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Eligió cuatro, dictó la dirección al discípulo.

– Porque piensa usted en nuestro arte -dijo Gisors-; éste no sirve para lo mismo.

– ¿Por qué pinta usted, Kama-San?

Con quimono también él -Gisors estaba vestido siempre con su bata, solamente Clappique llevaba pantalón-, con un efecto de luz sobre su cráneo calvo, el viejo maestro contemplaba a Clappique con curiosidad.

El discípulo soltó el dibujo, tradujo, respondió:

– El maestro dice: «En primer término, por mi mujer, porque la quiero…»

– No digo para quién, sino por qué.

– El maestro dice que eso es difícil de explicarlo. Dice: «Cuando he estado en Europa, he visto los museos. Cuantas más manzanas y hasta líneas que no representan nada hacen sus pintores, más hablan de sí mismos. Para mí, es la gente lo que interesa.»

Kama dijo una frase más; apenas una expresión de dulzura pasó por su semblante de indulgente señora anciana.

– El maestro dice: «Nuestra pintura sería para ustedes la caridad.»

Un segundo discípulo, cocinero, trajo unos tazones de sake, luego se retiró. Kama habló de nuevo.

– El maestro dice que si no pintara ya, le parecería que se había quedado ciego. Y más que ciego: solo.

– ¡Un minuto! -dijo el barón, con un ojo abierto, el otro cerrado, el índice extendido-. Si un médico le dijese: «Está usted atacado de una enfermedad incurable y morirá dentro de tres meses», ¿seguiría usted pintando?

– El maestro dice que si supiera que iba a morir, cree que pintaría mejor, pero no de otro modo.

– ¿Por qué mejor? -preguntó Gisors.

No cesaba de pensar en Kyo. Lo que había dicho Clappique al entrar bastaba para inquietarse: hoy, la serenidad era casi un insulto.

Kama respondió. Gisors mismo lo tradujo.

– Dice: «Hay dos sonrisas (la de mi mujer y la de mi hija) que yo creería entonces que no volvería a ver, y me agradaría más la tristeza. El mundo es como los caracteres de nuestra escritura. Lo que el signo es a la flor, la flor misma, ésta -mostró una de las aguadas-, lo es a alguna cosa. Todo es signo. Ir del signo a la cosa significada es profundizar el mundo, es ir hacia Dios.» Cree que la proximidad de la muerte… Espere…

Interrogó de nuevo a Kama, continuó su traducción:

– Sí; eso es. Cree que la proximidad de la muerte le permitiría, quizá, poner en todas las cosas bastante fervor, tristeza, para que todas las formas que pintara se convirtieran en signos comprensibles; para que lo que ellos significan (lo que ocultan también) se revelara.

Clappique experimentaba la sensación atroz de sufrir frente a un ser que niega el dolor. Escuchaba con atención, sin apartar la mirada del semblante de asceta indulgente de Kama, mientras Gisors traducía. Con los codos pegados al cuerpo, las manos juntas, Clappique, cuando su rostro expresaba inteligencia, tomaba el aspecto de un mono triste y friolento.

– Quizá no plantee usted bien la cuestión -dijo Gisors.

Pronunció en japonés una frase breve, muy breve. Kama, hasta entonces, había respondido casi en seguida. Reflexionó.

– ¿Qué pregunta acaba usted de hacerle? -interrogó Clappique, a media voz.

– Lo que haría si el médico desahuciase a su mujer.

– El maestro dice que no creería al médico.

El discípulo cocinero volvió y se llevó los tazones en una bandeja. Su traje europeo, su sonrisa, sus gestos que el júbilo hacía extravagantes, hasta su deferencia, todo en él parecía extraño, aun para Gisors. Kama dijo, a media voz, una frase que el otro discípulo no tradujo.

– En el Japón, estos jóvenes no beben nunca vino -dijo Gisors-. Se siente ofendido de que su discípulo esté borracho.

Su mirada se perdió: la puerta exterior se abría. Ruido de pasos. Pero no era Kyo. La mirada volvió a hacerse precisa y se fijó con firmeza en la de Kama.

– ¿Y si ella hubiese muerto?

¿Habría proseguido aquel diálogo con un europeo? Pero el viejo pintor pertenecía a otro universo. Antes de responder, esbozó una prolongada sonrisa triste, no con los labios, sino con los párpados.

– Se puede comulgar hasta con la muerte… Es lo más difícil, pero quizá sea ése el sentido de la vida…

Se despedía, volvía a su habitación, seguido del discípulo. Clappique se sentó.

– ¡Ni una palabra!… ¡Notable, amigo mío, notable! Se ha ido como un fantasma bien educado; sepa usted que los fantasmas jóvenes están muy mal educados, y que a los viejos les cuesta mucho enseñarles a que atemoricen a la gente, porque los citados jóvenes ignoran todos los idiomas, y no saben decir más que: Zip-zip… Ese…

Se detuvo: otra vez la puerta. En el silencio, comenzaron a sonar las notas de una guitarra; bien pronto se organizaron en una caída lenta, que se espació al descender hasta las más graves, prolongadamente mantenidas, y perdidas, al fin, en una serenidad solemne.

– ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir eso?

– Toca el shamisen. Siempre lo hace, cuando alguna cosa le ha turbado. Fuera del Japón, ésa es su defensa… Me dijo, al volver de Europa: «Ahora sé que puedo encontrar en cualquier parte mi silencio interior…»

– ¿Aspavientos?

Clappique había formulado distraídamente su pregunta: escuchaba. A aquella hora, en que su vida quizá se hallase en peligro (aunque rara vez se interesaba lo bastante por sí mismo para sentirse realmente amenazado), aquellas notas tan puras y que hacían refluir en él, con el amor a la música, del que había vivido en su juventud, esta juventud misma y toda la felicidad destruida con ella, le turbaban también.

Ruido de pasos, una vez más: ya entraba Kyo.

Condujo a Clappique a su habitación. Diván, silla, pupitre, paredes blancas: una austeridad premeditada. Hacía calor. Kyo arrojó la americana sobre el diván y se quedó en pullover.

– He aquí -dijo Clappique- que acaban de darme un datito, y haría usted muy mal si no fijase en ello toda su atención: si no hemos salido de aquí antes de mañana por la noche, estamos muertos.

– ¿De qué origen viene esa confidencia? ¿De la policía?

– Bravo. Inútil decirle que no puedo informarle más. Pero en serio. La historia del barco está descubierta. Esté usted tranquilo y escápese antes de cuarenta y ocho horas.

Kyo iba a decir: «Eso no constituye ya un delito, puesto que hemos triunfado.» Calló. Esperaba demasiado de la represión del movimiento obrero para ser sorprendido. Se trataba de la ruptura, lo que Clappique no podía adivinar; y, si éste era perseguido, lo era porque, habiendo sido asaltado el Shang-Tung por los comunistas, se le creía adicto a ellos.

– ¿Qué piensa usted hacer? -preguntó Clappique.

– Reflexionar, lo primero.

– ¡Penetrante idea! ¿Y tiene usted moneda para largarse?

Kyo se encogió de hombros, sonriendo.

– No tengo la intención de largarme. Su noticia no tiene una máxima importancia para mí -continuó, después de un instante.

– ¡No tiene la intención de largarse! ¿Prefiere dejarse cortar el gañote?

– Tal vez. ¿Pero usted quiere marcharse?

– ¿Para qué iba a quedarme?

– ¿Cuánto necesita?

– Trescientos, cuatrocientos…

– Quizá pueda proporcionarle una parte. Me agradaría ayudarle. No crea que me figuro pagarle así el favor que usted me hizo…

Clappique sonrió, tristemente. No se daba cuenta bien de la delicadeza de Kyo, pero era sensible a ella.

– ¿Dónde estará usted esta noche? -preguntó Kyo.

– Donde usted quiera.

– No.

– Entonces, en el Black-Cat. Es preciso que busque mis dineritos de diversas maneras.

– Bueno: la caja está en el territorio de las concesiones; así, pues, no hay policía china. Y el kidnappage [3] es aún menos de temer allí que aquí: demasiada gente… Pasaré por allí de once a once y media; pero no más tarde. Tengo después una cita…

Clappique desvió la mirada.

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[3] Término shanghayés: del Inglés, Kidnapped, secuestrado.

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