¿No haría durante toda su vida más que esperar al paso, para aprovecharse de su fuerza, aquellos empujones de la economía mundial que comenzaban como ofrendas y acababan como cabezazos en el vientre? Aquella noche, cualquiera que fuese la resistencia, la victoria o la derrota, se sentía dependiente de todas las fuerzas del mundo. Pero tenía a aquella mujer, de la que no dependía, sino que dependería ahora mismo de él; la confesión de sumisión de aquel rostro poseído, como una mano aplicada sobre sus ojos, le ocultaría las enrevesadas sujeciones sobre las cuales buscaba su vida. Había vuelto a verla en algunos salones (hacía sólo tres días que había regresado a Kioto), retenido e irritado siempre ante la repulsa de toda sumisión con que ella estimulaba su deseo, si bien había accedido a dormir con él aquella noche. En su necesidad limitada de ser preferido -se admira más fácilmente y más totalmente de un sexo al otro-, si la admiración se hacía insegura, recurría al erotismo para reanimarla. Por eso había observado a Valeria mientras copulaba con ella: hay mucha certidumbre en los labios hinchados por el placer. Detestaba la coquetería, sin la cual Valeria ni siquiera hubiera existido ante sus ojos: lo que en ella se oponía a él, irritaba más su sensualidad. Todo ello muy turbio, pues necesitaba imaginarse en su puesto, en cuanto comenzaba a tocar su cuerpo, que excitaba su sensación aguda de posesión. Pero un cuerpo conquistado tenía de antemano para él más atractivo que un cuerpo entregado -más atractivo que cualquier otro cuerpo.
Abandonó su coche y entró en el Astor, seguido del boy, que llevaba su jaula en la extremidad del brazo, con dignidad. Había sobre el suelo millares de sombras: las mujeres cuyo amor no le interesaba -y un adversario vivo: la mujer por quien quería ser amado-. La idea de posesión total se había fijado en él, y su orgullo llamaba a un orgullo enemigo, como el jugador apasionado llama a otro jugador para el combate, y no la paz. Al menos la partida aquella noche estaba bien formada, puesto que, desde luego, iban a acostarse juntos.
Desde el hall, un empleado europeo se aproximó a él y le dijo:
– La señora Serge ha encargado se diga al señor Ferral que no volverá esta noche, pero que ese caballero le explicará.
Desconcertado, Ferral contempló a «aquel caballero», sentado de espaldas, junto a un biombo. El hombre se volvió: era el director de uno de los bancos ingleses, que, desde hacía un mes, cortejaba a Valeria. A su lado, detrás del biombo, un boy sostenía, no menos dignamente que el de Ferral, un mirlo en una jaula. El inglés se levantó, aturdido, y estrechó la mano de Ferral, diciéndole:
– Debería usted explicarme caballero…
Comprendieron ambos que habían sido burlados. Se contemplaban, entre la sonrisa burlona de los boys y la gravedad, demasiado grande para ser natural, de los empleados blancos. Era la hora del cocktail, y todo Shanghai estaba allí… Ferral se sentía en el mayor de los ridículos: el inglés era casi un muchacho.
Un desprecio tan intenso como la cólera que lo inspiraba compensó instantáneamente la inferioridad que le era impuesta. Se sintió rodeado de la verdadera estupidez humana, la que se adhiere y pesa sobre las espaldas; los seres que le contemplaban eran los más odiosos cretinos de la tierra. Sin embargo, ignorando lo que sabían, los suponía al corriente de todo, y, frente a su ironía, se sentía aplastado por una parálisis de intenso odio.
– ¿Es para un concurso? -preguntaba su boy al otro.
– No sé.
– El mío es un macho.
– Sí. El mío, una hembra.
– Debe ser para eso.
El inglés se inclinó ante Ferral y se dirigió al portero. Éste le entregó la carta. La leyó, llamó a su boy, sacó de su cartera una tarjeta de visita, la colocó en la jaula, dijo al portero: «Para la señora Serge», y salió.
Ferral se esforzaba por reflexionar y por defenderse. Ella le había herido en su punto más sensible, como si le hubiese saltado los ojos durante el sueño: le negaba. Lo que podía pensar, hacer, o querer, no existía. Aquella escena era ridícula, y nada haría que no lo fuese. Él sólo existía en el mundo de los fantasmas, y era él, precisamente él, quien resultaba befado. Y, para colmo -porque no pensaba en una consecuencia, sino en una sucesión de derrotas, como si la rabia le hubiese vuelto un masoquista-: para colmo, no se acostaría con ella. Cada vez más ávido de vengarse en aquel cuerpo irónico, permanecía allí, solo, frente a aquellos brutos y ante su boy indiferente, con la jaula en el extremo del brazo. Aquel pájaro era un constante insulto. Pero era preciso, ante todo, quedarse. Pidió un cocktail, encendió un cigarrillo; luego, permaneció inmóvil, ocupado en quebrar, dentro del bolsillo de la americana, la cerilla entre los dedos. Su mirada descubrió una pareja. El hombre tenía el encanto que ofrece la unión de los cabellos grises y un semblante juvenil; la mujer, gentil, un poco de almacén, lo contemplaba con un reconocimiento amoroso, hecho de ternura o de sensualidad. «Lo ama -pensó Ferral, con envidia-. Y, sin duda, será cualquier oscuro cretino, que quizá dependa de uno de mis negocios…» Mandó llamar al portero.
– Tiene usted una carta para mí. Démela.
El portero, asombrado, aunque siempre respetuoso, le alargó la carta.
¿Sabe usted, querido, que las mujeres persas, cuando son atacadas por la ira, zurran a sus maridos con sus babuchas erizadas de clavos? Son irresponsables. Y luego, ¿no es así?, vuelven a la vida ordinaria, a aquella en la que llorar con un hombre no las compromete, sino en la que acostarse con él las liberta -¿cree usted?-; la vida en la que se «tiene» a las mujeres. Yo no soy una mujer que se tiene, un cuerpo imbécil en el que usted encuentre su placer, mintiéndole como a los niños y a los enfermos. Usted sabe muchas cosas, querido, pero quizá se muera sin haberse dado cuenta de que una mujer es también un ser humano. Siempre he encontrado (quizá no encuentre nunca más que a ellos, pero tanto peor; ¡no puede usted suponerse cuántas veces digo tanto peor!) hombres que han hallado encantos en mí, que se han tomado un trabajo harto conmovedor por poner en práctica mis locuras; pero que sabían muy bien unirse a sus amigos en cuanto se trataba de verdaderas cosas humanas (salvo, naturalmente, para ser consolados). Mis caprichos los necesito, no sólo para agradarle, sino incluso para que usted me entienda, cuando hablo; mi encantadora locura, sepa usted lo que vale: se parece a su ternura. Si el dolor hubiera podido nacer de la presa que quería usted hacer de mí, ni siquiera lo habría usted reconocido…
He conocido a bastantes hombres para saber lo que hay que pensar de los caprichos: ninguna cosa deja de tener importancia para un hombre, en cuanto compromete su orgullo, y el placer es una palabra que permite hartarse de ella lo más pronto y con la mayor frecuencia. Me niego, por tanto, a ser un cuerpo, como usted a ser un talonario de cheques. Usted obra conmigo como las prostitutas con usted: «Habla, pero paga…» Soy también ese cuerpo que usted quiere que sea solamente: lo sé. No siempre me es fácil defenderme contra la idea que se tiene de mí. Su presencia me aproxima a mi cuerpo con disgusto, como la primavera me aproxima a él con júbilo. A propósito de la primavera, que se divierta usted mucho con los pájaros.
Y, desde luego, la próxima vez, deje usted tranquilos a los interruptores de la luz.
V.
Se afirmaba que Ferral había construido carreteras, transformado un país y arrancado a los paillottes de los campos de millares de campesinos cobijados en chozas de palastro ondulado alrededor de sus fábricas -como los feudales, como los delegados de imperio-; en su jaula, el mirlo parecía reírse de él. La fuerza de Ferral, su lucidez, la audacia que había transformado la Indochina y cuyo peso abrumador acababa de hacerle sentir la carta de América, se reflejaban en aquel pájaro ridículo, como el universo entero que se mofase incontestablemente de él. «Tanta importancia concedida a una mujer.» No era de la mujer de lo que se trataba. Ella no era más que una venda arrancada: él se había lanzado con toda su fuerza contra los límites de su voluntad. Hecha vana su excitación sexual, alimentaba su cólera y le arrojaba en la hipnosis asfixiante donde el ridículo invoca a la sangre. Nadie se venga con rapidez más que en los cuerpos. Clappique le había referido la historia salvaje de un jefe afgano, cuya mujer había vuelto, violada por un jefe vecino, con esta inscripción: «Te devuelvo a tu mujer; no está tan bien como dicen», y el cual, habiendo cogido al violador, le había atado delante de la mujer desnuda para arrancarle los ojos, diciéndole: «Tú la has visto y la has despreciado; pero puedes jurar que no volverás a verla nunca.» Se imaginó en la habitación de Valeria, ésta atada sobre el lecho, gritando hasta llegar a los sollozos tan próximos a los gritos de placer, fuertemente amarrada, retorciéndose bajo la posesión del sufrimiento, puesto que no lo hacía bajo la posesión del sexo… El portero esperaba. «Se trata de permanecer impasible, como ese idiota, a quien, sin embargo, me dan ganas de propinarle un par de bofetadas.» El idiota no sonreía por nada del mundo. Sería para más tarde. Ferral dijo: «Vuelvo dentro de un instante.» No pagó su cocktail, dejó su sombrero y salió.