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– Quizá tenéis muchas heridas que perdonar -continuó-. No lo dudo. Todos, en algún momento u otro, somos objeto de ofensas. Perdonad, señora. Perdonad como él. Perdonad como hizo en la cruz Aquel que nos dio ejemplo de vida. Perdonad y volved así a vivir.

Hubiera deseado responder, redargüir, argumentar, al menos, hablar. Sin embargo, los sollozos, unos sollozos que sacudían todo mi cuerpo, ahogaban cada palabra que hubiera querido arrojar desde mi corazón.

– Parecéis conmovida -dijo sonriendo el hombre de verde-. Se diría incluso que hay algo que os espanta. Tranquilizaos. Se acerca el alba y ya están a punto de terminar estas distracciones. Llegará un día en que, igual que sucede con este lugar en que nos encontramos, las torres que se ven coronadas por las nubes y los palacios lujosos y los sagrados templos, hasta el orbe en que vivís con todo lo que tiene en su interior, se disolverán y de todo no quedará ni la huella más débil. Nuestra existencia, a fin de cuentas, no es más que un sueño. Yo, por mi parte, he desempeñado mi papel, espero que a la perfección, y no he olvidado ninguna de las instrucciones que recibí.

– No… no… ahora… -balbucí suplicante-. Ahora… no.

El actor acentuó su sonrisa que parecía alegre, abierta, casi me hubiera atrevido a decir que satisfecha. Tuve la sensación de que se veía libre de una gran carga y de que incluso podía, de un momento a otro, comenzar a dar los pasos de una danza gozosa y risueña. Con gesto grácil, estiró la mano hacia la penumbra y, de repente, de en medio de las sombras, volvió a sacarla agarrando el sombrero amarillo con una pluma roja, el mismo que tanto me había llamado la atención durante la lectura del testamento y que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Trazó con él una reverencia que, seguramente, había repetido millares de veces sobre el escenario y cantó con una voz que me pareció hermosamente varonil:

Puro es el cielo y blanda, la arena;
la bella playa venid a pisar,
venid formando suave cadena;
los vientos guardan silencio cerca del mar.
¡Danzad! ¡Abrazaos sin penal
Puro es el cielo y blanda, la arena.
¿Escucháis al fondo una voz lejana?
Ésa es del can la voz sonora.
Ya cantó el gallo esta mañana;
así se anuncia siempre la aurora.
¡Danzad! ¡Abrazaos sin pena!
Puro es el cielo… y blanda, la arena.

De repente, los postigos se abrieron de par en par como si un viento impetuoso e irresistible los hubiera empujado. Un chorro de luz blanca, que parecía nacido de mil soles, entró por la estancia inundándola con una claridad cegadora. Hubiera deseado apartar mis ojos de la ventana, pero no lo conseguí. El aire fresco y brioso me había rodeado y, por un instante, me pareció que ejercía sobre mí un benéfico efecto de profunda limpieza, que arrancaba del todo la inmundicia pegajosa de decenios y que disolvía toda la miseria dolorosa que durante años se había acumulado en lo más profundo de mi corazón. ¿Qué pudo durar todo aquello? ¿Cuánto tiempo fue necesario para que concluyera? ¿Se trató de unos instantes o de horas? No lo sé, y por mucho que he reflexionado en ello desde entonces no he logrado responder a estas preguntas. Sólo me consta que cuando desaparecieron la luz y el viento, me limpié las lágrimas y busqué al actor. Pero ya no estaba.

Recorrí la habitación con la mirada, pero se encontraba vacía. Quizá el hombre de verde había desaparecido aprovechando mi desconcierto. De hecho, ante mis ojos tan sólo aparecían los dos taburetes pequeños y la mesa oscura. Mientras miraba las paredes con la esperanza de ver su silueta recortada contra ellas, recorrí el pedazo de madera basta con las yemas de los dedos y entonces mis dedos chocaron con un objeto. Bajé la vista y descubrí que se trataba de un libro.

– La tempestad -leí en voz alta-. Por William Shakespeare.

Me aferré al volumen con las dos manos, me lo coloqué bajo el brazo y abandoné la estancia con paso apresurado.

XXI

Qué extraordinaria coraza la que posee un corazón inocente! Está armado por partida triple aquel cuya causa es justa y, por el contrario, se encuentra desnudo, aunque lo cubra el acero, aquel cuya conciencia se halla corrompida por la injusticia.

Segunda parte de Enrique VI, III, 2

Me introduje entre las sábanas blancas y frescas sin que John se percatara de nada. Como tantas veces antes, dormía de manera plácida y tranquila, de esa forma sosegada que sólo nace de una buena conciencia. También yo intenté sumirme en el sueño, pero confieso que no lo conseguí. Me revolví agitada en el lecho en medio de imágenes de mi madre en brazos de un hombre alto y cabello canoso; de mi padre joven y harapiento en las calles de Londres; de la sonrisa y la mirada del actor del traje verde… Y también desfilaron ante mi Otelo y Miranda, Desdémona y Julieta, Romeo y Próspero, y aunque eran seres contemplados por primera vez, descubrí en todos ellos algo indefinidamente familiar.

Emergí de aquel torbellino de imágenes y sensaciones con un sobresalto. Abrí los ojos mientras boqueaba y contemplé a John que, de pie al lado del lecho, se vestía. Apenas reparó en mí, inclinó la cabeza y me besó la mejilla.

– Has pasado una noche agitada -me dijo subrayando sus palabras con una sonrisa leve.

– Me encuentro mal… No sé… Quizá comí algo.

John me puso la diestra en la frente. -No parece que tengas fiebre… -observó. -Quizá fiebre, no -acepté-, pero sí muchas náuseas.

– A lo mejor, sería preferible que descansaras un poco más -señaló mi marido-. Si quieres, puedo decirle a Maggie que venga…

Asentí con la cabeza. John me deslizó la mano por la cara trazando una de aquellas caricias tan habituales en él, me sonrió y salió de la habitación.

Indiqué a Maggie que me encontraba muy mal cuando entró en la alcoba al cabo de unos instantes. «Cosas de mujeres -le dije-, tendré que quedarme en la cama. Prepárame un caldo.» Me miró con los ojos dilatados por la sorpresa, casi me atrevería a decir que estaba sobrecogida. No era para menos. Era la primera vez en años que me veía permitirme una licencia semejante.

Esperé en el lecho a que me trajera el brebaje, fingí tomarlo invadida por el malestar, le di las gracias, puse cara de enferma, dejé que me remetiera la ropa de cama y esperé tranquilamente a que el sonido de sus pasos se perdiera. Entonces, cuando estuve razonablemente convencida de que no existía peligro de ser descubierta, pasé la primera página de La tempestad.

Dediqué el resto del día a sumergirme en aquella comedia, la última que había escrito mi padre y la primera a la que yo me acercaba. No estaba yo acostumbrada a leer y, al principio, me costaba ir formando las palabras partiendo de aquellas sílabas que, no pocas veces, se me antojaban juguetonas e incluso rebeldes. En varias ocasiones, tuve que repetir una frase, vez tras vez, hasta llegar a comprender su significado. Pero, cuando, finalmente, lo conseguía, se apoderaba de mí una sensación extraña y, a la vez, gratificante. Era como pasear por un prado sombrío en el que, de repente, aparecía la luz del sol o como beber un tazón de agua en medio de una agobiante jornada de calor y trabajo.

A medida que recorría aquellas páginas, no me costó comprender el entusiasmo que, desde hacía años, había provocado mi padre en las gentes. La cólera, la risa, el temor, la inquietud, la venganza, el resentimiento, el amor se entrelazaban en las palabras pronunciadas por sus personajes provocándome las más diversas sensaciones. ¡Ah, cómo odié al miserable Antonio que había traicionado a su hermano! ¡Cómo deseé el castigo del ingrato Calibán! ¡Cómo me reí con las salidas de Ariel, el duendecillo dominado por Próspero! Y, sin embargo, a pesar de todo el genio derramado en aquellas líneas, el conjunto resultaba secundario… Lo más relevante, a fin de cuentas, era que el actor no me había engañado. No, con seguridad no podía haberlo hecho. En el Próspero dolido, genial y amoroso, no me costó descubrir a mi padre, al Cisne de Stratford como le llamaba el público. Y, sobre todo, derramé lágrimas sin cuento al ver cómo me había retratado en el personaje de Miranda. Aunque, a decir verdad, debo ser sincera, Miranda no era yo. En realidad, era alguien mucho mejor que mi pobre persona. La joven hija de Próspero era brillante, buena, cariñosa, dulce… Si yo tenía esas virtudes -y no estaba, en absoluto, segura de poseerlas- desde luego no las había demostrado para con mi difunto padre. El viejo Will, como lo había llamado una y otra vez el actor, no tenía nada que envidiar al duque de Milán. Como él, había sido un hombre ligado a los libros y había poseído un poder especial y había sido traicionado por la gente más cercana y había tenido una hija, una sola y única hija, a la que había amado con todo su corazón. No podía yo decir lo mismo y, sin embargo, a esas alturas, no me cabía la menor duda de que cualquier falta que yo hubiera cometido en mi ignorancia atrevida e injusta me la había perdonado y lo único que me dolía, y me dolía intensamente, era no haber comprendido todo con anterioridad. Reflexionaba sobre todo aquello cuando, poco a poco, comencé a preguntarme por Fernando, el amado de Miranda. Por supuesto, el personaje era un fruto sazonado que había brotado de la fértil imaginación de mi padre. De eso no me cabía duda, pero aquel hombre que llegaba a la isla, que se sentía atraído por Miranda, que llamaba la atención de Próspero, que recibía su ayuda…

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