– ¿Hace mucho tiempo que está usted en Shanghai? -preguntó a Chen. ¿Quién podría ser aquel cliente singular? Su cortedad, su ausencia de abandono, de curiosidad hacia los objetos expuestos, le inquietaban. Acaso aquel joven no tuviese costumbre de llevar los trajes europeos. Los gruesos labios de Chen, a pesar de su perfil agudo, le hacían simpático. ¿Sería hijo de algún campesino rico del interior? Pero los grandes colonos no coleccionaban bronces antiguos. ¿Compraría para algún europeo? No era un boy ni un corredor -y, si era aficionado, miraba los objetos que se le enseñaban con muy poco interés: parecía que estuviese pensando en otra cosa.
Porque ya Chen vigilaba la calle. Desde aquella tienda, podía distinguir a doscientos metros de distancia. ¿Durante cuánto tiempo vería el auto? Pero, ¿cómo calcular, bajo la curiosidad de aquel imbécil? Ante todo, había que responder. Permanecer silencioso, como había hecho hasta entonces, era estúpido.
– Vivía en el interior -dijo-, y he sido echado por la guerra.
El otro iba a preguntar de nuevo. Chen comprendía que le inquietaba. El comerciante se preguntaba ahora si sería un ladrón que había ido a examinar su almacén para saquearlo durante los próximos desórdenes. Sin embargo, aquel joven no deseaba ver los mejores objetos. Sólo bronces o hebillas de zorro, y de un precio moderado. A los japoneses les gustaban los zorros; pero aquel cliente no era japonés. Había que continuar interrogándole con habilidad.
– ¿Habitaba usted, sin duda, en el Hupé? Dicen que la vida se ha hecho muy difícil en las provincias del centro.
Chen se preguntó si le convendría hacerse algo el sordo. No se atrevió, por temor a parecer más extraño aún.
– Ya no vivo ahí -respondió solamente. Su tono y la estructura de sus frases, aun en chino, tenían no se sabía qué de breves: expresaban directamente su pensamiento, sin emplear los giros usuales. Pero pensó en la compra.
– ¿Cuánto? -preguntó, señalando con el dedo uno de esos broches de zorro que se encuentran en gran número dentro de las tumbas.
– Quince dólares.
– Ocho me parecería un buen precio…
– ¿Por un objeto de esta calidad? ¿Cómo puede usted creer eso?… Tenga en cuenta que yo he pagado diez… Fije usted mismo mi beneficio.
En lugar de responder, Chen miraba a Pei, que estaba sentado ante una mesita, en el bar abierto, con un juego de luces sobre los cristales de sus gafas. Éste no le veía, sin duda a causa del cristal del almacén de antigüedades. Pero lo vería salir.
– No pagaría más si fuese nuevo -dijo, como si hubiese expresado la resolución de una meditación-. Y, aun así, lo pensaría mucho.
Las fórmulas, en aquel dominio, eran rituales, y las empleaban sin trabajo.
– Ésta es mi primera venta de hoy -respondió el anticuario-. Quizá deba aceptar esa pequeña pérdida de un dólar, porque cerrar el primer trato emprendido es un presagio favorable…
La calle estaba desierta. Un pousse la atravesó, a lo lejos. Otro. Aparecieron dos hombres. Un perro. Una bicicleta. Los hombres volvieron hacia la derecha; el pousse había atravesado. La calle quedaba desierta, de nuevo; sólo el perro…
– ¿No dará usted, siquiera, 9 dólares y medio?
– Sólo por expresarle la simpatía que usted me inspira.
Otro zorro de porcelana. Nuevo regateo. Chen, después de su compra, inspiraba más confianza. Había adquirido el derecho a reflexionar: pagaba el precio que ofrecía, el que correspondía sutilmente a la calidad del objeto; su respetable meditación de ningún modo debía ser turbada. «El auto, en esta calle, avanza a 40 kilómetros por hora; más de un kilómetro en dos minutos. Lo veré durante poco menos de un minuto. Es poco. Es preciso que Pei no quite ya los ojos de esta puerta…» Ningún auto pasaba por aquella calle. Algunas bicicletas… Preguntó por una hebilla de cinturón, de jade; no aceptó el precio del vendedor, y dijo que volvería sobre el asunto más tarde. Uno de los dependientes llevó té. Chen compró una cabecita de zorro, de cristal, por la que el comerciante no pedía más que tres dólares. Sin embargo la desconfianza del tendero no había desaparecido por completo.
– Tengo otros objetos preciosos, muy auténticos, con unos zorros muy bonitos. Pero son unos objetos de gran valor, y no los guardo en el almacén. Podríamos convenir una cita.
Chen no decía nada.
– … en rigor, enviaría a mis dependientes, para que fueran a buscarlos…
– No me interesan los objetos de gran valor. Desgraciadamente no soy lo bastante rico.
No era, pues, un ladrón; ni siquiera quería verlos. El anticuario le enseñaba de nuevo la hebilla de cinturón de jade, con una delicadeza de manipulador de momias; pero, a pesar de las palabras, que pasaban, una a una, por entre sus labios de terciopelo gelatinoso, a pesar de sus ojos codiciosos, su cliente permanecía indiferente, lejano… Era él, sin embargo, quien había elegido aquella hebilla. La compra es una colaboración, como el amor; el comerciante hacía el amor con una hebilla. ¿Por qué compraría aquel hombre? De pronto, lo adivinó: era una de esas personas pobres que se dejan seducir puerilmente por las prostitutas japonesas de Tchapei. Ellas rinden culto a los zorros. Aquel cliente los compraba para alguna camarera o falsa geisha; si le resultaban tan indiferentes, era porque no los compraba para él. (Chen no cesaba de imaginarse la llegada del auto y la rapidez con que debía abrir su cartera, sacar de ella la bomba y arrojarla.) Pero bien sabía que a las geishas no les gustan los objetos de las excavaciones… Quizá hiciesen una excepción, tratándose de zorritos. El joven había comprado también un objeto de cristal y otro de porcelana…
Abiertas o cerradas, las cajas minúsculas estaban diseminadas sobre la mesa. Los dos dependientes miraban, acodados en ella. Uno de ellos, muy joven, se había apoyado sobre la cartera de Chen; como se balancease con una pierna sobre la otra, la echaba hacia fuera de la mesa. La bomba estaba en la parte derecha, a tres centímetros del borde.
Chen no podía moverse. Por fin extendió el brazo y atrajo la cartera hacia sí, sin la menor dificultad. Ninguno de aquellos hombres había sentido la muerte ni el atentado frustrado; nada: una cartera que un dependiente balancea y que su propietario atrae hacia sí… Y, de pronto, todo le pareció extraordinariamente fácil a Chen. Ni las cosas, ni siquiera los actos existían: todo son sueños que se oprimen, porque les damos nuestra fuerza, aunque también podemos muy bien negársela… En aquel instante, oyó la bocina del auto: Chiang Kaishek.
Cogió la cartera como un arpa, pagó, se introdujo los dos paquetitos en el bolsillo y se dispuso a salir.
El comerciante le seguía, con la hebilla de cinturón, que, no había querido comprar, en la mano.
– Éstos son los objetos de jade que particularmente gustan a las señoras japonesas.
¡Le dejaría tranquilo ese imbécil!
– Ya volveré.
¿Qué comerciante no conoce la fórmula? El auto se acercaba, mucho más de prisa que de ordinario, según le pareció a Chen, precedido del Ford de la guardia.
Avanzando hacia ellos, el auto sacudía sobre los adoquines a los dos pesquisantes, agarrados a sus estribos. El Ford pasó. Chen, detenido, abrió su cartera y dejó caer la mano sobre la bomba, envuelta en un periódico. El comerciante, deslizó, sonriendo, la hebilla de cinturón en el bolsillo vacío de la cartera abierta. Era el más alejado de él. Entorpeció así los dos brazos de Chen.
– Pagará usted por él lo que quiera.
– ¡Váyase!
Estupefacto ante aquel grito, el anticuario miró a Chen, también con la boca abierta.
– ¿No estará usted un poco enfermo? -Chen ya no veía nada, blanco como si fuera a desvanecerse: el auto pasaba.
No había podido sustraerse a tiempo al movimiento del anticuario. «Este cliente se va a poner malo», pensó el comerciante. Se esforzó por sostenerlo. De un golpe, Chen abatió los dos brazos que se extendían hacia él, y echó a andar hacia adelante. El dolor detuvo al comerciante. Chen iba casi corriendo.