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Estaba siempre inmóvil, acodado sobre la mesa, con el mentón entre las manos. Kyo sabía que la discusión no tenía valor esencial para Chen aunque se hubiera producido. Sólo la destrucción le ponía de acuerdo consigo mismo.

– La Internacional no va a aprobar ese proyecto. -Vologuin hablaba con una entonación de evidencia-. Sin embargo, desde tu mismo punto de vista… -Chen continuaba sin moverse-… El momento, en fin, ¿está bien elegido?

– ¿Preferís esperar a que Chiang haya hecho asesinar a los nuestros?

– Expedirá decretos, nada más. Su hijo está en Moscú; no lo olvides. Los oficiales rusos de Gallen, en fin, no han podido abandonar a su estado mayor. Serán torturados, si él es muerto. Ni Gallen ni el estado mayor rojo lo admitirán…

«Así pues, la cuestión se ha discutido aquí mismo», pensó Kyo. En aquella discusión encontraba no sabía qué de vano, de vacío, que le turbaba: encontraba singularmente más firme a Vologuin cuando ordenaba que se entregasen las armas que cuando hablaba de la muerte de Chiang Kaishek.

– Si los oficiales rusos son torturados -dijo Chen-, lo serán. Yo también lo seré. Eso no tiene interés alguno. Unos millones de chinos valen por cierto más que quince oficiales rusos. Bueno. Y Chiang abandonará a su hijo.

– ¿Qué sabes tú de eso?

– ¿Y tú? Y, sin duda, ni siquiera os atreveríais a matarlo.

– Sin duda, quiere a su hijo menos que a sí mismo -dijo Kyo-. Y si no intenta aniquilarnos, está perdido. Si no contiene la acción campesina, sus propios oficiales le abandonarán. Temo, pues, que no abandone al muchacho, después de las promesas de los cónsules europeos y de otras zarandajas. Y toda la pequeña burguesía a la que tú quieres conquistar, Vologuin, le seguirá, al día siguiente a aquel en que nos tenga desarmados: se pondrá de parte de la fuerza. Lo conozco.

– Evidentemente, no. No tiene más que Shanghai.

– Dices que os morís de hambre. Perdido Shanghai, ¿quién nos abastecerá? Fen-Yu-Shiang os ha separado de la Mongolia, y os traicionará, si somos aniquilados. Así pues, nada por el Yang-Tsé y nada de Rusia. ¿Creéis que los campesinos, a quienes habéis prometido el programa del Kuomintang (25 % de reducción en el arriendo, ¡sin bromas, pero sin bromas!), se morirán de hambre por mantener el ejército rojo? Os pondréis en las manos del Kuomintang, más aún de lo que estáis. Intentar ahora la lucha contra Chiang, con verdaderas contraseñas revolucionarias, apoyándose en los campesinos el proletariado de Shanghai, es aventurado, pero no imposible: la primera división es comunista casi por completo, comenzando por su general, y combatirá con nosotros. Y tú dices que hemos conservado la mitad de las armas. No intentarlo es aguardar con tranquilidad nuestro degüello.

»El Kuomintang está ahí. Nosotros no lo hemos hecho. Ahí está, Y más fuerte que nosotros provisionalmente. Podemos conquistarlo por la base, introduciendo en él todos los elementos comunistas de que disponemos. Sus miembros son, en una inmensa mayoría, extremistas.

– Tú sabes, tan bien como yo, que el número no supone nada, en una democracia, contra el organismo dirigente.

– Demostremos que el Kuomintang puede ser empleado, empleándolo. No discutiendo. No hemos dejado de emplearlo, desde hace dos años. Todos los meses; todos los días.

– Mientras, habéis aceptado sus fines; ni una sola vez, cuando se trató de que él aceptase los vuestros. Le habéis conducido a aceptar los presentes por conseguir los cuales ardía en deseos: oficiales, voluntarios, dinero, propaganda. Los soviets de soldados, las uniones campesinas, ya es otra cosa.

– ¿Y la exclusión de los elementos anticomunistas? Chiang Kaishek no poseía Shanghai.

– Antes de un mes, habremos obtenido del Comité Central del Kuomintang que sea puesto fuera de la ley.

– Cuando nos haya aniquilado. ¿Qué mierda les puede importar a esos generales del Comité Central que se mate o no a los militantes comunistas? ¡Otro tanto habrán ganado! ¿Es que crees, verdaderamente, que la obsesión de las fatalidades económicas impidan al Partido comunista chino, y quizá a Moscú, ver la necesidad elemental que tenemos delante de nuestras narices?

– Es cuestión de oportunismo.

– ¡Claro! En tu opinión, Lenin no debía considerar el reparto de tierras como consigna (figuraba, por otra parte, en el programa de los socialistas revolucionarios, que no ha tenido inconveniente en aplicarla, mucho más que en el de los bolcheviques). El reparto de tierras suponía la constitución de la pequeña propiedad; hubiera debido, pues, hacerse, no el reparto, sino la colectivización inmediata, los sovkhozes. Como triunfo, sabéis ver que fue a causa de la táctica. ¡Tampoco se trata, para nosotros, más que de la táctica! Estáis perdiendo la confianza de las masas…

– ¿Te imaginas que Lenin la conservó de febrero a octubre?

– La perdió por instantes. Pero siempre conservó su sentido. Vosotros, vuestras consignas van contra la corriente. No se trata de un broche, sino de direcciones que irán siempre alejándose, cada vez más. Para obrar sobre las masas como vosotros pretendéis hacerlo, sería preciso estar en el poder. Y no es precisamente ése el caso.

– No se trata de nada de eso -dijo Chen.

Se levantó.

– No detendréis la acción campesina -prosiguió Kyo-. Ahora, nosotros, los comunistas, damos instrucciones a las masas que no pueden considerar más que como traiciones. ¿Creéis que comprenderán vuestras consignas de espera?

– Hasta si fuera yo un coolie del puerto de Shanghai, pensaría que la obediencia al partido es la única actitud lógica, en fin, de un militante comunista. Y que todas las armas deben ser entregadas.

Chen se levantó.

– No es por obediencia por lo que se hace matar. Ni que se mata. Salvo a los cobardes.

Vologuin se encogió de hombros.

– No hay que considerar el asesinato, en fin, como la vía principal de la verdad política. Chen salía.

– Propondré, en la primera reunión del Comité Central, el reparto inmediato de tierras -dijo Kyo, tendiendo la mano a Vologuin-, la destrucción de los créditos.

– El Comité no los votará -respondió Vologuin, sonriendo por primera vez.

Chen, abultada sombra sobre la acera, esperaba. Kyo se unió a él, después de haber obtenido la dirección de su amigo Possoz: estaba encargado de la dirección del puerto.

– Escucha… -dijo Chen.

Transmitido por tierra, el estremecimiento de las máquinas de imprenta, regulado, dominado, como el del motor de un navío, los penetraba, de los pies a la cabeza; en la ciudad adormecida, la delegación velaba, con todas sus ventanas iluminadas por las que atravesaban unos bustos negros. Caminaron, con sus dos sombras semejantes delante de ellos: el mismo tamaño y el mismo efecto del cuello de la tricota. Los paillottes que se divisaban en la perspectiva de las calles, con sus siluetas de purgatorio, se perdían en el fondo de la noche calma y casi solemne, en el olor a pescado y a grasas quemadas: Kyo no podía sustraerse a aquella conmoción de las máquinas, transmitida a sus músculos por el suelo -como si aquella máquina de fabricar la verdad hubiese reunido en él las vacilaciones y las afirmaciones de Vologuin-. Mientras subían por el río, no había cesado de experimentar cuan débil era su información, cuan difícil le era fundar su acción, si ya no se sometía a obedecer, pura y simplemente, las instrucciones de la Internacional. Pero la Internacional se equivocaba. Ganar tiempo, ya no era posible. La propaganda comunista había anegado las masas, como una inundación, porque era suya. Cualquiera que fuese la prudencia de Moscú, ya no se detendría; Chiang lo sabía, y ahora debía aniquilar a los comunistas. Allí estaba la única certidumbre. Acaso la Revolución hubiera podido ser conducida de otro modo; pero ya era demasiado tarde. Los campesinos comunistas tomarían las tierras; los obreros comunistas exigirían otro régimen de trabajo; los soldados comunistas no combatirían ya sino sabiendo por qué, quisiese o no quisiese Moscú. Moscú y las capitales de Occidente enemigas podrían organizar, allá en la noche, sus pasiones opuestas e intentar la creación de un mundo. La Revolución había llevado a término su preñez: ahora era preciso que diese a luz o muriese. Al mismo tiempo que le aproximaba a Chen la camaradería nocturna, una gran dependencia penetraba a Kyo: la angustia de no ser más que un hombre, de no ser más que él mismo; se acordó de los musulmanes chinos, a quienes había visto, en noches semejantes, prosternados en las estepas de espliego quemado, aullar esos cantos que desgarran desde hace miles de años al hombre que sufre y sabe que morirá. ¿Qué había ido a hacer en Han-Kow? A poner a la Internacional al corriente de la situación de Shanghai. La Internacional estaba tan resuelta como él había llegado a estarlo. Lo que había oído era, más bien que los argumentos de Vologuin, el silencio de las máquinas, la angustia de la ciudad que moría, abrumada de gloria revolucionaria, si bien no por eso moría menos. Se podía legar aquel cadáver a la próxima oleada insurreccional, en lugar de dejar que se licuase en la astucia. Sin duda, todos estaban condenados: lo esencial era que no fuese en vano. Estaba seguro de que también Chen se unía en aquel instante a él con amistad de prisionero.

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