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El actor tenía ahora las manos abiertas como si sus palmas, totalmente vacías, quisieran convertirse en un testimonio de la pobreza más absoluta.

– Y entonces aquel hombre, aquel desdichado que se hallaba obligado a pagar tan gran deuda, se arrojó a los pies del rey. No se inclinó sólo, o agachó la cabeza, o se puso de rodillas. No, mucho más. Se lanzó al suelo suplicando y gritó: «Ten piedad de mí, y te pagaré todo». Piedad, piedad, sí, hermanos, porque si hubiera pedido justicia, inmediatamente se habría visto vendido para saldar siquiera en parte sus deudas. ¿Y qué hizo el rey al ver a aquel guiñapo postrado ante él? Podía haberlo expulsado de su presencia, condenado y vendido porque, a fin de cuentas, la ley estaba de su parte, pero no fue así como se comportó. No, en absoluto. Jesús nos cuenta que tuvo compasión del hombre y, viendo que no podía pagarle, lo perdonó. Y así, aquel sujeto, el que sólo podía esperar desgracia, fue objeto de una gracia especial, la gracia del perdón. Regresaba contento a su casa cuando, de repente, se encontró con otro siervo que le debía una cantidad pequeña, unos peniques apenas, y ¿qué hizo entonces? ¿Qué hizo aquel hombre al que tanto se le había perdonado? ¿Perdonó a su vez? No. Ni mucho menos. Todo lo contrario. Echó las manos al cuello de su deudor y, ahogándolo, le dijo: «Págame lo que debes». Aquel siervo cayó al suelo y comenzó a pedirle, a suplicarle, a rogarle que no le presionara de esa manera. Le decía: «Ten paciencia, ten sólo un poco de paciencia conmigo y te lo pagaré todo». Sin embargo, aquel al que tanto se le había perdonado no quiso perdonar y apoderándose del hombre lo arrojó en la cárcel a fin de que le pagara hasta la última moneda.

Calló y miró a izquierda y derecha como si un desconocido auditorio estuviera atento a aquella predicación y deseara comprobar el efecto que sus palabras estaban causando.

– Pero ahí no terminó todo -dijo en un tono que me arrancó un escalofrío-. No, ahí no terminó todo. Algunos siervos contemplaron lo que había sucedido y acudieron a su señor para contárselo. Entonces, el rey ordenó que aquel hombre, el hombre al que tanto había perdonado, compareciera ante él. «¿Recuerdas todo el dinero que te perdoné porque me lo pediste?», le dijo. «¿Lo recuerdas? Yo te condoné aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿Acaso no deberías haber tenido también tú misericordia de tu compañero de la misma manera que yo la tuve de ti?» Y, tras formular aquellas preguntas que se respondían solas, enfurecido, lo entregó a los verdugos hasta que le pagara todo lo que debía. Pues bien, dice el Divino Maestro: «Así os hará también mi Padre que está en los cielos si de todo corazón no perdonáis cada uno a vuestro hermano sus ofensas».

Por un momento pensé que el actor había concluido aquella parte del relato. Me equivocaba. De repente, como obedeciendo a un extraño conjuro, su rostro cambió de expresión y quedó iluminado por una sonrisa.

– Hermanos, todos nosotros somos como el deudor que debía millares de libras de oro. Todos nosotros, en mayor o menor medida, hemos quebrantado la ley de Dios a lo largo de nuestra vida contrayendo una inmensa deuda con él. Pero mi deuda, diréis alguno de vosotros, no puede ser tan grande. Y yo debo responderos que sí lo es. A lo largo de los años, nuestras transgresiones se han ido acumulando. Comenzaron quizá con pequeñas desobediencias a nuestros padres, con mentiras que nos parecían ligeras, con hurtos, pero luego se fueron sumando faltas más graves. No pocos caen en la fornicación, o en pecados con la mujer del prójimo, o roban, o codician. Y, por encima de todas esas faltas, se halla la primera, la que provocó la caída de nuestros primeros padres, el orgullo espiritual que nos lleva a pensar que somos más sabios que Dios y que, por lo tanto, podemos desobedecer Sus mandamientos. Un día, el Espíritu Santo toca nuestros corazones, horada la dureza que aprisiona nuestra alma y disipa con Su luz nuestra negrura de espíritu. Y cuando eso sucede, comprendemos que somos pecadores, que nuestra deuda con Dios es inmensa y, sobre todo, que no podemos saldarla.

Una sensación de angustia difícil de describir se había ido apoderando de mí al escuchar las últimas frases. De buena gana, le hubiera interrumpido, le hubiera pedido que se callara o incluso hubiera intentado taparle la boca con las manos, pero una fuerza muy superior a mí me mantenía inmóvil en el taburete impidiéndome detener aquel relato.

– Es precisamente cuando llegamos a esa situación, cuando más conscientes somos de nuestra pésima situación espiritual, cuando Dios nos dice: «No temas. Mi Hijo Jesús ha pagado por ti. Lo ha hecho muriendo en la cruz. Acepta con fe ese sacrificio realizado en el Calvario y la pesada carga de pecados que llevas sobre los hombros desaparecerá». Y muchos de nosotros, efectivamente, así lo hicimos. Nos hincamos de rodillas ante el Rey del universo y aceptamos su perdón, un perdón inmenso, inmerecido e infinito. Y así comenzamos una nueva vida, pero… pero la existencia no es fácil. Un día, un hermano nos ofende; otro, una hermana habla injustamente de nosotros, o incluso somos víctimas de pecados peores. Y llega un momento en que nuestro corazón se ve colmado de rencor, y el rencor engendra el odio y el odio desea consumar la venganza. Creemos, estúpidos de nosotros, que podemos convertirnos en jueces y en verdugos, y, al actuar así, olvidamos que no somos sino pecadores perdonados y que, por eso mismo, deben a su vez perdonar. Queridos hermanos, os lo suplico, perdonémonos los unos a los otros. En este día del Señor, si alguno tiene algo contra su hermano, que le perdone ahora de todo corazón de la misma manera que Dios nos perdonó en su día ofensas mucho mayores.

Por un instante más, el actor se mantuvo en pie. En aquellos momentos, hubiera podido asegurar que su rostro relucía con un brillo extraño cuya naturaleza no me había sido dado contemplar ni conocer con anterioridad. Y entonces, inesperadamente, se sumió en un silencio tan profundo como el que se da cita en los cementerios.

XVIII

Valientes conquistadores lo sois en verdad cuando combatís contra vuestras propias inclinaciones y el inmenso ejército de las tentaciones mundanas.

Trabajos de amor perdidos, I,1

– Nunca llegamos a Stratford… -dijo el hombre de verde apenas volvió a hablar. Pero pronunció cada palabra empañada por el cansancio, con un hilo de voz, como si apenas contara con fuerzas para respirar.

– Descansad -le señalé con la voz empapada de preocupación-. En otro momento…

– No, no -me insistió moviendo la cabeza-. Queda ya poco de esta noche y he de relataros todo.

– No creo que sea necesario -le interrumpí-. Mañana por la noche, quizá pasado podríamos…

– Tiene que ser hoy -me dijo a la vez que me aferraba la mano con unos dedos que, en ese instante, me parecieron extraordinariamente gélidos.

En aquel preciso momento, deseé haberme negado en redondo a seguir escuchando una palabra más. Eso fue lo que pensé, aunque no tuve la menor fuerza de voluntad para imponerme. Al final, asentí con la cabeza.

– Está bien. Está bien. Como gustéis -dije mientras volvía a sentarme.

– Nunca llegamos a Stratford, señora -prosiguió el actor-. Apenas aquel hombre terminó de predicar, recitó una oración. No fue como los rezos de la iglesia de Inglaterra o como los que repiten en latín los papistas. No, señora. Era como si el mismísimo Dios se hallara presente en aquel edificio pequeño y ese sujeto al que no habíamos visto el rostro se dirigiera a Él en nombre de todos los presentes. Luego, cuando concluyó, volvió a escucharse un susurro semejante al que habíamos percibido al llegar. Era un himno, señora, un himno más musitado que cantado posiblemente para no llamar la atención, un himno que hablaba de perdón, de gracia, de gozo y de esperanza.

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