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Extendido sobre la espalda, con los brazos recogidos sobre el pecho, Kyo cerró los ojos: aquélla era, precisamente, la posición de los muertos. Se imaginó tendido, inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro apaciguado por la serenidad que dispensa la muerte durante un día a casi todos los cadáveres, como si así debiera ser expresada la dignidad, aun la de los más miserables. Había visto morir a muchos, y, ayudado por su educación japonesa, siempre había pensado que es bueno para uno morir de su muerte, de una muerte que se asemeje a su vida. Y morir es pasividad, pero matarse es acción. En cuanto llegasen a buscar a uno de los suyos, se mataría con plena conciencia. Se acordó -con el corazón detenido- de los discos de fonógrafo. ¡Tiempo en que la esperanza conservaba un sentido! No volvería a ver a May, y el único dolor al cual era vulnerable era el dolor de ella, como si su propia muerte fuese una falta. «El remordimiento de morir», pensó con una ironía crispada. Nada semejante sentía respecto de su padre, quien siempre le había dado la impresión, no de debilidad, sino de fuerza. Desde hacía más de un año, May lo había sustraído a toda soledad, si no a toda amargura. El lancinante efugio en la ternura de los cuerpos anudados por primera vez, renacía -¡ay!- en cuanto pensaba en ella, ya separado de los vivos… «Ahora, es preciso que ella me olvide…» Escribirle no hubiera hecho más que mortificarla y unirla más a él. «¡Y decir que ame a otro!» (Oh prisión, lugar donde se detiene el tiempo -que continúa en otra parte-… ¡No! Era en ese patio, separado de todos por las ametralladoras de la Revolución, cualquiera que fuese su suerte, cualquiera que fuese el lugar de su resurrección, donde recibiría el golpe de gracia. Por todas partes donde los hombres trabajan en la aflicción, en la absurdidad, en la humillación, se pensaba en unos condenados semejantes a ellos, como los creyentes rezan; y, en la ciudad, se comenzaba a amar a aquellos moribundos, como si ya estuviesen muertos… Entre todo lo que aquella última noche cubría la tierra, aquel lugar de estertores era, sin duda, el más grávido de amor viril. Gemir con aquella multitud acostada; llevar hasta su murmullo de quejas aquel sufrimiento sacrificado… Y un rumor inesperado prolongaba hasta el fondo de la noche aquel cuchicheo de dolor: como Hemmelrich, casi todos aquellos hombres tenían hijos. Sin embargo, la fatalidad aceptada por ellos ascendía con el zumbido de los heridos, como la paz de la noche recubría a Kyo, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su cuerpo abandonado, con una majestad de canto fúnebre. Hubiera combatido para quien, a su tiempo, estuviera cargado del sentido más fuerte y de la mayor esperanza; moría entre aquellos con quienes hubiera querido vivir; moría, como cada uno de aquellos hombres que estaban acostados, por haber dado un sentido a su vida. ¿Qué hubiera valido una vida por la cual no se hubiera aceptado morir? Es fácil morir, cuando no se muere solo. ¡Muerte saturada de temblor fraternal; conjunto de vencidos en los que las multitudes reconocerían a sus mártires; leyenda sangrienta, con la que se hacen las leyendas doradas! ¿Cómo, contemplado ya por la muerte, no oír aquel murmullo de sacrificio humano que le gritaba que el corazón viril de los hombres es un refugio para los muertos, preferible al espíritu?

A la sazón, tenía el cianuro en su mano.

Con frecuencia se había preguntado si moriría con facilidad. Sabía que, si se decidía a matarse, se mataría; pero, conociendo la salvaje indiferencia con que la vida nos desenmascara ante nosotros mismos, no habría permanecido sin inquietud en el instante en que la muerte aniquilaría el pensamiento de todo su seso sin retorno.

No; morir podía ser un acto exaltado, la suprema expresión de una vida a la que aquella muerte se asemejaba tanto; y era escapar a aquellos dos soldados que se aproximaban, vacilantes. Trituró el veneno entre sus dientes, como si hubiese dado una voz de mando; aún oyó a Katow interrogarle con angustia y tocarle, y, en el momento en que pretendía abrazarse a él, ahogándose, sintió que todas sus fuerzas le abandonaban, arrojadas más allá de sí mismo, contra una convulsión todopoderosa.

* * *

Los soldados llegaban para buscar entre la multitud a dos prisioneros que no podían levantarse. Sin duda, el ser quemado vivo daba derecho a unos honores especiales, aunque limitados: transportados en una sola camilla, casi el uno encima del otro, fueron derribados a la izquierda de Katow; Kyo, muerto, estaba echado a su derecha. En el espacio vacío que los separaba de los que sólo estaban condenados a muerte, los soldados se acurrucaron junto a su farol. Poco a poco, las cabezas y las miradas fueron cayendo en la oscuridad, y ya no volvieron más que de tarde en tarde a aquella luz que, en el fondo del salón, señalaba el sitio de los condenados.

Katow, después de la muerte de Kyo -que había respirado, por lo menos, durante un minuto-, se sentía arrojado a una soledad tanto más fuerte y dolorosa cuanto que estaba rodeado de los suyos. El chino al cual había habido que llevárselo para matarlo, sacudido por un ataque de nervios, le obsesionaba. Y, sin embargo, encontraba en aquel abandono total la sensación del descanso, como si, desde hacía algunos años, hubiese esperado aquello; descanso encontrado, recuperado, en los peores instantes de su vida. ¿Dónde había leído esto: «No eran los descubrimientos, sino los sufrimientos de los exploradores lo que envidiaba, lo que me atraía…»? Como para responder a su pensamiento, por tercera vez, el silbido lejano llegó hasta el salón. Sus dos vecinos de la izquierda se sobresaltaron. Unos chinos muy jóvenes; uno de ellos era Suen, al que no conocía más que por haber combatido con él en la Permanencia; el segundo le era desconocido. (No era Pei.) ¿Por qué no estaban con los demás?

– ¿Organización de grupos de combate? -preguntó.

– Atentado contra Chiang Kaishek -respondió Suen.

– ¿Con Chen?

– No. Quiso arrojar su bomba completamente solo. Chiang no iba en el coche. Yo esperé el auto mucho más lejos. Me cogieron con la bomba.

La voz que le respondía era tan ahogada, que Katow miró atentamente los dos rostros: los jóvenes lloraban, sin exhalar un sollozo. «No se puede hacer gran cosa con la palabra», pensó Katow. Suen pretendió mover el hombro y gesticuló de dolor -estaba herido, además, en el brazo.

– Quemado -dijo-. Ser quemado vivo. Los ojos, también; los ojos, ¿comprendes?…

Su camarada sollozaba ahora.

– Se puede serlo por accidente -dijo Katow.

Parecía que hablasen, no el uno al otro, sino a una tercera persona invisible.

– No es lo mismo.

– No: es peor.

– Los ojos también -repetía Suen, en voz baja-; los ojos también.. Y cada uno de los dedos; y el vientre, el vientre…

– ¡Cállate! -dijo el otro, con voz de sordo.

Hubiera querido gritar; pero ya no podía. Crispó las manos muy cerca de las heridas de Suen, cuyos músculos se contrajeron.

– La dignidad humana -murmuró Katow, que pensaba en la entrevista de Kyo con König. Ninguno de los condenados hablaba ya. Más allá del farol, en la sombra, a la sazón completa, continuaba el rumor de los heridos… Se acercó más a Suen y a su compañero. Uno de los guardias contaba a los otros una historia: con las cabezas reunidas, se encontraron entre el farol y los condenados; éstos no se veían siquiera ya. A pesar del rumor; a pesar de todos aquellos hombres, que habían combatido como él, Katow estaba solo; solo entre el cuerpo de su amigo muerto y de sus dos compañeros espantados; solo entre aquel muro y aquel silbido perdido en la noche. Pero un hombre podía ser más fuerte que aquella soledad, y hasta quizá que aquel silbido atroz: el miedo luchaba con él contra la más terrible tentación de su vida. Abrió a su vez la hebilla de su cinturón.

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