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– Imagino que esa parte de la historia la conocéis -dijo ahora el hombre con tranquilidad-. Vuestros padres contrajeron matrimonio en el mes de noviembre de 1582. A vuestra madre no se le notaba el embarazo, eso es cierto, pero, por lo que sé, tenía un aspecto deplorable. Estaba pálida y demacrada, y vomitaba a todas horas.

Me hallaba a punto de decirle que se ahorrara los detalles, pero no hubo necesidad. Como si a él también le desagradara referirme tan prosaicas circunstancias, cambió de tema inmediatamente.

– A vos os bautizaron en mayo. Como vuestro padre habíais nacido bajo el signo de Tauro. Los que entienden de estas cosas dicen que los Tauro son constantes, sensuales, laboriosos, atractivos, seductores… buen signo, sin duda.

– La astrología es un pecado -repuse más molesta, en realidad, por lo que acababa de señalar que por el hecho de que respaldara una ciencia oculta condenada por las Sagradas Escrituras.

– Sin duda, sin duda -concedió rápidamente el actor- y, seguramente, es además una estupidez. ¿Quién podría dudarlo? Y, sin embargo… sin embargo, vuestro padre, sin ir más lejos, reunía en su interior no pocas características de las que se atribuyen a los Tauro. Era extraordinariamente trabajador, constante, fuerte, muchos hubieran dicho que testarudo…

Deslizó la yema del índice sobre la pluma roja de su sombrero y luego elevó el dedo en el aire como si hubiera echado a volar.

– ¡Ah! ¡Qué arte más inquietante es la astrología! Bueno, dejemos el tema y sigamos con nuestra historia. A vuestro abuelo no le gustó perder a su hija. No le faltaban razones para sentirse mal. William tan sólo tenía dieciocho años, no contaba con medios para sustentar una familia y, lo más importante, quizá pensó que aquello iba a ser únicamente un devaneo pasajero. Pasajero, ¡ja! De momento, le había dejado preñada a la hija…

– Señor… -volví a protestar.

– Sí, sí, ya sé. -Levantó la diestra como si deseara parapetarse tras ella de mis protestas-. Bueno, el caso es que el pobre Will lo pasó muy mal en aquellos primeros días de matrimonio. Amaba a vuestra madre y, ciertamente, el fuego que se enciende al inicio de todas las relaciones ardía todavía muy vigoroso en sus huesos y sus venas, pero más de una noche tanto él como Anne tuvieron que irse a la cama con un pedazo de pan reseco como todo alimento. Creedme, señora, ¡qué difícil es mantener los rescoldos ocultos cuando sobre ellos sopla frío el viento cruel del hambre!

– Mi madre era muy buena administradora -repuse recordando la manera en que me había referido lo sucedido en aquella época-. De un solo pollo podía sacar tres, cuatro, cinco comidas, incluso más.

– Mi buena mistress Hall, disculpad que os lo diga, pero dudo mucho que durante toda vuestra gestación vuestros padres comieran pollo más de dos o tres veces. Porridge, avena aguada, algo de leche, sí, pero pollo… No, eso era un lujo que se escapaba de su alcance.

– Pero el abuelo no hubiera permitido…

– ¿Cómo? -dijo arqueando las cejas en un exagerado gesto de sorpresa-. ¿Acaso tenéis noticia de que vuestro abuelo los ayudara por aquel entonces? ¿Os ha contado vuestra madre que les diera dinero o que, por ejemplo, les sorprendiera en alguna ocasión con un regalo de comida, con un presente alimenticio, con una albricia nutritiva?

Por unos instantes me escarbé la memoria en busca de una respuesta mientras me sentía insoportablemente escrutada por el actor. Mi madre me había hablado muchas, muchísimas veces de los primeros días de mi vida, pero… era cierto, no, no podía dar con ninguna referencia a ese auxilio tan necesario.

– Entonces… ¿nunca os contó nada al respecto?

Me pareció percibir en su pregunta un tono burlón, pero era tan ligero, tan liviano, tan sutil que reconocí que podía tratarse de un mero fruto de mi imaginación.

– Mistress Hall, vos, gracias a Dios, nunca lo habéis experimentado, pero es muy duro tener una familia y no poder alimentarla -continuó el amigo de mi padre-. Cada vez que escuchas a los niños llorando de hambre se te parte el alma, pero si además la esposa no ayuda, si sus palabras son una cascada continua de quejas, si recuerda lo feliz que era con su padre…

– ¿Acaso mi madre era así? -le interrumpí.

– Vuestra madre volvió a quedarse encinta un año después de vuestro nacimiento y esta vez los niños fueron dos.

– Hamnet y Judith.

– Sí, Hamnet y Judith. Niño y niña. Una parejita. Dos bocas más. Dos bocas que, dicho sea de paso, había que llenar a diario. Por fin, Will se hartó. Pensaba siempre las cosas mucho, pero imagino que a esas alturas el peso de la vida pudo más que la sensatez. Un día alguien le habló de la posibilidad de convertirse en furtivo y cazar ciervos. En otra situación… con menos hambre… bueno, estoy seguro de que Will hubiera rechazado la menor posibilidad de atentar contra la propiedad ajena, pero en aquel entonces…

– ¿Estáis insinuando que mi padre se convirtió en un ladrón? -pregunté sorprendida.

– ¿Insinuando? No, no insinúo. Os lo estoy contando. Vuestro padre entró en la finca de sir Thomas Lucy, de Charlecote, cerca de Stratford, y se dedicó, con más voluntad que éxito, eso sí, a cazar sus ciervos.

Bajé la cabeza avergonzada. Por supuesto, no era la primera vez que oía hablar mal de mi padre, pero jamás, jamás, jamás, había llegado a mis oídos la especie terrible de que hubiera transgredido la ley.

– Le cogieron, por supuesto. No hay que extrañarse de ello porque era muy torpe. No os lo puedo ocultar -prosiguió el actor-. Podía haber dado con sus huesos en la cárcel, pero los siervos de sir Thomas consideraron que no merecía la pena tomarse el trabajo de arrastrarle ante la justicia. Prefirieron darle una paliza. Durante algunas semanas, vuestro padre no pudo abandonar el lecho a consecuencia de las heridas. Hay quien afirma que estuvo incluso suspendido entre la vida y la muerte…

Me llevé las manos a la boca para reprimir una inoportuna manifestación de dolor.

– Por supuesto, aquellos golpes no calmaron el hambre que teníais vos y vuestros hermanos y, con semejante panorama, Will decidió continuar por la senda del mal, sólo que ahora se dedicó a atrapar conejos. Pensaba ingenuamente que un robo así pasaría más desapercibido que el de un ciervo…

– ¿Y fue así?

– No, mistress Hall. No. ¡Qué va!

Por unos instantes nos mantuvimos en silencio. Las imágenes que conservaba de mi padre eran muy escasas, pero en aquellos momentos lo imaginé sobrecogida en manos de unos gañanes al servicio de un caballero encantados de azotarlo, de hundirle los puños en el cuerpo, de patearlo y de pisotearlo.

– Will hubiera podido quedarse en Stratford, mistress Hall -prosiguió el actor-, pero, como sin duda comprenderéis, perseveró en la idea de hallar una forma de mantener a su familia y… y decidió marcharse a Londres.

IX

Nunca leí, ni oí narrar en cuento o historia que el curso del amor verdadero haya discurrido en alguna ocasión con suavidad.

El sueño de una noche de verano, I,1

– Yo sólo tenía dos años… -dije quedamente.

– Sí, dos años apenas -reconoció el actor-. Y los gemelos eran bebés que lloraban durante todo el día y vuestra madre una esposa que sólo veía inconvenientes. Will hubiera deseado que lo ayudara, que lo apoyara, que lo respaldara como se supone que ha de hacer una buena esposa, pero la realidad era muy diferente. Lo miraba como a un niño malcriado e incapaz. A sus ojos, no era sino un jovenzuelo que la había decepcionado.

– ¿Pretendéis decirme que había decidido escapar de mi madre? -comenté airada.

– Señora, no podéis imaginar hasta qué punto la amaba -dijo apesadumbrado aquel hombre que, al parecer, había tenido acceso, un acceso que se me antojaba casi mágico, a los secretos de mi padre-. Mientras se revolvía en el lecho pensando en que la única salida que le quedaba consistía en marcharse de Stratford se decía que semejante conducta resultaría un medio para amarla más y que aún le pareciera más hermosa. La quería tanto que estaba convencido de que la fealdad misma le recordaría en Londres a la mujer que amaba y se decía que aunque le enseñaran a la más delicada de las hembras y toda su hermosura tan sólo le llevaría a recordar que su amada, Anne, aún era más bella. La verdad es que cuando Will partió para Londres era todo salvo feliz. Y además tampoco estuvo muy oportuno en el momento… ¡Fue el año en que la buena reina Isabel ordenó decapitar a la escocesa María Estuardo! Todo el mundo pensaba entonces que íbamos a entrar en guerra contra el Papa, contra España y contra Francia. Bueno, todos no. Vuestro padre tenía la cabeza y el corazón en otras cosas.

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