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– ¿Estás loco? -preguntó una voz, a ras del suelo.

– ¿Por qué?

Pregunta y orden a la vez. Pero nadie respondía. Y uno de los guardianes, a cinco metros, en lugar de volverle a echar al suelo, le miraba con estupefacción.

– ¿Por qué? -preguntó de nuevo, más rudamente.

«No sé», dijo otra voz, también a ras del suelo: y, al mismo tiempo, otra, más baja: «Ya llegará…»

Había formulado en voz muy alta su segunda pregunta. La vacilación de toda aquella multitud tenía algo de terrible, en sí, y también porque casi todos aquellos hombres le conocían: la amenaza suspendida de aquel muro pesaba a la vez sobre todos, y, particularmente, sobre él.

– Vuélvete a acostar -dijo uno de los heridos.

¿Por qué ninguno de ellos le llamaba por su nombre? ¿Y por qué el guardián no intervenía? Había visto derribar de un culatazo, hacía poco, a un herido que había querido cambiar de puesto… Se acercó a su interlocutor y se tendió junto a él.

– Ahí ponen a los que van a ser torturados -dijo el hombre, en voz baja.

Katow comprendió. Todos lo sabían pero no se habían atrevido a decirlo, bien porque tuviesen miedo de hablar, bien porque ninguno se atreviese a hablarle a él. Una voz había dicho: «Ya llegará…»

La puerta se abrió. Entraban soldados con faroles, rodeando a camilleros, que echaron a rodar a unos heridos, como si fueran paquetes, muy cerca de Katow. Llegaba la noche: ascendía del suelo, por donde los gemidos se entrecruzaban como ratas, unidos a un olor espantoso: la mayor parte de los hombres no podían moverse. La puerta se volvió a cerrar.

Pasó el tiempo. Nada más que los pasos de los centinelas y la última claridad de las bayonetas por encima de los mil rumores del dolor. De pronto, como si la oscuridad hubiese hecho la niebla más espesa, desde muy lejos, volvió a sonar el silbido de la locomotora, más apagado. Uno de los recién llegados, acostado sobre el vientre, crispó las manos sobre los oídos y aulló. Los otros no gritaban: pero de nuevo el terror estaba allí, a ras del suelo.

El hombre volvió a levantar la cabeza y se irguió sobre los codos.

– ¡Crápulas! -aulló-. ¡Asesinos!

Uno de los centinelas se adelantó y, de un puntapié en las costillas, le hizo dar vuelta. Se calló. El centinela se alejó. El herido comenzó a refunfuñar. Había ahora demasiada oscuridad para que Katow pudiese distinguir su mirada; pero oía su voz, y comprendía que iba a articular. En efecto: «… no fusilan: los echan vivos en la caldera de la locomotora -decía-. Y ahora silban…» Volvía el centinela. Silencio, salvo el dolor.

La puerta se abrió de nuevo. Otra vez las bayonetas, iluminadas ahora de abajo arriba por el farol, pero sin heridos. Un oficial Kuomintang entró solo. Aunque no veía más que la masa de los cuerpos, Katow sintió que todos los hombres se erguían. El oficial, a lo lejos, sin volumen, sombra que el farol iluminaba mal contra la última luz del día daba órdenes a un centinela. Éste se acercó, buscó a Katow y lo encontró. Sin tocarlo, sin decir nada, con respeto, sólo le hizo seña de que se levantase. Llegó con trabajo frente a la puerta, allá donde el oficial continuaba dando órdenes. El soldado, con el fusil en un brazo, el farol en el otro, se colocó a la izquierda. A su derecha, no había más que el espacio libre y la pared blanca. El soldado señaló el espacio con el fusil. Katow sonrió amargamente, con un orgullo desesperado. Pero nadie veía su rostro: el centinela, a propósito, no le miraba, y todos los heridos que se hallaban en trance de muerte, empinados sobre una pierna, sobre un brazo o sobre el mentón, seguían con la mirada su sombra, todavía no muy negra, que se agrandaba sobre el muro de los torturados.

El oficial salió. La puerta quedó abierta.

Los centinelas presentaron las armas: entró un civil. «Sección A», gritó, desde fuera, una voz, tras de la cual se cerró la puerta. Uno de los centinelas acompañó al paisano hasta el muro, sin cesar de gruñir: muy cerca, Katow, estupefacto, reconoció a Kyo. Como no estaba herido, los centinelas, al verle llegar entre dos oficiales, le habían tomado por uno de los consejeros extranjeros de Chiang Kaishek: reconociendo ahora su error, le hacían gestos desde lejos. Se acostó en la sombra, al lado de Katow.

– ¿Sabes lo que nos espera? -preguntó éste.

– Se ha tenido cuidado en advertírmelo: pero no me importa: llevo conmigo mi cianuro. ¿Tienes tú el tuyo?

– Sí.

– ¿Estás herido?

– En las piernas. Pero puedo andar.

– ¿Estás ahí desde hace mucho tiempo?

– No. ¿Cuándo te prendieron?

– Anoche. ¿No hay medio de escaparse, aquí?

– Nada que hacer. Casi todos están gravemente heridos. Fuera, hay soldados por todas partes. ¿Has visto las ametralladoras delante de la puerta?

– Sí. ¿Dónde te han prendido?

Ambos tenían necesidad de escapar a aquella velada fúnebre; de hablar, de hablar: Katow, de la toma de la Permanencia; Kyo, de la cárcel, de la entrevista con König, de lo que había sabido después; aun antes de la prisión provisional, había sabido que May no estaba detenida.

Katow estaba echado de lado, muy cerca de él, separado por toda la extensión del sufrimiento: con la boca entreabierta, los labios hinchados bajo su nariz jovial, los ojos casi cerrados, pero unido a él por esa amistad absoluta, sin reticencias y sin examen, que sólo facilita la muerte: vida condenada, encallada contra la suya, en la sombra plena de amenazas y de heridas, entre todos aquellos hermanos en la orden mendicante de la Revolución: cada uno de aquellos hombres había asido rabiosamente la única grandeza que pudiera ser la suya.

Los guardias condujeron a tres chinos. Separados de la multitud de los heridos, pero también de los hombres del muro. Habían sido detenidos antes del combate, vagamente juzgados, y esperaban ser fusilados.

– ¡Katow! -llamó uno de ellos.

Era Lu-Yu-Shuen, el asociado de Hemmelrich.

– ¿Qué?

– ¿Sabes si se fusila lejos de aquí o cerca?

– No sé. En todo caso, no se oye.

Una voz dijo, un poco más lejos:

– Parece que el ejecutor, después, os arranca vuestros dientes de oro.

Y otra:

– A mí qué me importa: no los tengo.

Los tres chinos fumaban cigarrillos, bocanada tras bocanada, obstinadamente.

– ¿Tenéis varias cajas de cerillas? -preguntó un herido, un poco más lejos.

– Sí.

– Mándame una.

Lu le mandó la suya.

– Quisiera que alguien le pudiera decir a mi hijo que he muerto con valor -dijo, a media voz. Y, poco más bajo, aún-: No es fácil morir así.

Katow descubrió en sí un sordo júbilo: ni mujer ni hijos.

La puerta se abrió.

– ¡Manda uno! -gritó el centinela.

Los tres se oprimían, el uno contra el otro.

– Vamos, qué -dijo el guardia-. Decidíos…

No se atrevía a elegir. De pronto, uno de los dos chinos desconocidos dio un paso hacia adelante, tiró su cigarrillo, apenas encendido, encendió otro, después de haber quebrado dos cerillas, y se decidió con paso apresurado, hacia la puerta, abrochándose, uno a uno, todos los botones de la americana. La puerta se volvió a cerrar.

Un herido recogía los trozos de las cerillas que habían caído. Sus vecinos y él habían partido en menudos fragmentos las de la caja facilitada por Lu-Yu-Shuen y jugaban a la paja más corta. No habían transcurrido más de cinco minutos, cuando la puerta se volvió a abrir.

– ¡Otro!

Lu y su compañero avanzaban juntos, cogidos del brazo. Lu recitaba en voz baja y sin entonación la muerte del héroe, de una obra famosa; pero la vieja comunidad china estaba bien destruida: nadie le escuchaba.

– ¿Cuál? -preguntó el soldado.

Ellos no respondían.

– ¿Quién va a venir?

De un culatazo los separó. Lu quedó más cerca de él que el otro. Le cogió de un hombro.

Lu se desasió y avanzó. Su compañero volvió a su puesto y se acostó.

Kyo sintió cuánto más fácil le sería morir a aquel que a los que le habían precedido: se quedaba solo. Era tan valeroso como Lu, puesto que había avanzado con él. Pero ahora, en su manera de estar echado en el suelo, como el gatillo de un fusil, con los brazos apretados alrededor del cuerpo, gritaba el miedo. En efecto: cuando el guardia le tocó, fue presa de un ataque de nervios. Dos soldados lo cogieron, uno de los pies y otro de la cabeza, y se lo llevaron.

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