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Kyo miraba también, casi sin ver nada… «¿Compasión o crueldad?», se preguntaba, con espanto. Cuanto hay de bajo, y también de fascinable, en cada ser, era invocado allí, con la más salvaje vehemencia, y Kyo se debatía con todo su pensamiento contra la ignominia humana: se acordó del esfuerzo que siempre le había sido necesario para eludir los cuerpos de los supliciados, vistos al azar: necesitaba, literalmente, arrancarse a ellos. Que unos hombres pudiesen ver golpear a un loco, ni siquiera malo, viejo, sin duda, a juzgar por la voz, y aprobar su suplicio, producía en él el mismo terror que las confidencias de Chen la noche de Han-Kow: «Los pulpos…» Katow le había referido el esfuerzo que tiene que realizar el estudiante de medicina la primera vez que un vientre abierto en su presencia deja aparecer los órganos vivos. Era aquél el mismo horror paralizador, muy diferente al miedo; un horror todopoderoso, aun antes de que el espíritu lo hubiese juzgado, y tanto más perturbador, cuanto que Kyo experimentaba hasta el colmo su propia dependencia. Y sin embargo, sus ojos, menos habituados a la oscuridad que los de sus compañeros, no distinguían más que el destello del cuero, que arrancaba los aullidos como un garfio. Desde el primer golpe, no había hecho un gesto: permanecía agarrado a los barrotes, con las manos a la altura del rostro.

– ¡Guardián! -gritó.

– ¿Quieres un golpe?

– Tengo que hablarte.

– ¿Sí?

Mientras el guardián volvía a correr con rabia el enorme cerrojo, los condenados a quienes abandonaba se retorcían. Odiaban a los «políticos», que no estaban mezclados con ellos.

– ¡Ve! ¡Ve, guardián, pronto, que allí están de broma!

El hombre estaba enfrente de Kyo, con el cuerpo cortado verticalmente por un barrote. Su rostro expresaba la más abyecta ira: la del imbécil que cree discutido su poder; sus facciones, no obstante, no eran bajas: regulares, anónimas.

– Escucha -dijo Kyo.

Se miraron a los ojos, el guardián más alto que Kyo, cuyas manos veía crispadas sobre los barrotes, a cada lado de la cabeza. Antes de que Kyo se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, creyó que su mano izquierda estallaba: el látigo, levantado tras de la espalda del guardián, había vuelto a caer. Kyo no había podido por menos de gritar.

– ¡Muy bien! -aullaban los presos de enfrente-. Siempre no va a ser a los mismos.

Las dos manos de Kyo habían vuelto a caer a lo largo de su cuerpo, presas de un miedo autónomo, sin que siquiera se hubiera dado cuenta de ello.

– ¿Todavía tienes alguna cosa que decir? -preguntó el guardián.

El látigo estaba ahora entre ellos.

Kyo apretó los dientes con toda su fuerza, y, con el mismo esfuerzo que hubiera hecho para levantar un peso enorme, sin quitar los ojos del guardián, dirigió de nuevo las manos hacia los barrotes. Mientras las levantaba con lentitud, el hombre retrocedía lentamente, para ganar terreno. El látigo crujió, sobre los barrotes esta vez. El reflejo había sido más fuerte que Kyo: había retirado las manos. Pero ya las conducía de nuevo, con una tensión extenuante de los hombros, y el guardián comprendía, por su mirada, que esta vez no las retiraría. Le escupió a la cara, y levantó con lentitud el látigo.

– Si… dejas de golpear a ese loco -dijo Kyo-, cuando salga, te… daré cincuenta dólares.

El guardián vaciló.

– Bien -dijo, por fin.

Su mirada se apartó y Kyo se sintió presa de tal tensión que creyó desvanecerse. La mano izquierda de Kyo estaba tan dolorida, que no podía cerrarla. La había levantado al mismo tiempo que la otra hasta la altura de los hombros y continuaba así, con ella extendida. Nuevas carcajadas.

– ¿Me tiendes la mano? -preguntó el guardián, bromeando también.

Se la estrechó. Kyo comprendió que en su vida olvidaría aquella opresión, no a causa del dolor, sino porque la vida no le había impuesto nada más odioso. Retiró la mano, y cayó, sentado, en el compartimiento. El guardián vaciló y sacudió la cabeza, que se rascó con el mango del látigo. Volvió a su mesa. El loco sollozaba.

Dos horas de uniforme abyección. Por fin, unos soldados fueron a buscar a Kyo para conducirlo a la policía especial. Sin duda, caminaba hacia la muerte; y, sin embargo, salió con un júbilo cuya violencia le sorprendió: le parecía que dejaba allí una parte inmunda de sí mismo.

* * *

– ¡Adelante!

Uno de los guardias chinos empujó a Kyo en un hombro, aunque apenas; desde el momento en que se trataba de un extranjero -y, para un chino, Kyo era un japonés o europeo, pero, desde luego, extranjero-, los guardias tenían miedo a la brutalidad a que se creían obligados. A una seña de König, se quedaron fuera. Kyo avanzó hacia la mesa, ocultando en el bolsillo su mano izquierda tumefacta, y mirando a aquel hombre que, a su vez, buscaba sus ojos: rostro anguloso, afeitado, nariz atravesada y cabellos hirsutos. «Un hombre que, sin duda, nos va a hacer matar, decididamente, se parece a otro cualquiera.» König tendió la mano hacia su revólver, colocado sobre la mesa: no; cogía una caja de cigarrillos. Se la tendió a Kyo.

– Gracias. No fumo.

– Lo ordinario de la cárcel es detestable, como conviene. ¿Quiere usted desayunar conmigo?

Encima de la mesa: café, leche, dos tazas y unas rebanadas de pan.

– Pan solamente. Gracias. König sonrió.

– Es la misma cafetera para usted y para mí, ¿sabe?…

Kyo estaba decidido a la prudencia; por otra parte, König no insistía. Kyo permaneció de pie (no había silla), delante de la mesa, mordiendo su pan como un niño. Después de la abyección de la cárcel, todo era para él de una ligereza irreal. Sabía que su vida estaba en peligro; pero hasta morir era sencillo para quien volvía de donde él volvía. La humanidad de un jefe de policía le inspiraba poca confianza, y König continuaba alejado de él, como si hubiese sido separado de su cordialidad: está, un poco hacia adelante; él, un poco hacia atrás. Sin embargo, no era imposible que aquel hombre fuese cortés por indiferencia: de raza blanca, acaso hubiera sido conducido a aquel oficio por accidente o por codicia. Lo que deseaba Kyo, que no experimentaba hacia él ninguna simpatía, aunque hubiera querido contenerse, era librarse de la tensión con que le había extenuado la cárcel; acababa de descubrir que estar obligado a refugiarse por completo en sí mismo es casi atroz.

Sonó el teléfono.

– ¡Hola! -pronunció König-. Sí, Gisors, Kyoshi. [6] Perfectamente. Está conmigo. -Dijo a Kyo-: Preguntan si está usted todavía vivo.

– ¿Para qué me ha hecho usted venir?

– Creo que vamos a entendernos.

El teléfono, de nuevo.

– ¡Hola! No. Precisamente me dispongo a decirle que, de seguro, nos entenderemos. ¿Fusilado? Recuérdemelo. Vamos a ver.

Desde que Kyo había entrado, la mirada de König no se había apartado de la suya.

– ¿Qué piensa usted acerca de esto? -preguntó, volviendo a colgar el receptor.

– Nada.

König bajó los ojos y los volvió a levantar.

– ¿Quiere usted seguir viviendo?

– Según cómo.

– Se puede morir también de distintas maneras.

– Por lo menos, no le queda a uno la elección…

– ¿Usted cree que se elige siempre la manera de vivir?

König pensaba en sí mismo. Kyo estaba decidido a no ceder en nada que fuese esencial; pero, de ningún modo deseaba exasperarle.

– No sé. ¿Y usted?

– Me han dicho que es usted comunista por dignidad. ¿Es cierto?

Kyo no comprendió, al principio. Intrigado por la espera del teléfono, se preguntaba qué significaba aquel singular interrogatorio. Al fin:

– ¿Le interesa a usted eso, realmente? -preguntó.

– Más de lo que usted pudiera creer.

No había amenaza en la entonación, sino en la frase. Kyo respondió:

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[6] Kyo es una abreviatura.

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