– Siempre hay que intoxicarse: este país tiene el opio; el Islam, el haschich; el Occidente, la mujer… Quizá el amor sea, sobre todo, el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…
Bajo sus palabras, se deslizaba una contracorriente confusa y oculta de figuras: Chen y el crimen; Clappique y su locura; Katow y la revolución; May y el amor; él mismo 1 y el opio… Sólo Kyo, para él, se resistía a aquellos dominios.
– Muchas menos mujeres se acostarían -respondió Ferral-, si pudiesen obtener en la posición vertical las frases de admiración de que tienen necesidad y que exigen en el lecho.
– ¡Y cuántos hombres!
– Pero el hombre puede y debe negar a la mujer: el acto, sólo el acto justifica la vida y satisface al hombre blanco. ¿Qué pensaríamos si se nos hablase de un gran pintor que no hiciera cuadros? Un hombre es la suma de sus actos, de los que ha hecho y de los que puede hacer. Yo no soy lo que tal hombre o cual mujer considera como modelo de mi vida; yo soy mis carreteras, mis…
– Sería preciso que las carreteras fuesen hechas.
Desde los últimos disparos, Gisors se había propuesto no fingirse el justificador.
– Si no por usted, ¿verdad?, por otro. Es como si un general dijese: con mis soldados, puedo ametrallar la ciudad. Pero si fuese capaz de ametrallarla, no sería general… no se hace uno general más que saliendo de Saint-Cyr. Además, los hombres son, quizá, indiferentes al poder… Lo que los fascina ante esa idea, ya ve usted, no es el poder real; es la ilusión del buen placer. El poder del rey es gobernar, ¿no es cierto? Pero el hombre no tiene deseo de gobernar: siente el deseo de dominar; usted lo ha dicho. De ser más que hombre, en un mundo de hombres. Escapar a la condición humana, le decía yo. No poderoso, sino todopoderoso. La enfermedad quimérica cuya justificación intelectual no es más que la voluntad de potencia, es la voluntad de deidad: todo hombre sueña con ser un dios.
Lo que decía Gisors confundía a Ferral; pero su inteligencia no estaba preparada para acogerle. Si el viejo no le justificaba, no le libraría ya de su obsesión.
– En su opinión, ¿por qué los dioses no poseen a los mortales más que bajo formas humanas o bestiales?
Como si la hubiese visto, Gisors sintió que una sombra se instalaba al lado de ellos. Ferral se había levantado.
– Tiene usted necesidad de comprometer lo esencial de usted mismo para sentir más violentamente su existencia -dijo Gisors, sin mirarle.
Ferral no adivinaba que la penetración de Gisors procedía de que reconocía en sus interlocutores fragmentos de su propia persona, y que su retrato más sutil se hubiera hecho reuniendo sus ejemplos de perspicacia.
– Un dios puede poseer -continuó el viejo, con una sonrisa de convencimiento-, pero no puede conquistar. El ideal de un dios, ¿verdad?, es convertirse en hombre sabiendo que volverá a encontrar su poder; y el sueño del hombre, convertirse en dios sin perder su personalidad…
Decididamente, tenía que acostarse con una mujer. Ferral se marchó.
«Curioso caso de engaño por añadidos -pensaba Gisors-. En el orden erótico, se diría que se concibe, esta noche, como la concebiría un pequeño burgués romántico.» Cuando, poco después de la guerra, Gisors había entrado en contacto con las potencias económicas de Shanghai, no poco se había asombrado de ver que la idea que se formaba acerca del capitalista no correspondía a nada. Casi todos los que encontró entonces habían fijado su vida sentimental, bajo una u otra forma -y casi siempre bajo la del matrimonio-; la obsesión que hace el gran hombre de negocios, cuando no es un intercambiable heredero, se acomoda mal a la dispersión erótica. «El capitalismo moderno -explicaba a sus discípulos- es mucho más voluntad de organización que de poderío…»
Ferral, en el auto, pensaba que sus relaciones con las mujeres eran siempre las mismas y absurdas. Quizá hubiera amado en otro tiempo. En otro tiempo. ¿Qué psicólogo, borracho perdido, había tenido la ocurrencia de llamar amor al sentimiento que ahora envenenaba su vida? El amor es una obsesión exaltada; sus mujeres le obsesionaban, sí -como un deseo de venganza-. Iba a hacerse juzgar entre las mujeres, él, que no aceptaba ningún juicio. La mujer que le hubiese admirado en la entrega de sí misma, a la que él no hubiese combatido, no habría existido para él. Condenado a las coquetas o a las putas. Poseía los cuerpos. Afortunadamente. Si no… «Morirá usted, querido, sin haberse dado cuenta de que una mujer es un ser humano…» Para ella, quizá; para él, no. ¡Una mujer, un ser humano! Es un descanso, un viaje, un enemigo.
Tomó, al pasar, una cortesana, en una de las casas de Nanking Road: una muchacha de semblante gracioso y dulce. A su lado en el auto, con las manos prudentemente apoyadas en su cítara, tenía el aspecto de una estatuilla Tang. Llegaron, por fin, a su casa. Subió las escaleras delante de ella, haciéndose pesado su paso, de ordinario apresurado. «Vamos a dormir», pensaba… El sueño era la paz. Había vivido, combatido y creado; bajo todas aquellas apariencias, en lo más profundo, encontraba esa sola realidad, ese goce de abandonarse a sí mismo, de dejarse en la playa como el cuerpo de un compañero ahogado, a aquel ser -él mismo- cuya vida había que inventar de nuevo todos los días. «Dormir es la única cosa que he deseado siempre, en el fondo, desde hace tantos años.»
¿Qué esperar, mejor que un soporífero, de la joven cuyas babuchas, detrás de él, sonaban, a cada paso que daba en un peldaño de la escalera? Entraron en el salón de fumar; una pequeña habitación con divanes cubiertos por un tapiz de Mongolia, hecho más bien para la sensualidad que para el sueño. En las paredes, una gran aguada del primer período de Kama, un estandarte tibetano. La mujer dejó su cítara sobre un diván. En la bandeja, los instrumentos antiguos, con mangos de jade ornamentales y poco prácticos, propios del que no los emplea. La joven tendió la mano hacia ellos: él la detuvo con un gesto. Un disparo lejano hizo temblar las agujas sobre la bandeja.
– ¿Quiere usted que cante?
– Ahora no.
Contemplaba su cuerpo, manifiesto y oculto, a la vez, por el vestido de seda malva con que iba vestida. La sabía estupefacta; no era costumbre acostarse con una cortesana sin que hubiese cantado, hablado y servido la mesa o preparado las pipas. ¿Para qué, si no, dirigirse a las prostitutas?
– ¿No quiere usted tampoco fumar?
– No. Desnúdate.
Negaba su dignidad, lo sabía. Sintió deseos de exigirle que se quedase completamente desnuda; pero ella se habría negado. No había dejado encendida más que una lamparilla. «El erotismo -pensó- es la humillación en uno mismo o en el otro, y quizá en ambos. Una idea, con toda evidencia…» Además, estaba excitante así, con la ajustada camisa china; pero apenas se hallaba excitado, o quizá no lo estaba más que por la sumisión de aquel cuerpo que Se esperaba, en tanto que él no se movía. Su placer brotaba de que se pusiese en el puesto de la otra, estaba claro: de la otra, dominada; dominada por él. En definitiva, no copulaba nunca más que consigo mismo, pero no podía lograrlo más que con la condición de no estar solo. Ahora comprendía lo que Gisors no había hecho más que sospechar: sí; su voluntad de potencia no alcanzaba jamás su objeto, no vivía más que de renovarlo; pero si nunca en su vida había poseído, poseería, a través de aquella china que le esperaba, la única cosa de la cual estaba ávido: él mismo. Necesitaba los ojos de los demás para verse, los sentidos de otro para sentirse. Contempló la pintura tibetana, fija allí, sin que supiese demasiado por qué: sobre su campo descolorido, por donde erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales se estrechaban con ansia.
Se aproximó a la mujer.