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– No saber… -dijo éste-. Se trata de matar a Chiang Kaishek, ya lo sé. A ese Vologuin, le da lo mismo; pero él, en lugar de representar al crimen, representa a la obediencia. Cuando se vive como nosotros, es preciso tener certidumbre. Creo que, para él, aplicar las órdenes es seguro, como para mí lo es matar. Es preciso que algo sea seguro. Es preciso.

Calló.

– ¿Sueñas mucho? -continuó.

– No. O, por lo menos, no me acuerdo de los sueños.

– Yo sueño casi todas las noches. Hay también distracción, hay el ensueño. Cuando me dejo llevar de él, veo, a veces, la sombra de un gato, en el suelo: más terrible que cualquier cosa verdadera. Pero no hay nada peor que los sueños.

– ¿Que cualquier cosa verdadera?…

– No tengo facha de sentir remordimiento. En el crimen, lo difícil no es matar. Es no decaer. Ser más fuerte que… lo que pasa en uno, durante ese momento.

¿Amargura? Imposible juzgar por el tono de voz, y Kyo no veía su semblante. En la soledad de la calle, el estruendo ahogado de un auto lejano se perdió con el viento, cuya recaída abandonó entre los olores alcanforados de la noche el perfume de los vegetales.

– … Si no hubiese más que eso… No. Es peor. Bestias.

Chen repitió:

– Bestias. Pulpos, sobre todo. Y me acuerdo siempre.

Kyo, a pesar de los grandes espacios de la noche, se sintió junto a él como si se encontrara en una habitación cerrada.

– ¿Hace mucho tiempo que dura eso?

– Mucho. Tan lejano está como puede alcanzar mi imaginación. Desde hace algún tiempo, es menos frecuente. Y no me acuerdo más que de… esas cosas. Detesto el recordar, en general. Y no recuerdo: mi vida no está en el pasado; está delante de mí.

Silencio.

– … Lo único que me da miedo -miedo- es dormirme. Y me duermo todos los días.

Dieron las diez. Alguna gente disputaba, con los breves chillidos chinos, en el fondo de la noche.

– … O volverme loco. Esos pulpos, de día y de noche, durante toda una vida… Y no se les mata nunca, cuando se está loco, al parecer… Nunca.

– ¿El matar cambia tus sueños?

– Ya no sé. Te lo diré después… de Chiang.

Kyo había admitido, de una vez para siempre, que se jugaba su propia vida, y vivía entre hombres conscientes de que la suya estaba todos los días amenazada: el valor no le asombraba. Pero era aquélla la primera vez que encontraba la fascinación de la muerte, en aquel amigo apenas visible que hablaba con voz distraída -como si sus palabras hubiesen sido suscitadas por la misma fuerza de la noche que su propia angustia, por la intimidad todopoderosa de la ansiedad, del silencio y del cansancio… Sin embargo, su voz acababa de cambiar.

– ¿Piensas en ello… con inquietud?

– No. Con…

Vaciló.

– Busco una palabra que sea más fuerte que gozo. No la hay. Una especie de… ¿cómo diríamos?… de… no sé. No hay más que una cosa que sea aún más profunda. Más lejos del hombre y más cerca de… ¿Conoces el opio?

– Apenas.

– Entonces, mal puedo explicártelo. Más cerca de lo que vosotros llamáis… éxtasis. Sí, un éxtasis, pero espeso. Profundo. No ligero. Un éxtasis hacia… hacia abajo.

– ¿Y es una idea lo que te da eso?

– Sí: mi propia muerte.

Siempre aquella voz distraída. «Se matará», pensó Kyo. Había escuchado bastante a su padre para saber que el que busca tan ásperamente lo absoluto no lo encuentra más que en la sensación. Sed de absoluto, sed de inmortalidad, por consiguiente, miedo a morir. Chen debiera haber sido cobarde; pero comprendía, como todo místico, que su absoluto no podía ser apresado más que en el instante. De ahí, sin duda, su desdén hacia todo lo que no tendiese al instante que le uniese a sí mismo en una posición vertiginosa. De aquella forma humana, que Kyo no veía siquiera, emanaba una fuerza ciega que la dominaba, la informe materia de que se hace la fatalidad. Aquel camarada, entonces silencioso, perdido en sus familiares visiones de espanto, tenía algo de loco, pero también algo de sagrado -lo que siempre tiene de sagrado la presencia de lo inhumano-. Quizá no matase a Chiang sino para matarse a sí mismo. Procurando volver a ver en la oscuridad aquel semblante agudo de bondadosos labios, Kyo sentía temblar en sí mismo la angustia primordial, la que lanzaba a Chen, a la vez, hacia los pulpos del sueño y hacia la muerte.

– Mi padre cree -dijo, lentamente, Kyo- que el fondo del hombre es la angustia, la conciencia de su propia fatalidad, de donde nacen todos los temores, incluso el de la muerte.. pero que el opio emancipa de eso, y que ése es su sentido.

– Siempre encuentra uno el espanto en sí mismo. Basta con buscarlo lo suficientemente profundo: afortunadamente, se puede obrar; si Moscú me aprueba, me da igual. Si Moscú me desaprueba, lo más sencillo es no saberlo. ¿Quieres quedarte?

– Quiero, ante todo, ver a Possoz. Y tú no podrás marcharte: no tienes refrendo.

– Me iré. Seguramente.

– ¿Cómo?

– No sé. Pero me iré. Estoy seguro. Era preciso que matase a Tan-Yen-Ta, y ahora es preciso que me vaya. Seguramente, me iré.

En efecto: Kyo sentía que la voluntad de Chen desempeñaba un papel en los acontecimientos. Si el destino vivía en alguna parte, era allí, aquella noche, a su lado.

– ¿Consideras importante ser tú quien organice el atentado contra Chiang?

– No… Y, sin embargo, no quisiera dejar que lo hiciese otro…

– ¿Porque no tendrías confianza?

– Porque no me gusta que las mujeres a quienes amo sean besadas por los demás.

La frase hizo brotar en Kyo todo el sufrimiento que había olvidado: se sintió, de pronto, separado de Chen. Habían llegado al río. Chen cortó la cuerda de una de las canoas amarradas, y abandonó la orilla. Kyo no le veía ya; pero oía el chapoteo de los remos, que dominaba, a intervalos regulares, la ligera resaca del agua contra las márgenes. Conocía a los terroristas. No se planteaban problemas. Formaban parte de un grupo: insectos matadores, vivían de su unión en una estrecha colectividad trágica. Pero, Chen… Continuando su pensamiento, sin cambiar de paso, Kyo caminaba en dirección al puerto. «Su barca será detenida a la salida…» Llegó hasta unos grandes edificios guardados por el ejército, casi vacíos en comparación con el de la Internacional. En los corredores, los soldados dormían o jugaban a les trente-six bêtes. Encontró sin trabajo a su amigo. Buena cabeza en forma de manzana, llena de granos, con bigotes grises a lo galo -con traje caqui de paisano-, Possoz era un antiguo obrero anarco-sindicalista de Chaux-de-Fonds, que había ido a Rusia después de la guerra y se había hecho bolchevique. Kyo le había conocido en Pekín y tenía confianza en él. Se estrecharon tranquilamente la mano: en Han-Kow, ya de regreso, era el más normal de los visitantes.

– Los descargadores están ahí -decía un soldado.

– Hazlos venir.

El soldado salió. Possoz se volvió hacia Kyo.

– Ya ves que no me preocupo de nada, muchacho. Se ha previsto la dirección del puerto para trescientos barcos, y no hay ni diez…

El puerto dormía, bajo las ventanas abiertas; no se oían las sirenas; nada más que la constante resaca del agua contra las orillas y las estacas. Un gran resplandor pálido pasó sobre las paredes de la habitación: los faros de las cañoneras lejanas acababan de barrer aquella parte del río. Ruido de pasos.

Possoz sacó su revólver de la funda y lo puso sobre la mesa.

– Han atacado a la guardia roja con unas barras de hierro -dijo Kyo.

– La guardia roja está armada.

– El peligro no estaba en que mataran a los guardias, muchacho, sino en que los guardias se pasasen a su bando.

Volvió la luz del faro, reflejó en el muro blanco del fondo sus sombras enormes, y volvió a la noche, en el instante mismo en que los descargadores entraban: cuatro, cinco, seis, siete. Con el traje azul del trabajo, uno con el torso desnudo. Maniatados. Unos semblantes diferentes, poco visibles en la sombra; pero, en común, un magnífico odio. Con ellos, dos guardias chinos, con pistolas Nagan al costado. Los descargadores permanecían aglutinados, en enjambre. Odio; pero también miedo.

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