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Parte Tercera 29 de marzo

TC "29 de marzo" \l 3 Han-Kow estaba muy cerca: el movimiento de los sampanes casi llenaba el río. Las chimeneas del arsenal se fueron destacando poco a poco de una colina, casi invisible bajo su enorme humareda: a través de una luz azulada, de tarde de primavera, la ciudad apareció, por fin, con todos sus bancos, de columnas, en los huecos de un primer plano liso y negro -los buques de guerra de las naciones de Occidente-. Desde hacía seis días, Kyo ascendía por el río, sin noticias de Shanghai.

Al pie del barco, silbó un vapor extranjero. Los papeles de Kyo se hallaban en regla, y él estaba acostumbrado a la acción clandestina. Llegó sólo hasta la proa, por prudencia.

– ¿Qué quieren? -preguntó a un mecánico.

– Quieren saber si tenemos arroz o carbón. Está prohibido transportarlo.

– ¿En nombre de quién?

– Un pretexto. Si llevamos carbón, no se nos dice nada, pero se las arreglan de manera que puedan desarmar el barco en el puerto. Es imposible abastecer la ciudad.

A lo lejos, chimeneas, elevadores, depósitos: los aliados de la Revolución. Pero Shanghai había enseñado a Kyo lo que es un puerto activo. El que veía, sólo estaba lleno de juncos y de torpederos. Tomó sus gemelos: un vapor mercante, dos, tres. Algunos otros… El suyo atracaba por la parte de U-Chang; debería tomar el transbordador para ir a Han-Kow.

Descendió. En el muelle, un oficial vigilaba el desembarco.

– ¿Por qué hay tan pocos barcos? -preguntó Kyo.

– Las compañías han hecho desalojar todo: tienen miedo a la requisición.

Todos, en Shanghai, creían que la requisición estaba hecha desde hacía mucho tiempo.

– ¿Cuándo sale el transbordador?

– Cada media hora.

Había que esperar veinte minutos. Caminó al azar. Las lámparas de petróleo se encendían en el fondo de las tiendas; aquí y allá, algunas siluetas de árboles y de los ángulos de las casas ascendían por el cielo del Oeste, donde persistía una luz sin origen que parecía emanar de la suavidad misma del cielo y reunirse, en lo más alto, al apaciguamiento de la noche. A pesar de los soldados y de las uniones obreras, en el fondo de sus tenderetes los médicos que ostentaban un sapo como insignia, los vendedores de hierbas y de monstruos, los escribanos públicos, los echadores de suertes, los astrólogos y los que decían la buena ventura continuaban sus oficios lunares en la luz turbia en que desaparecían las manchas de sangre.

Las sombras se perdían en el suelo, más bien que alargarse, bañadas de una azulada fosforescencia; el último resplandor de aquella tarde única, que se iba muy lejos, a cualquier parte del mundo, y cuyo único reflejo acababa de bañar la tierra, lucía débilmente en el fondo de un arco enorme, que remataba una pagoda cubierta de hiedra, ya negra. A lo lejos, un batallón se perdía en la noche cargada de niebla a ras del río, más allá de una baraúnda de campanillas y de fonógrafos, acribillado todo por la iluminación. Kyo descendió también hasta una cantera de bloques enormes: los de las murallas derruidas en señal de liberación de la China. El transbordador estaba muy cerca.

Un cuarto de hora más sobre el río, para ver ascender la ciudad en la noche. Por fin Han-Kow.

Unos pousses esperaban en el muelle; pero la ansiedad de Kyo era demasiado grande para que pudiese permanecer inmóvil. Prefirió caminar: la concesión británica, que Inglaterra había abandonado en enero, y los grandes bancos mundiales cerrados pero no ocupados… «Extraña sensación la de la angustia: sentimos en el ritmo del corazón que se respira mal, como si respirásemos con el corazón…» Cada vez se hacía más fuerte que la lucidez. En la esquina de una calle, en el claro de un gran jardín, lleno de árboles en flor, grises en la bruma de la noche, aparecieron las chimeneas de las manufacturas del Oeste. Sin humo. De todas cuantas veía, sólo las del arsenal se hallaban en actividad. ¿Era posible que Han-Kow, la ciudad de la cual los comunistas del mundo entero esperaban la salvación de China, estuviese en huelga? El arsenal trabajaba; ¿se podría contar, al menos, con el ejército rojo? Ya no se atrevía a correr. Si Han-Kow no era lo que todo el mundo creía que era, todos los suyos, en Shanghai, estaban condenados a muerte. Y May también. Y él mismo.

Por fin, la Delegación de la Internacional.

La ciudad entera estaba iluminada. Kyo sabía que en el último piso trabajaba Borodin; en el piso bajo, funcionaba la imprenta, con su estruendo de enorme ventilador en mal estado.

Un guardia examinó a Kyo, vestido con una tricota gris, con gran cuello. Creyéndole japonés, le señalaba ya con el dedo al ordenanza encargado de conducir a los extranjeros, cuando su mirada encontró los papeles que Kyo le tendía; por la entrada abarrotada de gente, lo condujo, pues, a la sección de la Internacional encargada de Shanghai. Del secretario que lo recibió, Kyo sólo sabia que había organizado las primeras insurrecciones en Finlandia; un camarada, con la mano extendida por encima de la mesa, mientras pronunciaba su propio nombre: Vologuin. Parecía grueso, más bien como una mujer madura que como un hombre; ¿se debía aquello a la finura de facciones, a la vez aguileñas y mofletudas, ligeramente levantinas a pesar de tener la tez muy clara, o a los largos mechones casi grises, cortos para estar echados hacia atrás, y que caían sobre sus mejillas como crenchas tiesas?

– Erramos el camino en Shanghai -dijo Kyo.

Su frase le sorprendió: su pensamiento iba más rápido que él. Sin embargo, decía lo que hubiera querido decir: si Han-Kow no podía suministrar el socorro que las secciones esperaban, entregar las armas era un suicidio.

Vologuin se hundió las manos en las mangas caqui de su uniforme e inclinó la cabeza hacia adelante, arrellanado en su sillón.

– ¡Todavía!… -murmuró.

– En primer término, ¿qué pasa aquí?

– Continúa: ¿en qué erramos el camino de Shanghai?

– Pero, ¿por qué, por qué las manufacturas no trabajan?

– Espera. ¿Qué camaradas protestan?

– Los de los grupos de combate. Los terroristas.

– Los terroristas, al diablo. Los otros…

Miró a Kyo.

– ¿Qué es lo que quieren?

– Salir del Kuomintang. Organizar un Partido Comunista independiente. Entregar el poder a las uniones. Y, sobre todo, no entregar las armas. Eso, ante todo.

– Siempre la misma cosa.

Vologuin se levantó y miró por la ventana, hacia el río y las colinas, sin la menor expresión de pasión o de voluntad: una intensidad fija, semejante a la de un sonámbulo, prestaba vida sólo a aquel rostro inexpresivo. Era bajito, y su espalda, tan abultada como su vientre, casi le hacía aparecer jorobado.

– Voy a decirte. Suponte que hubiéramos salido del Kuomintang. ¿Qué hacemos?

– En primer término, una milicia para cada unión de trabajo, para cada sindicato.

– ¿Con qué armas? Aquí el arsenal está en las manos de los generales. Chiang Kaishek tiene ahora el de Shanghai. Y nosotros estamos separados de la Mongolia: no tenemos, pues, armas rusas.

– En Shanghai, las hemos cogido del arsenal.

– Con el ejército revolucionario detrás de vosotros. No delante. ¿A quiénes armaríamos aquí? A diez mil obreros, quizá. Además del núcleo comunista del «ejército de hierro». ¡Diez balas para cada uno! Contra ellos, más de 75 000 hombres solamente aquí. Sin hablar, en fin… de Chiang Kaishek ni de los demás. Demasiado afortunados para hacer alianzas contra nosotros, ante la primera medida realmente comunista. ¿Y con qué abasteceríamos nuestras tropas?

– ¿Y las fundiciones? ¿Y las manufacturas?

– Las materias primas no llegan ya.

Inmóvil, con el perfil perdido entre las greñas, frente a la ventana, ante la noche que ascendía, Vologuin continuaba:

– Han-Kow no es la capital de los trabajadores; es la capital de los obreros sin trabajo. No tenemos armas, y quizá sea esto lo mejor. Hay momentos en que pienso: si los armásemos, dispararían sobre nosotros. Y, sin embargo, están todos los que trabajan quince horas al día sin presentar reivindicaciones, porque «nuestra revolución está amenazada…»

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