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Como para confirmar lo que Katow acababa de decir, la puerta de la casa enemiga se abrió (los dos corredores estaban el uno enfrente del otro); inmediatamente, la crepitación de una ametralladora avisó a los comunistas. «Viene por los tejados», pensó Katow.

– ¡Por aquí!

Eran sus ametralladoras las que avisaban. Hemmelrich y él salieron corriendo y lo comprobaron: la ametralladora enemiga, sin duda protegida por un blindaje, disparaba sin interrupción. No había comunistas en el corredor de la Permanencia, puesto que se encontraba bajo los disparos de su propia ametralladora, que, desde lo más alto de la escalera, la dominaba, impidiendo la entrada a sus adversarios. Pero el blindaje, entonces, protegía a éstos. Era preciso, no obstante, ante todo, mantener el fuego. El apuntador había caído a un lado, muerto sin duda; era el artillero quien había gritado. Vigilaba y apuntaba, aunque con lentitud. Las balas hacían saltar los trozos de maderas de las escaleras, el yeso de las paredes, y, con sonidos sordos, entre silencios de una rapidez desconocida, indicaban que algunas entraban en la carne del vivo y del muerto. Hemmelrich y Katow se adelantaron. «¡Tú no!», aulló el belga. De un puñetazo en la barbilla, hizo rodar a Katow por el corredor, y saltó al puesto del apuntador. El enemigo disparaba ahora un poco más bajo. No por mucho tiempo. «¿Hay todavía vendas?», preguntó Hemmelrich. En lugar de responder, el ayudante cayó de cabeza y rodó toda la escalera. Y Hemmelrich se dio cuenta de que no sabía manejar una ametralladora.

Volvió a subir de un salto: se sintió herido en un ojo y en una pantorrilla. En el corredor, por encima del ángulo del tiroteo enemigo, se detuvo: su ojo sólo había sido alcanzado por un trozo de yeso arrancado por una bala; la pantorrilla sangraba -otra bala, en la superficie-. Ya estaba en la habitación donde Katow, resistiéndose, atraía con una mano hacia sí el colchón (no para protegerse, sino para ocultarse) y sostenía en la otra un paquete de granadas: sólo éstas, si estallaban muy cerca, obrarían contra el blindaje.

Había que lanzarlas por la ventana al corredor enemigo. Katow había colocado otro paquete detrás de él; Hemmelrich lo cogió y lo lanzó, al mismo tiempo que Katow, por encima del colchón. Katow se encontró de nuevo en el suelo, derribado por las balas, como si lo hubiese sido por sus propias granadas: cuando las cabezas y los brazos habían aparecido por encima del colchón, habían disparado sobre ellos desde todas las ventanas -aquel crujido como de cerillas, tan próximo, ¿no procedía de sus piernas?-, se preguntaba Hemmelrich, que se había agachado a tiempo. Las balas continuaban entrando, pero el muro protegía a los dos hombres, ahora que habían caído: la ventana no se abría más que a sesenta centímetros del suelo. A pesar de los tiros de fusil, Hemmelrich tenía una sensación de silencio, pues las dos ametralladoras estaban muertas. Avanzó sobre los codos hacia Katow, que no se movía; le tiró de los hombros. Fuera del campo de tiro, ambos se contemplaron en silencio: a pesar del colchón y de las defensas que cubrían las ventanas, la luz del día invadía ahora la habitación. Katow se desvanecía, con el muslo agujereado, con una mancha roja que aumentaba sobre la baldosa como sobre un papel secante. Hemmelrich oyó todavía a Suen, que gritaba: «¡El cañón!» Luego, una detonación enorme, sorda, y, en el instante en que levantaba la cabeza, un choque en la base de la nariz. Se desvaneció, a su vez.

Hemmelrich volvió en sí poco a poco, ascendiendo de las profundidades hacia aquella superficie de silencio, tan extraña, que le pareció que le reanimaba: el cañón no disparaba ya. El muro había sido demolido oblicuamente. En el suelo cubierto de escombros y de restos, Katow y los otros estaban desvanecidos o muertos. Tenía mucha sed y fiebre. Su herida de la pantorrilla no era grave. Arrastrándose, llegó hasta la puerta, y, en el corredor, se levantó, pesadamente, apoyado en la pared. Salvo en la cabeza, donde le había alcanzado un trozo de mampostería, su dolor era difuso; agarrado a la rampa, descendió, no por la escalera de la calle, donde, sin duda, continuaba esperando el enemigo, sino por la del patio. Ya no disparaban. Las paredes del corredor de entrada tenían unos huecos donde estaban colocadas antes unas mesas. Se escondió en el primero y miró al patio.

A la derecha de una casa que parecía abandonada (aunque tenía la seguridad de que no lo estaba), había un cobertizo de hierro; a lo lejos, una casa de cuernos y una hilera de postes que se perdían, repitiéndose, en el campo que no volvería a ver más. Las alambradas, enmarañadas a través de la puerta, rayaban de negro aquel espectáculo muerto y el día gris, como grietas en la loza. Una sombra apareció detrás, una especie de oso: un hombre, de frente, con la espalda encorvada, comenzó a agarrarse a los alambres.

Hemmelrich no tenía ya balas. Contemplaba a aquella masa que pasaba de un alambre a otro antes de que él pudiera prever su movimiento (los alambres aparecían con claridad en la luz, aunque sin perspectiva). Se agarraba: volvía a caer: se agarraba de nuevo, como un insecto enorme. Hemmelrich se acercó, a lo largo del muro. Estaba claro que el hombre iba a pasar; en aquel momento, no obstante, entorpecido, trataba de desenredarse la alambrada, prendida a sus ropas, con un gruñido extraño; le parecía a Hemmelrich que aquel monstruoso insecto podía quedarse allí para siempre, enorme y encogido, suspendido en aquel día gris. Pero la mano se irguió, destacada y negra, abierta, con los dedos separados, para agarrar otro alambre y el cuerpo reanudó su movimiento.

Aquello era el final. Detrás, la calle y la ametralladora. Arriba, Katow y sus hombres, por el suelo. Aquella casa desierta, enfrente, con toda seguridad estaba ocupada, sin duda, por algunos ametralladores que todavía tenían balas. Si salía, los enemigos le dispararían a las rodillas para cogerle prisionero (sintió, de pronto, la fragilidad de aquellos huesecillos, las rótulas…). Al menos, quizá matase a aquél.

El monstruo, mixto de oso, hombre y araña, continuaba desenredándose de los alambres. Al lado de su masa negra, una línea de luz marcaba la arista de su pistola. Hemmelrich se sentía, en el fondo de un agujero, menos fascinado por aquel ser que con tanta lentitud se aproximaba como la muerte misma, que por todo cuanto le seguía, todo lo que iba una vez más a aplastarle, como la tapa de un ataúd cerrado sobre un ser vivo; aquello era todo lo que había ahogado su vida de todos los días, que volvía allí para aplastarle de un golpe. «Me han apisonado durante treinta años, y ahora me van a matar.» No era sólo su propio sufrimiento el que se aproximaba; era el de su mujer despedazada, el de su hijo enfermo asesinado; todo se entremezclaba en una niebla de sed, de fiebre, de odio. De nuevo, sin mirarla, vio la mancha de sangre de su mano izquierda. No como una quemadura, ni como una molestia: sencillamente, sabía que estaba allí y que el hombre iba a salir, por fin, de las alambradas. Aquel hombre que pasaba el primero no era por el dinero por lo que acababa de matar a los que se arrastraban allá arriba, sino por una idea, por una fe: a aquella sombra, detenida ahora ante la maraña de alambres, Hemmelrich la odiaba hasta en su pensamiento: no era bastante que aquella raza de afortunados le asesinasen; era preciso, además, que creyesen tener razón. La silueta, con el cuerpo ahora erguido, estaba prodigiosamente empinada hacia el patio gris, sobre los hilos telegráficos que se sumergían en la paz ilimitada de la mañana lluviosa de primavera. Desde una ventana, se elevó un grito de llamada, al cual respondió el hombre; su respuesta llenó el corredor y rodeó a Hemmelrich. La línea de luz de la pistola desapareció dentro de la funda y fue sustituida por una barra plana, casi blanca en aquella oscuridad: el hombre sacaba su bayoneta. Ya no era un hombre, era todo aquello por lo cual había sufrido Hemmelrich hasta entonces. En el corredor oscuro, con aquellas ametralladoras emboscadas más allá de la puerta y aquel enemigo que se aproximaba, el belga se volvía loco de odio. «Ellos nos habrán estado reventando durante toda nuestra vida; pero éste lo pagará, lo pagará…» El hombre se acercaba, paso a paso, con la bayoneta hacia adelante. Hemmelrich se acurrucó, y vio en seguida agrandarse la silueta y disminuir el torso por encima de las piernas, fuertes como estacas. En el instante en que la bayoneta llegaba por encima de su cabeza, se levantó, se agarró con la mano derecha al cuello del hombre, y apretó. A causa del encuentro, la bayoneta había caído. El cuello era demasiado grueso para una sola mano; el pulgar y las yemas de los otros dedos se hundían convulsivamente en la carne, más bien que detener la respiración; pero la otra mano, impulsada por la locura, frotaba con furor en el rostro anhelante. «¡Tú la borrarás! ¡Tú la borrarás!» El hombre se tambaleaba. Por instinto, se agarró al muro. Hemmelrich le golpeó la cabeza contra aquel muro, con toda su fuerza, y se agachó un segundo; el chino sintió que un cuerpo enorme entraba en él y le desgarraba los intestinos; la bayoneta. Abrió las dos manos, se las llevó al vientre, con un gemido agudo, y cayó, con los brazos hacia adelante, entre las piernas de Hemmelrich; luego, se aflojó de pronto. Sobre su mano abierta, cayó una gota de sangre de la bayoneta y luego otra. Como si aquella mano, manchada de segundo en segundo, le hubiese vengado, Hemmelrich se atrevió, por fin, a mirar la suya, y comprendió que la mancha de sangre se había borrado desde hacía dos horas.

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