Salir con Chen; coger una de las bombas ocultas en la cartera, arrojarla. Era el buen sentido. Y hasta la única cosa que, en su vida actual, hubiera tenido un sentido. Treinta y siete años. Todavía viviría otros treinta años, quizá. ¿Cómo viviría? Aquellos discos en depósito, cuya miseria compartía con Lu-Yu-Shuen, y de los que ni uno ni otro podían vivir; y, cuando fuese viejo… Treinta y siete años; tan lejos como se remonta el recuerdo, según dice la gente; su recuerdo no tenía que remontarse: de un extremo al otro, no era más que miseria.
Mal alumno en la escuela: ausente un día de cada dos -su madre, para emborracharse tranquila, le obligaba a hacer su trabajo-. La fábrica: peón. Testarudo; en el regimiento, siempre en el calabozo. Y la guerra. Víctima de los gases. ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Por su país? Él no era belga; era un miserable. Pero en la guerra, se comía. Luego, desmovilizado, a la Indochina, por fin, de paso. «El clima apenas permite aquí las profesiones manuales…» Pero permitía que se reventase de disentería, muy particularmente a las personas conocidas por su testarudez. Había fracasado en Shanghai. ¡Las bombas, Dios santo, las bombas!
Tenía a su mujer; ninguna otra cosa le había dado la vida. Había sido vendida por doce dólares. Abandonada por el comprador, a quien no le gustaba ya, había ido a su casa con terror, para comer y para dormir; pero al principio no dormía, esperando de él la maldad de los europeos, de la que siempre le habían hablado. Él había sido bueno para ella. Volviendo poco a poco del fondo de su espanto, ella le había cuidado cuando había estado enfermo, había trabajado para él y soportado sus crisis de odio impotente. Se había aferrado a él con un amor de perro ciego y martirizado, sospechando que él era otro perro ciego y martirizado. Y ahora, estaba el chico. ¿Qué podía hacer con él? Apenas alimentarlo. No conservaba fuerzas más que para el dolor que le podía infligir; existía más dolor en el mundo que estrellas en el cielo; pero el peor de todos podía imponérselo a aquella mujer; abandonarla muriendo. Como aquel ruso hambriento, casi vecino suyo, que,, después de hacerse obrero, se había suicidado, un día de excesiva miseria, y cuya mujer, loca de rabia, había abofeteado el cadáver que la abandonaba, con cuatro chicos en los rincones de la habitación, uno de los cuales preguntaba: «¿Por qué os pegáis?»… Su mujer, su chico le impedían morir a él. Aquello no era nada. Menos que nada. Si hubiera poseído dinero; si hubiera podido dejárselo, habría sido libre para dejarse matar. Como si el universo no le hubiese tratado, a lo largo de la vida, dándole puntapiés en el vientre, le despojaba de la única dignidad que poseía, que hubiera podido poseer -su muerte-. Respirando, con la rebelión de toda cosa viviente, a pesar de la costumbre, el olor de los cadáveres que cada soplo del viento transportaba bajo el sol inmóvil, se penetraba de él con un horror satisfecho, obsesionado por Chen como por un amigo agonizante, y buscando -como si ello tuviera importancia- lo que dominaba en él: vergüenza, fraternidad o una envidia atroz.
Chen y sus compañeros habían abandonado de nuevo la avenida. Las plazas y las callejuelas estaban poco vigiladas: el auto del general no pasaba por allí. «Hay que cambiar de plan, pensaba Chen con la cabeza baja, mirándose sus zapatos, sufridos, que avanzaban bajo su vista, uno después del otro. ¿Amarrar el auto de Chiang Kaishek a otro auto, conducido en sentido inverso? Pero todo auto podía ser requisado por el ejército. Tratar de emplear la bandera de una legación para proteger el coche de que se sirvieran era inseguro, porque la policía conocía a los chóferes de los ministros extranjeros. ¿Interceptar el camino con una carreta? Chiang Kaishek iba siempre precedido del Ford de su guardia personal. Ante una detención sospechosa, los guardias y los policías de los estribos dispararían sobre cualquiera que intentara acercarse. Chen escuchó: desde hacía algunos instantes, sus compañeros hablaban.
– Muchos generales abandonarán a Chiang Kaishek, si saben que realmente corren el peligro de ser asesinados -decía Pei-. No hay fe más que entre nosotros.
– Sí -dijo Suen-; se hacen buenos terroristas con los hijos de los supliciados.
Ambos lo eran.
– Y, en cuanto a los generales que quedasen -añadió Pei-, aunque pudieran rehacer la China contra nosotros, la harían grande, porque la harían con su propia sangre.
– ¡No! -dijeron, a la vez, Chen y Suen. Ni el uno ni el otro ignoraban cuánto había aumentado el número de nacionalistas entre los comunistas, entre los intelectuales, sobre todo.
Pei escribía en una revista, que pronto sería suspendida, unos cuentos de una amargura dolorosamente satisfecha de sí misma, y unos artículos, el último de los cuales comenzaba así: «Hallándose amenazado el imperialismo, la China piensa solicitar su benevolencia una vez más y pedirle que sustituya por un anillo de níquel el anillo de oro que le ha remachado en la nariz…» Preparaba, además, una ideología del terrorismo. Para él, el comunismo era únicamente el verdadero medio de hacer que reviviese China.
– No quiero hacer una China -dijo Suen-; quiero hacer a los míos, con o sin ella. Los pobres. Por ellos es por quienes acepto el morir y el matar. Por ellos solamente…
Fue Chen el que respondió:
– Mientras tratemos de arrojar la bomba, no adelantaremos nada. Demasiadas probabilidades de fracaso. Y es preciso que acabemos hoy.
– Obrar de otro modo no es fácil -dijo Pei.
– Hay un medio.
Las nubes bajas y pesadas avanzaban en el mismo sentido que ellos, bajo la luz amarillenta del día, con un movimiento inseguro y, sin embargo, imperioso de destinos. Chen había cerrado los ojos para reflexionar, aunque continuaba caminando; sus camaradas esperaban, contemplando aquel a perfil curvo, que avanzaba, como de ordinario, a lo largo de los muros.
– Hay un medio. Y creo que no hay más que uno. No se debe arrojar la bomba, sino arrojarse uno debajo del auto con ella.
Continuaban la marcha, a través de las plazoletas, cubiertas de baches, donde los niños no jugaban ya. Los tres reflexionaban.
Llegaron. El dependiente los introdujo en la trastienda. Permanecían de pie, en medio de las lámparas, con las carteras debajo del brazo. Acabaron por dejarlas, prudentemente. Suen y Pei se agacharon, a la usanza china.
– ¿Por qué te ríes, Chen?
No reía; sonreía, muy lejos de la ironía que le atribuía la inquietud de Pei: estupefacto, descubría la euforia. Todo se volvía sencillo. Su angustia se había disipado. Sabía qué molestias turbaban a sus camaradas, a pesar de su valor: arrojar las bombas, aun de la manera más peligrosa, suponía obrar a la ventura; la resolución de morir era otra cosa; lo contrario, quizá. Comenzó a pasearse por la habitación. La trastienda sólo estaba iluminada por la luz del día que penetraba a través del almacén. Como el cielo estaba gris, reinaba allí una luz plúmbea, como la que precede a las tormentas; en aquella bruma sucia, sobre las panzas de las lámparas, unos efectos de luz brillaban como signos de interrogación invertidos y paralelos. La sombra de Chen, demasiado confusa para ser una silueta, avanzaba por encima de los ojos inquietos de los otros.
– Kyo tiene razón: lo que más nos falta es el sentido del hara-kiri. Pero el japonés que se mata corre el riesgo de convertirse en un dios, lo cual es el comienzo de la porquería. No: es preciso que la sangre recaiga sobre los hombres, y quede en ellos.
– Prefiero tratar de realizar -dijo Suen-, de realizar varios atentados, a decidir no intentar más que uno, puesto que después quedaría muerto.
Sin embargo, por debajo de aquellas palabras de Chen, vibrantes por su timbre de voz, más que por su sentido -cuando Chen expresaba su pasión en chino su voz adquiría una intensidad extrema-, una corriente atraía a Suen, con toda la atención embargada, sin que supiese hacia qué.