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Al fin y a la postre, como afirmó Próspero, el personaje al que tanto se parecía: «Estamos hechos de la misma sustancia de los sueños y es un sueño lo que circunda nuestra vida insignificante». Así lo he leído vez tras vez en aquel ejemplar de La tempestad que me dejó un personaje ataviado con un extraño traje verde y que constituye una sólida prueba documental de que no soñé nada, sino que lo viví todo.

Ya lo dijo Antonio, el mercader de Venecia: «En estricta justicia ninguno de nosotros encontrará salvación». La redención sólo puede venir «por la preciosa sangre de Cristo derramada por nuestros graves pecados» dejó escrito mi buen padre en Ricardo III, y mi marido, como buen puritano, lo afirmaría con verdadero fervor. Precisamente por eso, no me cabe duda de que en algún lugar el alma de mi padre habrá encontrado la paz de la que careció durante décadas. Él, que creó tanta belleza, habrá sido escuchado por el Único que merece en verdad el nombre de Creador; él, que perdonó, habrá sido perdonado, no por sus méritos, sino por Su misericordia; y él, que amó como padre bueno e incomprendido, habrá sido recibido en el seno del Padre que más ha amado a pesar de no ser entendido por el género humano. Así descansará en paz a la espera de que yo vaya a su encuentro cuando el Señor lo disponga.

Nota del autor

Hace unos años cayó en mis manos una copia del testamento de Shakespeare. Confieso la enorme sorpresa que experimenté al descubrir que contenía unos términos que he descrito literalmente en esta novela. Obligado resultaba reconocer su rareza y, por supuesto, la pregunta no tardó en plantearse: ¿Qué había podido impulsar al escritor a pasar por alto a una esposa que le había dado varios hijos? Se trataba de una cuestión sugestiva, pero cuanto más la investigaba más enigmática se me iba antojando. Por ejemplo, no tardé en descubrir que Shakespeare se había ocupado de las cuestiones económicas relativas a la manutención de su familia y que incluso se dedicó a realizar inversiones, por cierto bastante afortunadas, en Stratford, pero que, a la vez, sus visitas a la familia resultaron escasas. No sólo eso. Mostró un distanciamiento notable -y difícil de explicar- hacia los dos gemelos a los que su esposa había dado a luz. No estuvo presente durante la enfermedad del varón -algo inexplicable dada la distancia entre Londres y Stratford- y desdeñó claramente a la hija. ¿Qué había impulsado a Shakespeare a comportarse así?

Tras mucho darle vueltas, acabé sospechando que el autor había abrigado profundas dudas de que Hamnet y Judith fueran hijos suyos. La creencia en la infidelidad de Anne no lo había arrastrado al divorcio seguramente porque semejante institución no estaba nada bien vista en la anglicana Inglaterra y, por añadidura, habría dañado su nombre. Siguió comportándose, por supuesto, como un padre y un esposo modélico, pero no por ello se vio libre de sus sospechas. Ese punto de arranque me llevó a pensar que Shakespeare había ido narrando su especial aventura personal valiéndose de algunas de sus obras. Enamorado, siendo adolescente, de Anne se sintió como Romeo; sufrió posteriormente los celos, como le había sucedido a Otelo y, finalmente, pensó en dejar todo a su hija -única- Susanna, de la misma manera que Próspero se comportaba con Miranda en La tempestad, la última obra de Shakespeare.

Por supuesto, no podía pasar en mis conclusiones de la conjetura, pero a medida que seguía especulando iban apareciendo aquí y allí nuevos datos verdaderamente chocantes. Ese fue el caso, por ejemplo, del afecto que Shakespeare profesó a John Hall -y la manera en que lo ayudó económicamente- a diferencia del despego que manifestó por su hija Judith.

En esta novela he intentado unir todas las piezas del rompecabezas y de ahí que todos los datos relacionados con la vida de Shakespeare (incluido su tiempo como cazador furtivo y la paliza que recibió al ser atrapado en esa actividad ilegal), de Anne Hathaway, de sus hijos o de sus yernos sean correctos. También son escrupulosamente exactos los referidos a su testamento, entierro o monumento en Stratford. Sólo me he tomado la libertad de imaginar las motivaciones de los personajes y de entrelazarlas en lo que, a mi juicio, constituye un todo coherente. A fin de cuentas, una novela es, por su propia naturaleza, una obra de creación. Yo espero que ésta, aun recurriendo a la magia, haya sido además de descubrimiento y que, al menos, entretenga a sus lectores.

Madrid, Día de la Reforma, 2006

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