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– ¡Mi placa! -gritó el comerciante-. ¡Mi placa!

Continuaba dentro de la cartera. Chen no comprendía nada. Cada uno de sus músculos y hasta el más fino de sus nervios esperaban una detonación que llenaría la calle, que se perdería pesadamente bajo el cielo tan próximo. Nada. El auto había dado la vuelta, y hasta, sin duda alguna, había dejado atrás ya a Suen. Y aquel bruto continuaba allí. ¿Qué habían hecho los otros? Chen comenzaba a correr. «¡A ése!», gritó el anticuario. Aparecieron otros comerciantes. Chen comprendió. De rabia, sintió deseos de huir con aquella placa y abandonarla en cualquier parte. Pero de nuevo se acercaban más curiosos. La arrojó al rostro del anticuario, y se dio cuenta de que no había vuelto a cerrar su cartera. Después de haber pasado el auto, había quedado abierta, ante los ojos de aquel cretino y de los transeúntes, con la bomba visible, no protegida ya por el papel, que se había deslizado. Volvió a cerrar, por fin, la cartera con prudencia (habría sido preciso cerrarla con fuerza; luchaba enérgicamente contra sus nervios). El comerciante volvía apresuradamente a su almacén. Chen reanudó su carrera.

– ¿Qué? -dijo a Pei, en cuanto lo hubo alcanzado.

– ¿Y tú?

Se miraron, anhelantes, queriendo cada uno escuchar primero al otro. Suen, que se acercaba, los veía así, trabados en una inmovilidad llena de vacilaciones y de veleidades, de perfil Sobre las cosas borrosas; la luz, muy fuerte a pesar de las nubes, destacaba el perfil de gavilán bonachón de Chen y la cabeza redonda de Pei; aislaba a aquellos dos personajes de manos temblorosas, plantados sobre sus sombras cortas de comienzo de la tarde, entre los transeúntes atareados e inquietos. Los tres continuaban con sus carteras: era prudente no permanecer allí durante mucho tiempo. Los restaurantes no eran seguros. Y ellos se habían reunido y separado demasiadas veces en aquella calle, ya. ¿Por qué? No había pasado nada…

– A casa de Hemmelrich -dijo, sin embargo, Chen. Se introdujeron en unas callejuelas.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Suen.

Chen se lo explicó. Pei también se había aturdido cuando había visto que Chen no abandonaba solo el almacén del anticuario. Se había dirigido hacia su puesto de lanzamiento, a algunos metros de la esquina. En Shanghai hay la costumbre de conducir por la izquierda; de ordinario, el auto daba la vuelta acortando, y Pei se había situado en la acera de la izquierda para arrojar su bomba desde cerca. Ahora bien, el auto iba de prisa; no había coches en aquel momento en la avenida de las Dos Repúblicas. El chófer había dado la vuelta por el camino más largo; se había aproximado, pues, a la otra acera, y Pei se había encontrado separado de él por un pousse.

– Tanto peor para el pousse -dijo Chen-. Hay otros millares de coolies que no pueden vivir más que de la muerte de Chiang Kaishek.

– Habría errado el golpe.

Suen no había arrojado sus granadas porque la abstención de sus camaradas le había hecho suponer que el general no iba en el coche.

Avanzaban en silencio entre los muros, que el cielo amarillento y cargado de bruma tomaba pálidos, en una soledad miserable, acribillada de detritus y de hilos telegráficos.

– Las bombas están intactas -dijo Chen, a media voz-. Comenzaremos ahora de nuevo.

Pero sus dos compañeros estaban abrumados; los que han frustrado su suicidio rara vez lo intentan de nuevo. La tensión de sus nervios, que había sido extrema, se tornaba demasiado débil. A medida que avanzaban, el aturdimiento cedía el puesto en ellos a la desesperación.

– La culpa ha sido mía -dijo Suen.

Pei repitió:

– La culpa ha sido mía.

– Basta -dijo Chen, fatigado. Reflexionaba, mientras seguía aquella marcha miserable. No había que intentarlo otra vez de la misma manera. Aquel plan era malo; pero resultaba difícil imaginar otro. Había pensado que… Llegaban a casa de Hemmelrich.

Desde el fondo de su tienda, Hemmelrich oía una voz que hablaba en chino, otras dos que respondían. Sus timbres; sus ritmos inquietos le habían hecho prestar atención. «Ya ayer -pensó- vi pasearse por aquí a dos tipos que tenían cara como de padecer hemorroides tenaces, y que, seguramente, no estaban ahí por su gusto…» Le era difícil oír con claridad: por encima de las voces, no cesaba de gritar el niño. Pero las voces callaron, y unas sombras breves, sobre la acera, pusieron de manifiesto que allí había tres cuerpos. ¿La policía?… Hemmelrich se levantó, pensó en el poco temor que inspirarían a un agresor su nariz aplastada y sus hombros inclinados hacia adelante, de boxeador inutilizado, y fue hacia la puerta.

Antes de que su mano hubiese llegado al bolsillo, había reconocido a Chen. Se la tendió, en lugar de sacar el revólver.

– Vamos a la trastienda -dijo Chen.

Los tres pasaron delante de Hemmelrich. Éste los examinaba. Iban con una cartera cada uno, no negligentemente sostenida, sino oprimida por los músculos crispados del brazo.

– Aquí estamos -dijo Chen, en cuanto la puerta estuvo cerrada de nuevo-. ¿Puedes darnos hospitalidad por algunas horas? ¿A nosotros y a lo que traemos en nuestras carteras?

– ¿Unas bombas?

– Sí.

– No.

El chico, arriba, continuaba gritando. Sus gritos más dolorosos se habían convertido en sollozos, y a veces profería débiles cloqueos, como si gritase por distraerse -tanto más conmovedores-. Discos, sillas, grillo, eran hasta tal punto los mismos cuando Chen había ido allá después de matar a Tan-Yen-Ta, que Hemmelrich y él se acordaron a un tiempo de aquella noche. Chen no dijo nada, pero Hemmelrich lo adivinó.

– Las bombas -prosiguió-, no puedo en este momento. Si encuentran bombas aquí, matarán a la mujer y al chico.

– Bueno. Vámonos a casa de Shia. -Era el comerciante de lámparas al que había visitado Kyo la víspera de la insurrección-. A estas horas, no está allí más que el mozo.

– Compréndeme, Chen: el muchacho está muy malo, y la madre no está nada buena…

Miraba a Chen con las manos temblorosas.

– ¡Tú no puedes saber, Chen; tú no puedes saber la felicidad que tienes con ser libre!…

– Sí; lo sé.

Los tres chinos salieron.

«¡Dios santo, Dios santo, Dios santo! -pensaba Hemmelrich-. ¿No estaré nunca en su lugar?» Juraba para sí mismo con calma, como en ralentí. Y volvía a subir con lentitud a la habitación. Su china estaba sentada, con la mirada fija en el lecho, y ni siquiera se volvió.

– La señora ha sido muy buena hoy -dijo el niño-; casi no me ha hecho daño…

La señora era May. Hemmelrich se acordaba: «Mastoiditis, pobre amigo mío, habrá que romper el hueso…» Aquel muchacho, casi un nene, no tenía más vida que la que se necesita para sufrir. Habría que «explicárselo». ¿Explicarle qué? ¿Que era provechoso dejarse romper los huesos de la cara para no morir, para ser recompensado con una vida tan preciosa y delicada como la de su padre? «¡Puñetera juventud!», había dicho, durante veinte años. ¿Cuánto tiempo pasaría aún, antes de decir: «¡Puñetera vejez!», y para que le llegasen a aquel desdichado chico estas dos perfectas expresiones de la vida? El mes anterior, el gato se había dislocado una pata; había habido que sujetarlo, mientras el veterinario chino volvía a colocarle el miembro en su sitio, y el animal aullaba y se debatía; no comprendía nada; Hemmelrich sentía que el gato se creía torturado. Y el gato no era un niño, ni decía: «Casi no me ha hecho daño…» Volvió a bajar. El olor de los cadáveres, en los cuales se encarnizaban sin duda los perros, muy cerca, en aquellas callejuelas, entraba en el almacén, con un sol confuso. «No es sufrimiento lo que falta», pensó.

No se perdonaba su negativa. Como un hombre torturado que ha confesado secretos, sabía que volvería a obrar como había obrado, pero no se lo perdonaba. Había traicionado su juventud; traicionado sus deseos y sus sueños. ¿Cómo no traicionarlos? «Lo importante sería querer lo que se puede…» No quería más que lo que no podía: dar asilo a Chen y salir con él. Salir. Compensar, con no importaba qué violencia, por medio de las bombas, aquella vida atroz que le envenenaba desde que había nacido, que envenenaría del mismo modo a sus hijos. A sus hijos, sobre todo. Su sufrimiento, le era posible aceptarlo: estaba acostumbrado… El de los chicos, no. «Se ha vuelto muy inteligente, desde que está enfermo», había dicho May. Como por casualidad…

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