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– Los guardias rojos son obreros -dijo Possoz en chino.

Silencio.

– Si son guardias, es para la Revolución, no para ellos.

– Y para comer -dijo uno de los descargadores.

– Justo es que tengan sus raciones los que combaten. ¿Qué queréis hacer con ellas? ¿Jugároslas a les trente-six bêtes?

– Dárnoslas a todos.

– Ya no hay más que para algunos. El gobierno está decidido a emplear la mayor indulgencia con los proletarios, incluso cuando se equivocan. Si en todas partes se mata a la guardia roja, los generales y los extranjeros volverán a ocupar el poder, como antes, y ya sabéis bien lo que es eso. ¿Qué? ¿Es que es eso lo que queréis?

– Antes, se comía.

– No -dijo Kyo a los obreros-, antes no se comía. Lo sé, he sido docker. Y es preferible morir, siempre que sea para convertirse en hombres.

Lo blanco de todos aquellos ojos, donde se reflejaba la débil luz, se agrandó imperceptiblemente; trataban de ver mejor a aquel tipo de aspecto japonés, con tricota, que hablaba con el acento de las provincias del Norte y que pretendía y se jactaba de haber sido coolie.

– Promesas -respondió uno de ellos, a media voz.

– Sí -dijo otro-. Sobre todo, tenemos derecho a declaramos en huelga y a morirnos de hambre. Mi hermano está en el ejército. ¿Por qué se ha echado de su división a los que han pedido la formación de las uniones de soldados?

El tono de voz subía.

– ¿Creéis que la Revolución rusa se hizo en un solo día? -preguntó Possoz.

– Los rusos han hecho lo que han querido.

Inútil discutir: sólo se trataba de saber cuál era la profundidad de la sublevación.

– El ataque a la guardia roja es un acto contrarrevolucionario, punible con la pena de muerte. Ya lo sabéis.

Una pausa.

– Si se os dejase en libertad, ¿qué haríais?

Se miraron unos a otros. La sombra no permitía ver la expresión de los semblantes. A pesar de las pistolas y de las esposas, Kyo presentía que se aproximaba la atmósfera de la porfía china, que con tanta frecuencia había encontrado en la Revolución.

– ¿Con trabajo? -preguntó uno de los prisioneros.

– Cuando lo haya.

– Entonces, entretanto, si la guardia roja nos impide que comamos, atacaremos a la guardia roja. Yo no había comido, desde hacía tres días, absolutamente nada.

– ¿Es verdad que se come en la cárcel? -preguntó uno de los que no habían dicho nada.

– Ya lo verás.

Possoz llamó, sin añadir nada, y los milicianos se llevaron a los detenidos.

– Es estúpido -pronunció, en francés esta vez-; comienzan a creer que en la cárcel se los alimenta con peritas en dulce.

– ¿Por qué no has insistido más en tratar de convencerlos, puesto que los habías hecho subir?

Possoz se encogió de hombros abrumado.

– Muchacho, los he hecho subir porque siempre espero que me digan alguna otra cosa. Y, sin embargo, están los otros, los mozos que trabajan quince y dieciséis horas al día, sin presentar una sola reivindicación, y que lo harán hasta que estemos tranquilos, comme que comme.

La expresión suiza sorprendió a Kyo. Possoz sonrió, y sus dientes, como los ojos de los descargadores antes, brillaron en la luz turbia, bajo la línea confusa del bigote.

– Tienes la suerte de haber conservado unos dientes como ésos, con la vida que se hace en campaña.

– No, muchacho, ni mucho menos: no es más que un aparato que me pusieron en Chang-Cha. Los dentistas no parecen haber sido perjudicados por la Revolución. ¿Y tú? ¿Eres delegado? ¿Qué es lo que haces aquí?

Kyo se lo explicó, sin hablar de Chen. Possoz le escuchaba, cada vez más inquieto.

– Todo eso, muchacho, es muy posible, y, además, es una lástima. He trabajado en los relojes durante quince años: sé lo que es eso de los engranajes, que dependen unos de otros. Si no se tiene confianza en la Internacional, no hay para qué ser del Partido.

– La mitad de la Internacional opina que debemos crear los soviets.

– Hay una línea general que nos dirige; es preciso seguir.

– ¡Y entregar las armas! Una línea de conducta que nos obliga a disparar sobre el proletariado es, necesariamente, mala. Cuando los campesinos se apoderan de las tierras, los generales tratan ahora de comprometer algunas tropas comunistas en la represión. ¿Sí o no? ¿Aceptarías tú el disparar contra los campesinos?

– Muchacho, eso no es perfecto: dispararía al aire, y es probable que sea eso lo que hagan los compañeros. Preferiría que eso no ocurriera. Pero la cosa no es primordial.

– Comprendo, querido: es como si yo viese a un individuo que te estuviese apuntando, y mientras se discutiese el peligro de las balas de revólver… Chiang Kaishek no puede hacer otra cosa que asesinarnos. Y pasará, después, como con los generales de aquí, nuestros «aliados». Y serán lógicos. Nos dejaremos asesinar todos, sin mantener siquiera la dignidad del Partido, al que llevamos todos los días al burdel, con un montón de generales, como si fuese ése su puesto…

– Si cada uno obra a su gusto, todo se va al diablo. Si la Internacional tiene éxito gritarán: ¡bravo!; y, sin embargo, no se tendría razón. Pero si le tiramos de las piernas, fracasará seguramente, y lo esencial es que triunfe… Y que se haya hecho a los comunistas que disparen sobre los campesinos, sé muy bien que se dice. Pero, ¿estás seguro de eso, lo que se llama verdaderamente seguro? No lo has visto por ti mismo, y, a pesar de todo (ya sé que no lo haces a propósito, pero sin embargo…), eso justifica tu teoría de creerlo…

– Que se pudiera decir entre nosotros bastaría. No es éste el momento de abrir informaciones que duren seis meses.

¿Para qué discutir? No era Possoz a quien Kyo quería convencer, sino a los de Shanghai; y, sin duda, ahora estaban ya convencidos, como lo había confirmado en su decisión por Han-Kow mismo, por la escena a la cual acababa de asistir. No tenía más que un deseo: marcharse.

Entró un suboficial chino, con todas las facciones alargadas y el cuerpo ligeramente encorvado hacia adelante, como los personajes de marfil que se adaptan a la curva de los colmillos.

– Se ha detenido a un hombre embarcado clandestinamente.

Kyo no respiraba.

– Pretende haber obtenido de usted autorización para abandonar Han-Kow. Es un comerciante.

Kyo recobró la respiración.

– Yo no he dado ninguna autorización -dijo Possoz-. Eso no me incumbe. Mándalo a la policía.

Los ricos detenidos reclamaban ante cualquier funcionario; a veces, iban a visitarle a solas y le ofrecían dinero. Era más prudente que dejarse fusilar sin tentar nada.

– ¡Espera!

Possoz sacó una lista de su carpeta y murmuró unos nombres.

– Eso es. Aquí está. Estaba señalado. ¡Que la policía se las entienda con él!

El suboficial salió. La lista -una hoja de cuaderno- continuaba sobre la carpeta. Kyo seguía pensando en Chen.

– Es la lista de las personas señaladas -dijo Possoz, al ver que la mirada de Kyo permanecía fija en el papel-. Los últimos son los denunciados por teléfono, antes de la salida de los barcos (cuando salen barcos…).

– ¿Puedo verla?

Possoz se la alargó. Catorce nombres. Chen no estaba inscrito. Era imposible que Vologuin no hubiera comprendido que intentaría abandonar Han-Kow cuanto antes. Y, aun así, avisar su salida como posible hubiera constituido una simple prudencia. «La Internacional no quiere cargar con la responsabilidad de hacer matar a Chiang Kaishek -pensó Kyo-; pero quizá acepte sin desesperación que esa desgracia se produzca… Por eso las respuestas de Vologuin parecían tan inseguras…» Devolvió la lista.

– Me iré -había dicho Chen. Era fácil de explicar aquella partida; la explicación no bastaba. La llegada imprevista de Chen; las reticencias de Vologuin; la lista… Kyo comprendía todo aquello, pero cada uno de los gestos de Chen le acercaba de nuevo al crimen, y las cosas mismas parecían arrastradas por su destino. Unas luciérnagas zumbaban alrededor de la lamparilla. «Quizá Chen sea una luciérnaga que segrega su propia luz, en la cual se va a destruir… Tal vez el hombre mismo…» ¿No se verá nunca sino la fatalidad de los demás? Él mismo, ¿no quería ahora, como una luciérnaga, volver a Shanghai cuanto antes y mantener las secciones a toda costa? Volvió el oficial, lo que le permitió abandonar a Possoz.

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