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– … a la que estoy decidido a no faltar. ¿Está usted seguro de que Cat no estará cerrado?

– ¡Locura! Estará lleno de oficiales de Chiang Kaishek; sus uniformes gloriosos se anudarán en las danzas a los cuerpos de las mujeres perdidas. ¡En graciosas guirnaldas, le digo! Le esperaré, pues, contemplando con atención ese espectáculo necesario hasta las once y media.

– ¿Cree usted que podrá estar mejor informado esta noche?

– Lo intentaré.

– Quizá me haga usted un gran favor. Mayor de lo que usted pueda suponer. ¿Se me señala expresamente?

– Sí.

– ¿Y a mi padre?

– No. Le habría prevenido. No figuraba para nada en el asunto del Shang-Tung.

Kyo sabía que no era en el Shang-Tung en lo que había que pensar, sino en la represión. ¿Y May? Su papel era demasiado poco importante para que diese lugar a que interrogase acerca de ella a Clappique. En cuanto a sus compañeros, si él estaba amenazado, todos lo estaban.

– Gracias.

Volvieron juntos. En la habitación de los fénix, May decía a Gisors:

– Es muy difícil: si la Unión de Mujeres concede el divorcio a las mujeres maltratadas, los maridos abandonan la Unión revolucionaria; y, si no se lo concedemos, ellas pierden toda confianza en nosotros. No les falta razón.

– Temo que, para organizar -dijo Kyo-, sea demasiado pronto o demasiado tarde.

Clappique salía, sin escuchar.

– Sea usted, como de ordinario, munificente -dijo a Gisors-: déme su nuevo cacto.

– Tengo afecto al muchacho que me lo ha enviado… Si se tratase de cualquier otro, con mucho gusto…

Era un minúsculo cacto hirsuto.

– Tanto peor.

– Hasta pronto.

– Hasta… No. Quizá. Adiós, amigo. El único hombre de Shanghai que no existe (ni una palabra: ¡que no existe en absoluto!) le saluda.

Salió.

May y Gisors miraban a Kyo con angustia; éste explicó al punto:

– Ha sabido que estoy fichado por la policía; me aconseja que no me mueva de aquí, como no sea para escapar antes de dos días. Por otra parte, la represión es inminente. Y las últimas tropas de la primera división han abandonado la ciudad.

Era la única división con la cual podían contar los comunistas. Chiang Kaishek lo sabía; había ordenado a su general que se uniese al frente con sus tropas. Éste había propuesto al Comité Central comunista detener a Chiang Kaishek. Se le había aconsejado que transigiese y se hiciese sustituir por enfermo: pronto se había encontrado ante un ultimátum. Y, no atreviéndose a combatir sin la aquiescencia del Partido, había abandonado la ciudad, intentando sólo dejar en ella algunas tropas. Éstas acababan de marchar, a su vez.

– No está lejos aún -continuó Kyo-; y hasta la división entera puede volver, si continuamos en la ciudad durante mucho tiempo.

La puerta se abrió de nuevo; pasó una nariz, y una voz cavernosa dijo: «El barón de Clappique no existe.»

La puerta se volvió a cerrar.

– ¿No se sabe nada de Han-Kow? -preguntó Kyo.

– Nada.

Desde su regreso, organizaba clandestinamente unos grupos de combate contra Chiang Kaishek, como los había organizado contra los nordistas. La Internacional había rechazado todas las consignas de oposición; pero había aceptado el mantenimiento de los grupos comunistas de encuentro; de los nuevos grupos militantes, Kyo pretendía hacer los organizadores de masas que todos los días se dirigían entonces hacia las uniones, pero los discursos oficiales del Partido Comunista chino, toda la propaganda de unión con el Kuomintang le paralizaban. Sólo el comité militar se había adherido a él; todas las armas no habían sido entregadas: pero Chiang Kaishek exigía aquel mismo día la entrega de las que retenían aún los comunistas. Un último requerimiento de Kyo y del comité militar se había telegrafiado a Han-Kow.

El viejo Gisors -al corriente esta vez- estaba inquieto. Veía demasiado en el marxismo la forma de una fatalidad para afrontar sin desconfianza las cuestiones de táctica. Como Kyo, estaba seguro de que Chiang Kaishek intentaría aniquilar a los comunistas; como Kyo, pensaba que la muerte del general habría herido a la reacción allí donde era más vulnerable. Pero detestaba el carácter de complot de su acción presente. La muerte de Chiang Kaishek, y aun la toma del gobierno de Shanghai, no conducía más que a la aventura. Con algunos de los miembros de la Internacional, anhelaba el regreso a Cantón del ejército de hierro y de la fracción comunista del Kuomintang: allí, apoyados por una ciudad revolucionaria y un arsenal activo y bien aprovisionado, los rojos podrían establecerse y esperar el momento propicio a una nueva campaña del Norte, que preparaba profundamente la reacción inminente. Los generales de Han-Kow, ávidos de tierras que conquistar, apenas lo estaban en el Sur de la China, donde las uniones, fieles a los que representaban la memoria de Sun-Yat-Sen, los habrían obligado a una constante y poco fructuosa guerrilla. En lugar de tener que combatir a los nordistas, luego a Chiang Kaishek, el ejército rojo había dejado así a éste el cuidado de combatir a aquéllos; cualquiera que fuese el enemigo que encontrase después de Cantón, sólo lo habría encontrado debilitado. «Los asnos están demasiado fascinados por su zanahoria -decía Gisors de los generales-, para que nos muerdan en este momento, si no nos ponemos de su parte…» Pero la mayoría del Partido Comunista chino, y quizá Moscú, consideraban aquel punto de vista como «liquidador».

Kyo pensaba, como su padre, que la mejor política era la del regreso a Cantón. Hubiera querido preparar, además, mediante una propaganda intensa, la emigración en masa de los obreros -no poseían nada- de Shanghai a Cantón. Era muy difícil, no imposible: como las salidas de las provincias del Sur estaban aseguradas, las masas obreras habrían llevado a Cantón una industrialización rápida. Táctica peligrosa para Shanghai: los obreros de las hilanderías son más o menos calificados, e instruir a nuevos obreros era formar nuevos revolucionarios, a menos de que se elevasen los salarios, «hipótesis excluida» -hubiera dicho Ferral-, en razón del estado actual de las industrias chinas. Vaciar Shanghai en provecho de Cantón, como Hong-Kong en 1925… Hong-Kong está a cinco horas de Cantón, y Shanghai a cinco días: difícil empresa; más difícil, quizá, que la de dejarse matar; más difícil, pero menos imbécil.

Desde su regreso de Han-Kow, estaba convencido de que la reacción se preparaba; aunque Clappique no le hubiera prevenido, habría considerado la situación, en caso de ataque a los comunistas por el ejército de Chiang Kaishek, tan desesperada, que todo acontecimiento, incluso el asesinato del general (cualesquiera que fuesen las consecuencias), se habría tornado favorable. Las uniones, si se las armaba, podían, en rigor, tratar de combatir a un ejército desorganizado.

Otra vez la campanilla; Kyo corrió hacia la puerta: era, por fin, el correo, que portaba la respuesta de Han-Kow. Su padre y May le vieron volver, sin decir nada.

– Orden de enterrar las armas -dijo.

El mensaje, desgarrado, se había convertido en una bola en el hueco de la mano. Cogió los trozos de papel, los extendió sobre la mesa de opio, los juntó unos con otros y se encogió de hombros ante su puerilidad: era, en efecto, la orden de ocultar o enterrar las armas.

– Es preciso que vaya en seguida allá.

Allá era el Comité Central. Debía, pues, abandonar las concesiones. Gisors sabía que no podía decir nada. Quizá su hijo fuese hacia la muerte; no era aquélla la primera vez: tal era la razón de ser de su vida. No había otro remedio que sufrir y callarse. Tomaba muy en serio el aviso de Clappique: éste había salvado, en Pekín, previniéndole de que el cuerpo de cadetes de que formaba parte iba a ser destrozado, a König, el alemán que dirigía a la sazón la policía de Chiang Kaishek. Gisors no conocía a Chpilewski. Como la mirada de Kyo encontrara la suya trató de sonreír; Kyo también, y sus miradas no se separaron: ambos sabían que mentían, y que aquella mentira constituía, quizá, su más afectuosa comunión.

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