estar muy elevada, por encima de todos aquellos hombres acostados. Aunque el día no había desaparecido aún, la atmósfera era una atmósfera nocturna. «¿Es a causa de las heridas -se preguntaba Katow-, o porque estamos todos acostados, como en una estación? Esto es una estación. Saldremos hacia ninguna parte, y nada más…»

Cuatro funcionarios chinos se paseaban por entre los heridos, con la bayoneta calada, y sus bayonetas reflejaban de un modo extraño la luz del día sin fuerza, claras y rectas por encima de todos aquellos cuerpos informes. Fuera, en el fondo de la bruma, unas luces amarillentas -los mecheros de gas, sin duda- parecían velar también sobre ellos; como si hubiera llegado de ellas (porque llegaba también él, del fondo de la bruma), ascendió un silbido y dominó los gemidos y los murmullos: el de una locomotora; estaban próximos a la estación de Chapei. En aquel vasto salón había algo atrozmente tenso, que no era sino la espera de la muerte. Katow fue informado de ello por su propia garganta: era la sed -y el hambre-. Adosado al muro, miraba a la izquierda y a la derecha: había muchas cabezas conocidas, pues un gran número de los heridos era de los combatientes de los tchons. A todo lo largo de uno de los angostos lados de la sala, estaba reservado un espacio libre de tres metros de ancho. «¿Por qué los heridos permanecen unos sobre otros -preguntó, en voz alta-, en lugar de ir hacia abajo?» Estaba entre los últimos que habían llevado. Apoyado en la pared, se levantó: aunque sus heridas le hacían sufrir, le pareció que se podría tener en pie; pero se detuvo, todavía encorvado: sin que hubiese sido pronunciada una sola palabra, sintió a su alrededor un espanto tan sobrecogedor, que quedó inmovilizado. ¿En las miradas? Apenas las distinguía. ¿En las actitudes? Todos tenían, desde luego, las actitudes de heridos que sufrían por su propia cuenta. Sin embargo, de cualquier manera que fuese transmitido, el espanto estaba allí -no el miedo, el terror, el de las bestias-: sólo el de los hombres, ante lo inhumano. Katow, sin dejar de apoyarse en la pared, saltó por encima del cuerpo de su vecino.

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