Литмир - Электронная Библиотека

10 y media

«Con tal que el auto no tarde…», pensó Chen. En la oscuridad completa, no habría sido tan seguro su golpe, y los últimos reverberos iban muy pronto a apagarse. La noche desolada de la China de los arrozales y de los pantanos había ganado la avenida, casi abandonada. Las luces turbias de las villas de bruma pasaban por las rendijas de los postigos entreabiertos, a través de los cristales tapados, e iban apagándose una a una. Los últimos reflejos se adherían a los rieles mojados y a los aisladores telegráficos; se debilitaban de minuto en minuto; bien pronto Chen ya no los vio más que en los carteles verticales cubiertos de caracteres dorados. Aquella noche de bruma era su última noche y se hallaba satisfecho de ello. Iba a saltar con el coche, en un relámpago circular que iluminaría por un segundo un haz de sangre. La leyenda china más antigua se impuso en él: los hombres son los gusanos de la tierra. Era preciso que el terrorismo se volviese místico. Soledad, desde luego: que el terrorismo decidiese por sí solo y ejecutase solo; toda la fuerza de la policía está en la delación; el criminal que obra solo no corre el riesgo de denunciarse a sí mismo. Soledad última, porque le es difícil al que vive fuera del mundo encontrar a los suyos. Chen conocía las objeciones opuestas al terrorismo: represión policíaca contra los obreros y llamamiento al fascismo. La represión no podía ser más violenta, ni el fascismo más evidente. Y acaso Kyo y él no pensasen para los mismos hombres. No se trataba de mantener en su clase, para emanciparlos, a los mejores hombres aniquilados, sino de dar un sentido a su mismo aniquilamiento, que cada uno se instituyese responsable y juez: de la vida de su amo. Dar un sentido inmediato al individuo sin esperanza y multiplicar los atentados, no por una organización, sino por una idea: hacer que renaciesen los mártires. Pei, escritor, sería escuchado, porque él, Chen, iba a morir: sabía con qué fuerza pesa sobre todo pensamiento la sangre vertida por él. Todo lo que no fuese su gesto resuelto, se descomponía en la noche, tras de la cual permanecía emboscado aquel automóvil que llegaría bien pronto. La bruma, alimentada por el vapor de los navíos, destruía poco a poco, en el fondo de la avenida, las aceras, aún no vacías: algunos transeúntes atareados marchaban por ellas uno detrás de otro, sobrepasándose rara vez, como si la guerra hubiese impuesto a la ciudad un orden todopoderoso. El silencio general de su marcha hacía su agitación casi fantástica. No llevaban paquetes ni canasta, ni empujaban los cochecitos; aquella noche, parecía que su actividad no tuviese finalidad alguna. Chen contemplaba todas aquellas sombras que se deslizaban, sin hacer ruido, hacia el río, con un movimiento inexplicable y constante. ¿No era el Destino mismo aquella fuerza que le impulsaba hacia el fondo de la avenida, donde el arco encendido de muestras, apenas visibles frente a las tinieblas del río, parecía la puerta misma de la muerte? Hundidos en perspectivas turbias, los enormes caracteres se perdían en aquel mundo trágico y suave como en los siglos, y, del mismo modo que si hubiera llegado, no del estado mayor, sino de los tiempos búdicos, la bocina militar del auto de Chiang Kaishek comenzó a resonar sordamente en el fondo de la calzada, casi desierta. Chen oprimió la bomba bajo el brazo, con gratitud. Sólo los faros salían de la bruma. Casi inmediatamente, precedido por el Ford de la guardia, apareció el coche entero; una vez más pareció a Chen que avanzaba extraordinariamente de prisa. Tres pousses obstruyeron, de pronto, la calle, y los dos autos aminoraron la marcha. Trató de recuperar el control de su respiración. Ya el obstáculo se había dispersado. El Ford pasó, y el auto llegaba: un hermoso coche americano, flanqueado por dos policías amarrados a los estribos; daba tal impresión de fuerza, que Chen sintió que, si no avanzaba, si esperaba, se apartaría a pesar suyo. Cogió la bomba por el asa, como una botella de leche. El auto del general estaba a veinte metros, enorme. Corrió hacia él, con un júbilo de extático, y se arrojó encima con los ojos cerrados.

Volvió en sí algunos segundos más tarde: no había sentido ni oído el crujir de los huesos que esperaba; había zozobrado en un globo deslumbrador. No tenía chaqueta. En su mano derecha sustentaba un trozo del capote, lleno de barro o de sangre. A algunos metros, un montón de restos rojos, una superficie donde brillaba un último reflejo de luz de vidrios acumulados, unos… ya no distinguía más: adquiría la conciencia del dolor, que en menos de un segundo, fue más allá de la conciencia. Ya no veía claro. Sentía, sin embargo, que aquel lugar estaba desierto. ¿Temerían los policías una segunda bomba? Sufría con toda su carne, con un sufrimiento ni siquiera localizable: ya no era más que sufrimiento. Se acercaban. Recordó que debía coger su revólver. Intentó alcanzar el bolsillo de su pantalón. No tenía bolsillo, ni pantalón, ni pierna, sino carne triturada. El otro revólver estaba en el bolsillo de la camisa. El botón había saltado. Asió el arma por el cañón, la volvió sin saber cómo y soltó, por instinto, el seguro con el pulgar. Abrió por fin los ojos. Todo daba vueltas, de una manera lenta e inconcebible, en un círculo muy grande; y, sin embargo, sólo existía el dolor. Un policía estaba muy cerca. Chen quiso preguntar si Chiang Kaishek había muerto, pero quería enterarse de ello en el otro mundo: en este mundo, aquella misma muerte le era indiferente.

Con toda su fuerza, el policía le volvió, de un puntapié en las costillas. Chen aulló, disparó hacia adelante, al azar, y la sacudida hizo más intenso aún aquel dolor que creía sin fondo. Iba a desvanecerse o a morir. Hizo el más terrible esfuerzo de su vida, y llegó a introducir en la boca el cañón del revólver. Previendo la nueva sacudida, más dolorosa aún que la precedente, no se movía ya. Con una furiosa patada, otro policía crispó todos sus músculos: disparó, sin darse cuenta.

Parte Quinta

Las 11 y 15

A través de la bruma, el auto se introdujo en la larga avenida enarenada que conducía a una casa de juego. «Tengo tiempo de subir -pensó Clappique-, antes de ir al Black-Cat.» Se había propuesto no faltar a la cita de Kyo, a causa del dinero que esperaba de él, y porque quizá aquella vez no iba a prevenirle, sino a salvarle. Había obtenido sin trabajo los informes que Kyo le había pedido: los indicadores sabían que para las once estaba previsto un movimiento de tropas especiales de Chiang Kaishek, y que todos los comités comunistas quedarían cercados. Ya no se trataba de decir: «La reacción es inminente», sino: «No piense usted esta noche en ningún comité.» No había olvidado que Kyo tenía que marcharse antes de las once y media. Aquella noche, pues, tendría alguna reunión comunista, que Chiang Kaishek pretendería impedir. Lo que sabían los policías era algunas veces falso; pero la coincidencia resultaba demasiado evidente. Una vez prevenido, Kyo podía hacer que se suspendiera la reunión, o, si ya fuese demasiado tarde, no acudir a ella. «Si me da cien dólares, quizá tenga bastante dinero: cien y los ciento diecisiete adquiridos esta tarde por las vías simpáticas y uniformemente ilegales, doscientos diecisiete… Pero tal vez no tenga nada: esta vez no hay armas a la vista. Tratemos, primero, de desenvolvernos solos.» El auto se detuvo. Clappique, vestido de smoking, entregó dos dólares. El chófer, descubriéndose, le dio las gracias, con una ancha sonrisa; la carrera costaba un dólar.

– Esta liberalidad va encaminada a que te puedas comprar un sombrero hongo.

Y, con el índice levantado, anunciador de verdad:

– He dicho: hongo. El chófer partía de nuevo.

– Porque, desde el punto de vista plástico, que es el de todos los buenos espíritus -continuaba Clappique, plantado en medio de la grava-, este personaje exige un buen sombrero hongo.

47
{"b":"125288","o":1}