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Entretanto, Chen caminaba a lo largo del muelle con una cartera debajo del brazo, cruzándose con los europeos uno a uno, cuyas fisonomías conocía: a aquella hora, casi todos iban a beber y a reunirse en el bar de Shanghai-Club o en los de los hoteles vecinos. Una mano se apoyó suavemente sobre su hombro, por detrás. Se sobresaltó, echó mano al bolsillo interior, donde llevaba el revólver.

– Hace mucho tiempo que no nos hemos visto, Chen… ¿Quiere usted…?

Se volvió; era el pastor Smithson, su primer maestro. Reconoció en seguida su hermoso rostro de americano, un poco piel-roja, tan estragado ahora.

– ¿… que caminemos juntos?

– Sí.

Chen prefería, para mayor seguridad e ironía, caminar en compañía de un blanco: llevaba una bomba en su cartera. La americana correcta que vestía aquella mañana le daba la impresión de que hasta su pensamiento estaba cohibido; la presencia de un acompañante completaba aquel disfraz -y, por una oscura superstición, no quería al pastor-. Había contado los coches durante un minuto, aquella mañana, para saber (par o impar) si obtendría éxito: respuesta favorable. Estaba exasperado contra sí mismo. Por lo tanto, hablar con Smithson era sustraerse a su irritación.

Ésta no escapaba al pastor; pero se hizo el desentendido:

– ¿Sufre usted, Chen?

– No.

Guardaba afecto a su antiguo maestro, aunque no exento de rencor.

El viejo pasó el brazo por debajo del suyo.

– Rezo por usted todos los días, Chen. ¿Qué ha encontrado, en lugar de la fe que abandonó?

Le miraba con una afección profunda, que, sin embargo, no tenía nada de paternal, como si se ofreciese. Chen vaciló.

– … No soy de esos de quienes se ocupa la felicidad.

– No sólo existe la felicidad, Chen; existe también la paz.

– No. Para mí, no.

– Para todos…

El pastor cerró los ojos, y Chen recibió la impresión de tener debajo de su brazo el de un ciego.

– Yo no busco la paz. Busco… lo contrario.

Smithson le miró, sin dejar de andar.

– Tenga cuidado con la soberbia.

– ¿Quién le dice que yo no haya encontrado mi fe?

– ¿Qué fe política acabará con el sufrimiento del mundo?

– Prefiero disminuirlo a buscarle explicación. El tono de su voz está lleno de… humanitarismo. No me gusta el humanitarismo que está hecho con la contemplación del sufrimiento.

– ¿Está usted seguro de que hay otro, Chen?

– Aguarde. Eso es difícil de explicar… Hay otro, que, al menos, no sólo está hecho de él.

– Qué fe política destruirá la muerte…

El tono del pastor no era de interrogación; de tristeza, más bien. Chen se acordó de su entrevista con Gisors, al que no había vuelto a ver. Gisors había puesto su inteligencia a su propio servicio, y no al de Dios.

– Ya le he dicho que no busco la paz.

– La paz…

El pastor calló. Caminaban.

– Mi pobre muchacho -continuó luego-, cada uno conoce sólo su propio dolor. -Su brazo oprimía el de Chen-. ¿Cree usted que toda la vida, realmente religiosa, no es una conversión cada día?…

Ambos miraban a la acera y parecían no estar ya en contacto más que por los brazos, «… de cada día…», repitió el pastor, con una fuerza cansada, como si aquellas palabras no fueran más que el eco de una obsesión. Chen no respondía. Aquel hombre hablaba de sí mismo y decía la verdad. Como él, aquél vivía su pensamiento; era otra cosa que un andrajo ávido. Bajo el brazo izquierdo, la cartera con la bomba; bajo el brazo derecho, aquel brazo opresor. «… una conversión de cada día…»

Aquella confidencia de índole secreta prestaba al pastor una perspectiva súbita y patética. Tan próximo al crimen, Chen se sentía acorde con toda angustia.

– Todas las noches, Chen, rezaré para que Dios le libre de la soberbia. (Rezo, sobre todo, de noche; ésta es favorable al rezo.) Si le concede la humildad, estará usted salvado. Ahora encuentro y sigo su mirada, que no podía encontrar antes…

Era con su sufrimiento, y no con sus palabras, con lo que Chen había entrado en comunión: aquella última frase; aquella frase de pescador que cree oler el pescado producía en él una cólera que subía penosamente, sin suprimir por completo una furtiva piedad. Ya no comprendía, en absoluto, sus sentimientos.

– Escuche usted bien -dijo-. Dentro de dos horas, mataré.

Fijó la mirada en los ojos de su acompañante, esta vez. Sin motivo, elevó hacia su rostro la mano derecha, que temblaba, y la crispó junto a la solapa de su americana correcta.

– ¿Sigue usted encontrando mi mirada?

No. Estaba solo. Todavía solo. Su mano abandonó la americana y se aferró a la solapa de la del pastor, como si hubiera querido sacudirle; éste puso la mano sobre la suya. Permanecían así, en medio de la acera, inmóviles, como dispuestos a luchar. Un transeúnte se detuvo: un blanco, y creyó que era un altercado.

– Eso es una atroz mentira -dijo el pastor, a media voz.

El brazo de Chen volvió a caer. Ni siquiera podía reír. «¡Una mentira!», gritó al transeúnte. Éste se encogió de; hombros y se alejó. Chen se volvió, de pronto, y se fue, casi corriendo.

Encontró, por fin, a sus dos compañeros, a menos de dos kilómetros. «Muy buena facha», con sus sombreros hendidos y sus trajes de empleados, elegidos para justificar sus carteras, una de las cuales contenía una bomba y la otra unas granadas. Suen -nariz aguileña, chino con tipo de piel-roja- pensaba; no miraba nada; Pei… Nunca se había dado cuenta Chen, antes, hasta qué punto aquel semblante parecía el de un adolescente. Las gafas redondas de concha le acentuaban, quizá, la juventud. Partieron y llegaron a la avenida de las Dos Repúblicas; con todas las tiendas abiertas, recuperada su vida, bajo el cielo turbio.

El auto de Chiang Kaishek llegaría a la avenida por una estrecha calle perpendicular. Disminuiría la velocidad para dar la vuelta. Había que verlo venir y arrojar la bomba cuando aminorara la marcha. Pasaba todos los días, de una a una y cuarto: el general comía a la europea. Era preciso, pues, que el que vigilase la calle, en cuanto viese el auto, hiciese seña a los otros dos. La presencia de un comerciante de antigüedades, cuyo almacén se abría precisamente enfrente de la calle, le ayudaría, a no ser que el hombre perteneciese a la policía. Chen quería vigilar por sí mismo. Situó a Pei en la avenida, muy cerca del sitio donde el auto terminaría la curva, antes de reanudar la velocidad: a Suen, un poco más lejos. Él, Chen, avisaría y arrojaría la primera bomba. Si el auto no se detenía, alcanzado o no, los otros dos arrojarían sus bombas, a su vez. Si se detenía, irían hacia él: la calle era demasiado estrecha para que diese la vuelta. Allí, el fracaso era posible: si erraban el golpe, los guardias, que iban de pie en el estribo, harían fuego para impedir que alguien se acercase.

Chen y sus compañeros debían ya separarse. Seguramente, habría espías entre la multitud, sobre todo, en el camino seguido por el auto. Desde un pequeño bar chino, Pei iba a acechar la seña de Chen; desde más lejos, Suen esperaría a que Pei saliese. Quizá uno de los tres, por lo menos, quedase muerto. Chen, sin duda. No se atrevían a decirse nada. Se separaron sin estrecharse siquiera la mano.

Chen entró en la tienda del anticuario y pidió que le enseñasen unos bronces pequeños de las excavaciones. El comerciante sacó de un cajón un gran puñado de cajitas de raso violeta, colocó sobre la mesa su mano erizada de cubos y empezó a ordenarlos. No era un shanghayano, sino un chino del Norte o del Turquestán: su bigote y su barba eran ralos y flojos; sus ojos embridados eran los de un musulmán de la clase baja, y su boca era obsequiosa; pero no así su semblante sin aristas, de macho cabrío, con la nariz achatada.

El que denunciase a un hombre encontrado al paso del general con una bomba recibiría una fuerte suma de dinero y muchas consideraciones entre los suyos. Y aquel burgués rico quizá fuese un partidario sincero de Chiang Kaishek.

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