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Kyo volvió a su habitación, donde había dejado la americana. May se ponía su abrigo.

– ¿Adónde vas?

– Contigo, Kyo.

– ¿Para qué?

May no respondió.

– Es más fácil que nos conozcan juntos que separados -dijo Kyo.

– No. ¿Por qué? Si tú estás fichado, es igual…

– Tú no servirás para nada.

– ¿Para qué serviré aquí, mientras tanto? Los hombres no saben lo que es tener que esperar…

Kyo dio unos pasos, se detuvo, se volvió hacia ella.

– Escucha, May: cuando tu libertad ha estado en juego, yo lo he reconocido.

May comprendió a qué hacía alusión, y sintió miedo: lo había olvidado. En efecto: Kyo añadía, con una entonación más sorda:

– … y tú supiste recobrarla. Ahora, se trata de la mía.

– Pero, Kyo, ¿qué tiene que ver eso con lo de ahora?

– Reconocer la libertad de cualquiera es darle una razón contra su propio sufrimiento; lo sé por experiencia.

– ¿Soy yo «una cualquiera», Kyo?

Él se calló de nuevo. Sí; en aquel momento, ella era otra. Algo entre ellos había cambiado.

– Entonces -prosiguió May-, porque yo… En fin, ¿a causa de aquello, ya no podemos siquiera arrostrar juntos un peligro?… Reflexiona, Kyo: diríase, casi, que te vengas…

– No poder hacerlo ya, y procurarlo cuando es inútil, nos convierte en dos seres distintos.

– Pero si tú me tuvieras tanto rencor, no tendrías más que tomar una querida… ¡Pero no! Eso no es verdad. Yo no he aceptado un amante; simplemente me he acostado con un individuo. No es lo mismo; tú sabes muy bien que puedes acostarte con quien quieras.

– Tú me bastas -respondió él, amargamente.

Su mirada extrañó a May: todos los sentimientos se mezclaban en ella. Y -el más conturbado de todos-, sobre su rostro, la inquietante expresión de una voluptuosidad ignorada por él mismo.

– En este momento, como hace quince días -continuó-, no es de copular de lo que tengo deseo. No digo que tú hayas hecho mal; lo que digo es que quiero salir solo. La libertad que tú me reconoces es la tuya. La libertad de hacer lo que te plazca. La libertad no es un cambio; es la libertad.

– Es un abandono…

Silencio.

– ¿Para qué los seres que se aman se ponen frente a la muerte, Kyo, si no es para arriesgarla juntos?

Adivinó que él iba a salir sin discutir, y se colocó ante la puerta.

– No había para qué concederme esa libertad -dijo-, si ella ha de separamos ahora.

– Tú no la pediste.

– Tú me la habías reconocido de antemano.

«No haberme creído», pensó él. Era verdad; siempre se la había reconocido. Pero que discutiese en aquel momento sobre tales derechos, la separaba más aún de él.

– Hay derechos que no se conceden -dijo May, con amargura-, sino con la única finalidad de que no sean empleados.

– Si yo no los hubiera reconocido sino para que pudieses acogerte a ellos en este momento, no te parecería tan mal…

Aquellos segundos los separaban más que la muerte: párpados, boca, sienes, el lugar de todas las ternuras es visible en el rostro de una muerta, y aquellos pómulos altos y aquellos largos párpados no pertenecían más que a un mundo extraño. Las heridas del más profundo amor bastan para crear un odio suficientemente grande. ¿Retrocedía ella, tan cerca de la muerte, en el umbral de aquel mundo de hostilidad que descubría? Dijo:

– No me aferró a nada, Kyo; digamos que me equivoco, que me he equivocado: lo que tú quieras; pero ahora, en este momento, inmediatamente quiero salir contigo. Te lo pido.

Kyo callaba.

– Si no me amases -continuó May-, te sería indiferente dejar que fuese contigo… Luego… ¿Para qué hacernos sufrir?

«Como si fuese éste el momento», añadió con dejadez.

Kyo sentía agitarse en él ciertos demonios familiares que le disgustaban un tanto. Tenía deseos de pegarle, y precisamente a causa de su amor. Ella tenía razón: si no la hubiera amado, ¿qué le habría importado que muriese? Quizá fuera que le obligaba a comprender lo que, en aquel momento, le oponía más a ella.

¿Sentía May deseos de llorar? Había cerrado los ojos, y el estremecimiento de sus hombros, constante y silenciosamente, parecía, en oposición con su fisonomía inmóvil, la expresión misma de la tristeza humana. Ya no era sólo su voluntad lo que los separaba, sino el dolor. Y ante el espectáculo del dolor, que aproxima tanto como el dolor mismo separa, de nuevo se lanzaba hacia ella a causa de aquel rostro cuyas cejas iban subiendo poco a poco -como cuando presentaba el aspecto de estar maravillada… -. Por encima de los ojos cerrados, el movimiento de la frente se detuvo, y aquel semblante tenso, cuyos párpados permanecían abatidos, se convirtió, de pronto, en un rostro de muerta.

Muchas expresiones de May no hacían mella en él: las conocía, y le parecía siempre que se copiaba un poco a sí misma. Pero no había visto nunca aquella fisonomía mortuoria -con el dolor, y no el sueño, en los ojos cerrados-, y la muerte estaba tan cerca, que aquella ilusión adquiría la fuerza de una siniestra prefiguración. May volvió a abrir los ojos, sin mirarle: su mirada quedaba perdida en la blanca pared de la habitación; sin que uno solo de sus músculos se moviese, una lágrima resbaló a lo largo de la nariz, y quedó suspendida junto a su boca, traicionando, con su vida sorda, punzante, conmovedora como el dolor de los animales, a aquella fisonomía tan inhumana, tan muerta como antes.

– Abre otra vez los ojos.

Ella le miró.

– Están abiertos.

– He recibido la impresión de que estabas muerta.

– ¿Y qué?

Se encogió de hombros, y continuó, con una voz llena de la más triste fatiga.

– Si yo muero, considero que tú puedes morir…

Ahora comprendía Kyo qué verdadero sentimiento le impulsaba: quería consolarla. Pero no podía consolarla sino aceptando que se fuese con él. May había vuelto a cerrar los ojos. La tomó en sus brazos y la besó en los párpados. Y cuando se apartaron:

– ¿Vámonos? -preguntó May.

– No.

Demasiado leal para ocultar su instinto, May volvía a sus deseos con una terquedad de gato que con frecuencia excitaba a Kyo. Se había separado de la puerta, pero él se dio cuenta de que sólo hubiera sentido deseo de pasar cuando tuviese seguridad de que ella no pasaría.

– May, ¿vamos a abandonamos por sorpresa?

– ¿He vivido como una mujer a la que se protege?…

Permanecían frente a frente, sin saber ya qué decir y sin aceptar el silencio, sabiendo ambos que aquel instante, uno de los más graves de su vida, estaba corrompido por el tiempo que pasaba: el puesto de Kyo no estaba allí, sino en el Comité, y, bajo todo cuanto pensaba, se hallaba emboscada la impaciencia.

May mostró la puerta con el semblante.

Él la miró; tomó su cabeza entre las manos, oprimiéndola suavemente, sin besarla, como si hubiera podido poner en aquella opresión del rostro lo que de ternura y de violencia mezcladas tienen todos los gestos viriles del amor. Por fin sus manos se apartaron.

Las dos puertas se volvieron a cerrar. May continuaba escuchando, como si hubiese esperado que se cerrase, a su vez, una tercera puerta que no existía la boca abierta y blanda, borracha de pesadumbre, dando a entender que, si le había hecho seña de que saliese solo, era porque pensaba realizar así el último, el único gesto que pudiera decidirle a llevarla.

Apenas Kyo había andado cien pasos, cuando encontró a Katow.

– ¿Chen no está ahí?

Señalaba con el dedo a la casa de Kyo.

– No.

– ¿No sabes, en absoluto, dónde está?

– No. ¿Por qué?

Katow parecía tranquilo; pero aquel semblante, como de jaqueca…

– Chiang Kaishek tiene varios autos. Chen no lo sabe. O la policía está prevenida, o desconfía. Si no se le avisa, se va a dejar tomar preso y a arrojar sus bombas para nada. Lo estoy buscando desde hace mucho tiempo, ¿sabes? Las bombas debían ser arrojadas a la una. Nada se ha hecho: lo sabríamos.

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