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El bar estaba lleno: época de desórdenes. Muy cerca de la puerta entreabierta, con una esclavina de lana cruda sobre los hombros, solo y casi aislado, Gisors se hallaba sentado ante un cocktail dulce; Kyo había telefoneado que todo marchaba bien, y su padre había ido al bar en busca de las noticias del día, con frecuencia absurdas, pero, a veces, significativas: no lo eran entonces. Ferral se dirigió hacia él, por entre los saludos. Conocía la naturaleza de sus enseñanzas, pero no les concedía importancia alguna. Ignoraba que Kyo estuviese entonces en Shanghai. Consideraba humillante interrogar a Martial acerca de las personas, y el papel de Kyo no tenía ningún carácter público.

Todos aquellos idiotas que le miraban con una tímida reprobación creían que estaba unido al viejo por el opio. Error. Ferral fingía fumar -una o dos pipas-, y siempre menos de las que hubiera necesitado para experimentar la acción del opio-, porque veía en la atmósfera del fumar y en la pipa que pasa de una boca a otra un medio de acción sobre las mujeres. Como tenía horror a la corte que debía hacer y al cambio con que pagaba su importancia concedida a una mujer lo que ésta le proporcionaba en placer, se enfrascaba en todo cuanto le dispensaba de ello.

Era un gusto más complejo el que le había impulsado algunas veces a acudir a Pekín, al lado del viejo Gisors. El placer del escándalo, en primer término. Además, no quería ser sólo el presidente del Consorcio; quería ser distinto de su acción -medio de creerse superior a ella-. Su afición casi agresiva al arte, al pensamiento y al cinismo, que él llamaba lucidez, constituía una defensa: Ferral no procedía ni de las «familias» de los grandes establecimientos de créditos, ni del Movimiento General de Fondos, ni de la Inspección de hacienda. La dinastía de Ferral estaba demasiado unida a la historia de la República, para que pudiese considerársele como un provinciano; pero no dejaba de ser un aficionado, cualquiera que fuese su autoridad. Demasiado hábil para tratar de colmar el foso que le rodeaba, lo ensanchaba. La gran cultura de Gisors; su inteligencia, siempre al servicio de su interlocutor; su desdén hacia los convencionalismos; sus «puntos de vista», casi siempre singulares, que Ferral no tenía inconveniente en atribuirse cuando lo había abandonado, le aproximaban, más aún que todo aquello cuanto los separaba: con Ferral, Gisors no hablaba de política más que en el plano de la filosofía. Ferral decía que tenía necesidad de la inteligencia, y, cuando no la encontraba, era verdad.

Miró a su alrededor: en el momento mismo en que se sentó, casi todas las miradas se volvieron. Aquella noche, de buena gana se hubiera casado con su cocinera, aunque no hubiera sido más que para imponérsela a aquella multitud.

Que todos aquellos idiotas juzgasen lo que él hacía, le exasperaba; cuanto menos los viera, mejor: propuso a Gisors irse a beber a la terraza, frente al jardín. A pesar del fresco, los boys habían sacado fuera algunas mesas.

– ¿Cree usted que se puede conocer (conocer) a un ser vivo? -preguntó a Gisors.

Se instalaban cerca de una lamparita cuyo halo se perdía en la oscuridad, que llenaba poco a poco la bruma.

Gisors lo miró. «No tendría afición a la psicología, si pudiera imponer su voluntad.»

– ¿Una mujer? -preguntó.

– ¿Qué importa?

– El pensamiento que se dedica a elucidar a una mujer tiene algo de erótico… Querer conocer a una mujer, ¿no es cierto?, siempre supone una manera de poseerla o de vengarse de ella…

Una mujer pública, en la mesa próxima, decía a otra:

– No se me hace eso tan fácilmente. Voy a decirte: es una mujer que está celosa de mi perro.

– Creo -continuó Gisors- que el recurrir al espíritu intenta compensar esto: el conocimiento de un ser es un sentimiento negativo; el sentimiento positivo, la realidad, es la angustia de permanecer siempre extraño para aquel a quien se ama.

– ¿Se ama alguna vez?

– El tiempo hace desaparecer, a veces, esa angustia; sólo el tiempo. No se conoce nunca a un ser; pero, a veces, se deja de sentir que se le ignora (pienso en mi hijo, ¿verdad?, y también en… otro muchacho). Conocer por medio de la inteligencia constituye la tentación vana de prescindir del tiempo…

– La función de la inteligencia no consiste en prescindir de las cosas.

Gisors le miró.

– ¿Qué entiende usted por inteligencia?

– ¿En general?

– Sí.

Ferral reflexionó.

– La posesión de los medios de dominar a las cosas o a los hombres.

Gisors sonrió imperceptiblemente. Cada vez que formulaba aquella pregunta, su interlocutor, cualquiera que fuese, respondía con el retrato de su deseo. Pero la mirada de Ferral tornóse de pronto más intensa.

– ¿Sabe usted cuál era el suplicio infligido por la ofensa de la mujer al amo, aquí, bajo los primeros imperios? -preguntó.

– Pues bien: había varios, ¿no es eso? Parece ser que el principal consistía en atarla sobre una armadía, con las manos y las muñecas cortadas y los ojos saltados, y…

Mientras hablaba, Gisors observaba la atención creciente y quizá la satisfacción con que Ferral le escuchaba.

– … dejarlas descender a lo largo de aquellos interminables ríos, hasta que se morían de hambre o de agotamiento, con sus amantes amarrados a su lado, sobre la misma armadía…

– ¿Sus amantes?

¿Cómo tal distracción podía conciliarse con aquella atención, con aquella mirada? Gisors no podía adivinar que, en el espíritu de Ferral, no existía el amante; pero ya éste se había recobrado.

– Lo más curioso -continuó- es que aquellos códigos feroces parecen haber sido redactados, hacia el siglo iv, por unos sabios que eran humanos y buenos, según lo que conocemos acerca de sus vidas privadas…

– Sí; sin duda, eran unos sabios.

Gisors contempló aquel rostro anguloso, con los ojos cerrados, iluminados desde abajo por la lamparita, con un efecto de luz sobre el bigote. Disparos a lo lejos. ¿Cuántas vidas se decidirían en la bruma nocturna? Contemplaba aquella faz, ásperamente distendida sobre una humillación procedente del fondo del cuerpo y del espíritu, defendiéndose contra ella con esa fuerza irrisoria que es el rencor humano; el odio de los sexos estaba por encima de ella, como si, de la sangre que continuaba corriendo sobre aquella tierra, ya saciada, hubieran debido renacer los más antiguos odios.

Nuevos disparos, muy próximos esta vez, hicieron temblar los vasos sobre la mesa.

Gisors estaba acostumbrado a los disparos, que todos los días llegaban de la ciudad china. A pesar del aviso telefónico de Kyo, éstos, de pronto, le inquietaron. Ignoraba la extensión del papel político desempeñado por Ferral; pero aquel papel no podía ser ejercido más que al servicio de Chiang Kaishek. Consideró natural estar sentado a su lado -él no se encontraba nunca «comprometido», ni siquiera con respecto a sí mismo-; pero cesó de desear el acudir en su ayuda. Nuevos disparos, más lejanos.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No sé. Los jefes azules y rojos han llevado a efecto juntos una gran proclamación de unión. Esto parece que va a arreglarse.

«Miente -pensó Gisors-; está, por lo menos, tan bien informado como yo.»

– Con rojos o azules -decía Ferral-, los coolies no dejarán de ser coolies; a menos que queden muertos. ¿No considera usted como una estupidez característica de la especie humana que un hombre que no tiene más que una vida se arriesgue a perderla tan sólo por una idea?

– Es muy raro que un hombre pueda soportar (¿cómo diré yo?) su condición de hombre…

Pensó en una de las ideas de Kyo: todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar, más allá del interés, tiende, más o menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero. Pero no tenía gana de discutir las ideas de Kyo con Ferral. Volvió a éste:

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