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XIII

Palabras, palabras, sólo palabras y ninguna sustancia en el corazón. La acción se da cita en algún otro lugar. Vete con el viento, viento. Una vez allí, juntos, dad vueltas y cambiad. Todavía alimenta mi amor con palabras y mentiras, pero levanta otro con sus acciones.

Troilo y Crésida, V, 3

– Una buena reputación, comenzó a decirme Will con una pronunciación clara, casi solemne, una buena reputación es el primer tesoro del alma tanto en el hombre como en la mujer. El que roba la bolsa, roba una insignificancia, una cosa que es algo y que es nada, porque hoy me pertenece a mí y mañana a mí y a otros mil. Sin embargo, el que me roba el buen nombre me despoja de algo que a él no le enriquece y a mí me empobrece.

– Parecen las palabras de un predicador… -comenté.

– Quizá -concedió el actor sin mucha convicción-. Eso, sí, o la reflexión de alguien que teme haber perdido aquello de lo que habla. Claro que en esos momentos no se me ocurrió nada parecido. Pensé, a veces soy así de ingenuo, que me estaba recitando un fragmento de alguna nueva obra. Bueno, no andaba tan desencaminado, pero no adelantemos acontecimientos. En aquellos instantes, debí quedarme mirando a vuestro padre como si fuera un ser extraño. No sé… Yo iba a decirle que no podía tratar de esa manera a nuestra pobre Porcia y él me salía con aquella parrafada sobre la buena reputación. Y entonces… entonces… me tomó de la mano… fue… no sé cómo decíroslo… fue como si tirara de mí, pero de una manera suave y fuerte a la vez, y me obligó sentarme a su lado, y me lo contó todo…

– No tenía por qué injuriar a mi madre y menos con un extraño -protesté.

– Señora, no conocéis en absoluto cómo era el viejo Will. No dijo una sola palabra denigratoria. De sus labios no salió el menor insulto. Creo que nunca, nunca, nunca relató Shakespeare una historia con mayor parquedad de términos. Ahora que lo pienso toda la conversación fue como un taburete que se sostenía sobre tres patas: Anne – amante – trabajo. Supongo que a eso se había reducido su vida en aquellos instantes. A vuestra madre a la que seguía amando con todo su corazón, al descubrimiento de que desde hacía tiempo tenía un amante y al trabajo al que se dedicaba en cuerpo y alma.

– Por supuesto, ni una palabra de sus hijos -protesté aunque, en realidad, sólo me sentía irritada porque no había dicho nada de mí.

– Oh, sí, también se refirió a sus hijos -dijo el actor con un rictus amargo-. Si fuera verdad, me dijo, si lo fuera, que no es nada seguro, me los traeré a Londres, a vivir conmigo. A esas alturas, señora, Will se aferraba a la esperanza, bien endeble por otra parte, de que Anne fuera inocente, de que aquel muchacho de vista de águila no hubiera visto bien, de que su esposa no le hubiera regalado su pañuelo a un amante…

– Quizá -comencé a decir súbitamente acongojada- no se equivocaba. Quiero decir que no resultaba tan seguro todo aquello y si amaba a mi madre…

Callé de repente. Si amaba a mi madre… Claro, a qué podía atribuirse aquel sufrimiento si no la quería, pero eso, eso era precisamente lo que ella había negado durante años y años, vez tras vez, ocasión tras ocasión.

– ¿Tanto os cuesta llegar a esa conclusión? -me preguntó el actor y al escuchar sus palabras sentí cómo las mejillas me ardían de vergüenza, una vergüenza que no nacía del tono de voz empleado, por demás delicado y cortés, sino de un incipiente sentimiento de que podía haberme equivocado, de que podía haber sido injusta, de que podía haber juzgado a mi padre sin siquiera haberlo escuchado una sola vez.

Guardó silencio por un instante y, de nuevo, me pareció distinguir en su mirada aquel dolor mal contenido que sólo de manera ocasional había emergido desde lo más hondo de su corazón a medida que pasaba la noche.

– Creo -dijo al fin- que Will temía que todo aquello fuera verdad, pero ansiaba con todas sus fuerza que se tratara de un error, que no pasara de una equivocación, que aquel majadero larguirucho se hubiera equivocado. Recuerdo que en un momento de aquella tristísima conversación me apretó la mano y me dijo que había que conservar la calma. ¡Yo! ¡Conservar la calma, yo!

Se mantuvo en silencio el actor por un instante aunque a mí me resultó eterno, inmenso, sin límites. Entonces, de manera inesperada, su mirada quedó fija en un punto lejano, en algún lugar del pasado que, una vez más, veía con toda nitidez mientras que yo me esforzaba infructuosamente por contemplarlo.

– Guárdate de los celos -recitó-. Son el dragón de ojos verdes que odia el alimento de que se nutre. El marido engañado que confía en su suerte, aunque no ame a su esposa que ha violado el pacto, vive protegido del cielo; pero ¡qué terribles son los tormentos del alma que quiere con ardor y está sumida en la duda; del que venera a la que ama y, a la vez, encierra en su interior la sospecha!

El actor respiró hondo y, procurando que no se notara, persiguió una lágrima que había logrado deslizarse por su mejilla izquierda.

– Yo quiero ver antes de dudar -me dijo-. Y si llegó a dudar, quiero pruebas y cuando todo quede probado, se acabó todo. Tanto los celos como el amor.

– ¿Y vos qué le dijisteis? -indagué.

– Yo, señora mía, actué como un estúpido -rememoró trémulamente-. Hubiera debido achacar todo a la necedad del mensajero o hablar de la luz que ciega o de la oscuridad que no permite distinguir las siluetas con nitidez, pero… pero no supe hacer nada de aquello. ¡Estúpido de mí! ¡Necio de mí!, le puse la mano en el hombro y le aconsejé… le aconsejé…

– ¿Cuál fue vuestro consejo? -pregunté con voz temblorosa.

– «Vigilad a vuestra esposa -respondió agitado-. Observad su conducta con los hombres y actuad de manera prudente. No mostréis ni celos ni confianza. No desearía», insistí, «que vuestro corazón noble y veraz se viera expuesto a la traición por causa de su misma generosidad». Y al final, necio, necio de mí, aseguré de manera petulante: «Tened presente que en Inglaterra las mujeres confiesan a Dios lo que no se atreverían a decir a sus esposos. Para ellas la virtud consiste no en abandonar lo malo, sino en saber esconderlo».

– Lo que dijisteis era muy injusto -protesté con un hilo de voz.

– Sí, mi señora. -Bajó la mirada el actor-. Lo es, pero vuestro padre… Ah, el viejo Will me miró y me dijo que no tenía la menor intención de someter a Anne a vigilancia alguna. No, jamás. Si acaso, que alguien le demostrara que su esposa era una furcia, pero que lo hiciera proporcionándole una prueba irrefutable o, por la salvación eterna de su alma, lo convertiría en presa de los perros.

– ¿Acudió alguien a proporcionarle esa prueba? -pregunté con el corazón golpeándome acelerado contra la tabla del pecho.

– Vuestro padre nunca lo hubiera permitido -me respondió-. No. Deseaba, ansiaba, necesitaba creer que vuestra madre era inocente, que todo se trataba de un error, que todo se reducía a la estupidez de un aldeano transplantado a Londres.

– Entonces…, entonces mi madre quizá fuera inocente… -dije con un hálito de esperanza repentina latiéndome en el pecho.

– No. No lo era -contestó el actor-. Y la prueba de su culpabilidad… ah, mi señora, ésa aparecería de la manera más inesperada.

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