– A casa del mejor vendedor de pájaros -dijo al chófer.
Estaba muy cerca. Pero el almacén se hallaba cerrado.
– En la ciudad china -dijo el chófer-, haber calles vendedores de pájaros.
– Ve.
Mientras el auto avanzaba, se instalaba en la imaginación de Ferral la confesión leída en cualquier libro viejo de medicina, de una mujer loca por el deseo de ser flagelada, citándose por carta con un desconocido y descubriendo con espanto que quería huir en el instante mismo en que, echada sobre la cama del hotel, el hombre, armado de un látigo, paralizaba totalmente su brazo bajo sus faldas levantadas. El rostro era invisible; pero se lo atribuía a Valeria. ¿Detenerse en el primer burdel chino que encontrase? No; ninguna carne le libraría del orgullo sexual escarnecido, que le desolaba.
El auto tuvo que detenerse ante las alambradas. Enfrente, la ciudad china, muy oscura, muy poco segura. Tanto mejor. Ferral abandonó el auto e hizo pasar su revólver al bolsillo de la americana, esperando cualquier ataque: se mata lo que se puede.
La calle de los vendedores de animales estaba dormida; tranquilamente, el boy llamó en el primer postigo gritando «Comprador»; los comerciantes temían a los soldados. Cinco minutos después, abrían; en la magnífica sombra roja de las tiendas chinas, alrededor de una linterna, algunos saltos ahogados de gatos o de monos, y luego unas sacudidas de alas anunciaron el despertar de los animales. En la sombra, unas manchas alargadas, de un rosa sordo: papagayos atados a unas estacas.
– ¿Cuánto valen todos esos pájaros?
– ¿Los pájaros solamente? Ochocientos dólares.
Era un comerciante modesto, que no poseía pájaros raros. Ferral sacó su talonario de cheques, vaciló: el comerciante querría dinero. El boy comprendió: «Es el señor Ferral -dijo-; el auto está allá.» El comerciante salió, vio los faros del auto, arañados por las alambradas.
– Bueno.
Aquella confianza, prueba de su autoridad, exasperaba a Ferral; su fuerza, evidente hasta en el conocimiento de su nombre por aquel vendedor, era absurda, puesto que no podía recurrir a ella. Sin embargo, el orgullo, ayudado por la acción en que se enfrascaba y por el aire frío de la noche, volvía en su ayuda: cólera o imaginaciones sádicas se disgregaban en náuseas, aunque sabía que no había acabado con ellas.
– Tengo también un canguro -dijo el comerciante.
Ferral se encogió de hombros. Pero ya llegaba un muchacho, despertado también, con el canguro en brazos. Era un animal muy pequeño, velludo, que contempló a Ferral con ojos de cierva espantada.
– Bueno.
Nuevo cheque.
Ferral volvió con lentitud hacia el auto. Ante todo, era preciso que si Valeria refería la historia de las jaulas -no dejaría de hacerlo- bastara que refiriera el final para escapar al ridículo. El comerciante, el muchacho, el boy llevaban las pequeñas jaulas, las colocaban en el auto y volvían en busca de otras; por fin, llevaron los últimos animales, el canguro y los papagayos, encerrados en unas jaulas redondas. Más allá de la ciudad china sonaron algunos disparos. Muy bien: cuanto más se batieran, más valdría aquello. El auto regresó, bajo los ojos estupefactos del puesto de guardia.
En el Astor, Ferral mandó llamar al director.
– Haga el favor de subir conmigo a la habitación de la señora Serge. Está ausente, y quiero prepararle una sorpresa.
El director disimuló su asombro y más aún su reprobación: el Astor dependía del Consorcio. La única presencia de un blanco, a quien hablaba Ferral, le redimía de su universo humillado, le ayudaba a volver entre «los otros»; el comerciante chino y la noche le habían dejado en su obsesión; no se había librado totalmente de ella ahora; pero por lo menos, ya no le dominaba ella sola.
Cinco minutos después, mandaba colocar las jaulas en la habitación. Todos los objetos preciosos se hallaban alineados en los armarios, uno de los cuales no estaba cerrado. Cogió de encima de la cama un pijama, para echarlo en el armario; pero apenas hubo tocado la seda tibia, le pareció que aquella tibieza, a través de su brazo, se comunicaba a todo su cuerpo, y que la tela que estrujaba había recubierto exactamente los senos: los vestidos, los pijamas, colgados en el armario entreabierto, retenían en sí algo más sensual, quizá, que el cuerpo mismo de Valeria. Estuvo a punto de hundir su rostro en aquel pijama y oprimir o desgarrar, como si los hubiese penetrado, aquellos vestidos, saturados aún de su presencia. Si hubiera podido llevarse el pijama, lo habría hecho. En el instante mismo en que el pijama abandonaba la mano, la leyenda de Hércules y de Onfalia invadió su imaginación -Hércules, vestido de mujer, con telas arrugadas y tibias como aquéllas, humillado y satisfecho de su humillación-. En vano invocó las escenas sádicas que hacía poco se le habían impuesto: el hombre golpeado por Onfalia y por Deyanira pesaba sobre todos sus pensamientos y le anegaba en un goce humillado. Dio un paso hacia adelante. Tocó su revólver en el bolsillo: si ella hubiera entrado en aquel momento, sin duda la habría matado. Sus pasos se debilitaron más allá de la puerta: la mano de Ferral cambió de bolsillo y sacó nerviosamente el pañuelo. Necesitaba obrar, no importaba cómo, para reponerse. Hizo soltar los papagayos; pero los pájaros, temerosos, se refugiaron en los rincones y entre las cortinas. El canguro había saltado sobre el lecho, y allí permanecía. Ferral apagó la lámpara principal y no dejó más que la del velador: rosados, blancos, con los magníficos movimientos de alas curvas y suntuosas de los fénix de la Compañía de
Indias, los papagayos comenzaron a volar, con un ruido de vuelo torpe e inquieto.
Aquellas cajas llenas de pajaritos agitados, atravesadas sobre todos los muebles, por el suelo y en la chimenea, le molestaban. Indagó por qué, y no lo adivinó. Salió. Volvió a entrar y lo comprendió en seguida: la habitación parecía devastada. ¿Escaparía a la idiotez aquella noche? A pesar suyo, había dejado allí la imagen esplendente de su ira.
– Abre las jaulas -dijo al boy.
– La habitación se ensuciará, señor Ferral.
– La señora Serge se mudará. Esté usted tranquilo, que no será esta noche. Ya me enviará usted la cuenta.
– ¿Flores, señor Ferral?
– Nada más que pájaros. Y que nadie entre aquí; ni siquiera los criados.
Las ventanas estaban protegidas, contra los mosquitos, por una tela metálica. Los pájaros no se escaparían. El director abrió los cristales para que la habitación no oliese.
Entonces, sobre los muebles y las cortinas y en los rincones del techo, los pájaros de las islas revoloteaban, mates en aquella débil luz, como los de los frescos chinos. Había ofrecido por odio a Valeria su más lindo regalo… Apagó; volvió a encender; apagó; volvió a encender. Empleaba para ello el interruptor de la lámpara del lecho: recordó, de pronto, la última noche pasada en su casa con Valeria. Sintió deseos de arrancar el interruptor para que ella no pudiese emplearlo nunca -con cualquiera que fuese-. Pero no quería dejar allí ninguna huella de su cólera.
– Llévate las jaulas vacías -dijo al boy-. Mándalas quemar.
– Si la señora Serge pregunta quién ha enviado los pájaros -pronunció el director, que contemplaba a Ferral con admiración-, ¿debemos decírselo?
– No preguntará. Está firmado.
Salió. Era preciso que se acostase con una mujer aquella noche. Sin embargo, no tenía ganas de ir inmediatamente al restaurante chino. Estar seguro de que unos cuerpos se hallaban a su disposición, le bastaba -provisionalmente-. Con frecuencia, cuando una pesadilla le despertaba sobresaltado, se sentía presa del deseo de reanudar el sueño, a pesar de la pesadilla que volvería a encontrar en él, y, al mismo tiempo, del de librarse de ella, despertándose por completo; el sueño era la pesadilla, pero era él; el despertar era la paz, pero era el mundo. El erotismo, aquella noche, era la pesadilla. Se decidió, por fin, a despertarse, y se hizo conducir al Círculo francés: hablar, restablecer las relaciones con un ser, aunque no fuese más que las de una conversación, constituían el más seguro despertar.