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Me levanté del lecho y me acerqué a la ventana. Abrí la hoja y contemplé el paisaje exterior. No quedaba el menor vestigio de que hubiera llovido tanto durante las horas anteriores. Tan sólo, quizá, que la hierba tenía un color más brillante. ¿Quién hubiera creído que, durante toda la noche, la tempestad había estado descargando su violencia sobre aquellos campos? Respiré hondo hasta que el aire fresco invadió todo mi cuerpo.

Fernando… Fernando… Fernando… John había llegado a Stratford algunos años después de la muerte del pobre Hamnet. Al principio, no me había llamado la atención. Era un joven más en el pueblo, pero… debió acercarse a mí… sí, cuando yo era ya una vieja de veinticuatro o veinticinco años que tenía muy cuesta arriba la posibilidad de casarse. ¡Dios santo, cuánto había sufrido en aquella época! Imaginaba el futuro que me esperaba y me veía soltera y amargada para siempre. Como mi madre, pero sin hijos. Ocupándome de la descendencia de mi hermana Judith y escuchando, pero fingiendo que no llegaban hasta mis oídos, las burlas y las risitas de las mujeres que habían tenido la suerte de contraer matrimonio. Al principio, no había podido creerlo. Tan apuesto, tan educado, tan cortés y acudiendo a mi lado. Claro que John tenía sus rarezas. Como todos los hombres, supongo. En ocasiones, sobre todo los domingos, desaparecía durante unas horas. No muchas. Tan sólo unas pocas y luego volvía a aparecer. Pensé más de una vez que quizá se dirigía, como tantos hombres, a alguna taberna o incluso a algún burdel, pero no, John no olía ni a cerveza ni al perfume asqueroso y dulzón de las rameras.

Quizá el deseo de no perderlo o esa confianza o ambas circunstancias a la vez fue lo que hizo que pasaran varios años de cortejo antes de que un día insistiera en que deseaba acompañarlo en su escapada de los domingos. John palideció -sí, no me cabía la menor duda de que se le había puesto el rostro del color de la leche recién ordeñada- cuando escuchó mis palabras. Se negó, se resistió, intentó zafarse de mis pretensiones, pero, al final, acabó aceptando cuando le amenacé con romper nuestra relación. ¿Hubiera llevado hasta el final mis amenazas? Por supuesto que no. Fingía. Pero mi tenacidad fue tal -nacida bajo el signo de Tauro hubiera dicho el actor- que John acabó cediendo.

Nunca había podido olvidar aquella mañana de domingo. John estaba tenso, nervioso, como si se viera obligado -¿acaso no era así?- a llevar a cabo algo que no deseaba. Y, sin embargo, ¿qué fue lo que hicimos en todo el día? Nada. Absolutamente nada. Pasear por los campos e intentar entablar una conversación que quedaba en nada porque estaba ausente, distraído y mirando continuamente a un lado y a otro como si temiera que alguien pudiera sorprendernos. «¿Esto es lo que haces los domingos cuando no estás conmigo?», le acabé preguntando entre sorprendida y airada. «Pues claro -me respondió-, ¿qué esperabas?»

Mi testarudez tuvo sus consecuencias. Se dio la infeliz casualidad de que aquel domingo, precisamente aquel domingo, fue el que señalaba anualmente la iglesia de Inglaterra para que todos los fieles comulgaran. Entretenidos en nuestro paseo, no acudimos a la obligada cita con la Cena del Señor. Nos procesaron, pero el magistrado fue benévolo. No es que fuéramos muy jóvenes, pero nunca habíamos dado mal ejemplo ni habíamos sido motivo de escándalo y, al fin y a la postre, mi padre -el padre al que nunca veía- era estimado por la cabeza de nuestra iglesia, por la corona. ¿Cómo íbamos a ser nosotros papistas ocultos o, lo que hubiera sido peor, puritanos? No. Únicamente formábamos una pareja de enamorados que se había distraído en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas. Al final, nos escapamos con una simple amonestación en la que se nos insistió para que no nos dejáramos desviar de los caminos del Señor. No teníamos, desde luego, intención de que así fuera.

Nos casamos en junio del año siguiente. Fue una ceremonia tristona, con mis padres presentes y con caras largas. No, en realidad, sólo mi madre tenía mal aspecto. Ahora que lo pienso creo que mi padre estaba contento. Contenido en su alegría, sí, pero feliz. Tanto que no pude evitar preguntarme la causa de su gozo y me contesté que era por librarse de una hija a la que ya imaginaba solterona.

No son pocos los matrimonios que mezclan la miel de los primeros tiempos con el acíbar de la estrechez económica. Pero a nosotros se nos dio el vernos libres de esa angustia. John demostró una habilidad especial -que yo nunca hubiera sospechado, lo reconozco- para realizar negocios. Por supuesto, mi marido era trabajador y procuraba ahorrar, pero ¿cuántos esposos no tienen esas mismas cualidades y aun así su mujer se va a la cama con hambre? Pensándolo ahora, no podía evitar sospechar que John, mi marido, mi… Fernando había contado con la ayuda de Próspero.

– ¿Estás bien, Susanna?

Con un respingo me aparté de la ventana. Mi esposo acababa de entrar en la alcoba.

XXII

Es hereje el que enciende el fuego y no el que arde en él.

El cuento de invierno, II, 3

Una nube de inquietud se había posado sobre los ojos de John convirtiendo su mirada en asustadiza y temerosa.

– ¿Estás bien, Susanna? -volvió a preguntarme.

– Sí…, claro -respondí acercándome a él y besándole la mejilla-. ¿Cómo te ha ido el día?

– ¿Te encuentras mejor? -insistió sin responder a mi pregunta.

– La verdad es que sí -le dije-. Me lavo y voy a la cocina a echar una mano a Maggie.

– Quizá sería preferible que te quedaras descansando… -me aconsejó.

Le apreté la mano y deposité un beso sobre su rostro.

– No. Estaré mejor levantada. No era nada de importancia.

Me vestí bajo la mirada de John. Por regla general, le gustaba verme mientras me quitaba y me ponía la ropa. Decía que eran acciones que le demostraban que era mi esposo y que, al contemplarlas, se sentía muy feliz. Seguramente era así, pero en esos momentos me pareció que, en lugar de gozo, sólo había zozobra en su espíritu.

– John -le dije después de respirar hondo-. He estado pensando en lo… en lo del testamento de mi padre. Por más vueltas que le doy… Me resulta incomprensible porque… porque mi padre no te dio dinero cuando nos casamos, ¿verdad?

Frunció John los ojos por un instante como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago y deseara aparentar que no le había dolido.

– Si te refieres a la dote… -comenzó a decir.

– No -corté con una aspereza que a mí misma me sorprendió-. No estoy hablando de la dote. Verás… a nosotros nos han ido muy bien las cosas…

– Gracias a Dios -musitó John-. El Señor nos ha bendecido generosamente y además hemos trabajado mucho.

– Sí. Sé de sobra todo lo que has trabajado. Eres muy buen hombre, John, y estoy muy orgullosa de ti. Cualquier mujer de Inglaterra lo estaría, pero no me refiero a eso. Lo que quiero decir es si mi padre nos ayudó antes de morir, si… si te entregó algún negocio, si…

John dio unos pasos y se dejó caer sobre la cama. Su rostro se mostraba abatido. Como, si de repente, hubiera caído sobre sus hombros un fardo mucho más pesado de lo que podía soportar.

– Will nunca quiso que te lo contara -dijo al fin-. Pensaba que lo rechazarías, que se lo tirarías a la cara, que me reprenderías por ello.

– ¿Fue mucho dinero?

John bajó la mirada y, sin despegar los labios, asintió con la cabeza.

– Y todo empezó nada más casarnos, ¿verdad?

– Antes -respondió John todavía con la cabeza gacha.

– ¿Fue por eso por lo que te casaste con una solterona como yo? -indagué inquieta.

– ¡No, Susanna, no! -protestó John mientras saltaba del lecho como si lo hubiera impulsado un resorte invisible-. Yo… yo te quise desde el primer momento en que te vi…

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