Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Eso fue todo?

– Eso fue todo.

– ¿Y vos…?

– En circunstancias normales, no hubiera hecho ni dicho nada. Sabía que Will deseaba estar tranquilo cuando escribía y que además eso era lo mejor para todos. Pero, aunque no deseáramos reconocerlo, todo había dejado de ser normal en los últimos tiempos.

– Luego hablasteis con él…

– Me acerqué y le dije: ¿pasa algo, Will?

– ¿Pasa algo, Will? -repetí sorprendida.

– Sí, sólo eso -zanjó sin más explicaciones el hombre de verde.

– Bueno… ¿y qué contestó mi padre? -dije ansiosa por conocer el final de aquella historia.

– Continuó escribiendo como si no me hubiera oído. Con calma, tranquilo, incluso impasible. Hasta mojó la pluma un par de veces en el tintero como si no me encontrara presente. Estaba a punto de retirarme cuando, sin alzar la vista, dijo: «Hamnet está muy enfermo». Pronunció la frase con una frialdad…

– Pobre Hamnet…, apenas vio a mi padre y, sin embargo, lo quiso siempre tanto… -musité, pero el actor no me escuchaba.

– Entonces levantó los ojos, aquellos ojos que ya no miraban como antes y me dijo: ¿Cuánto tiempo dura el embarazo de una mujer?

– ¿El embarazo de una mujer? -exclamé sorprendida.

– Sí, eso fue lo que dijo. Confieso que al escuchar aquellas palabras no supe qué responderle y me quedé callado. Entonces Will tomó un paño, limpió en él la punta de la pluma, la depositó sobre la mesa y me dijo: ¿No sabes a lo que me refiero? Bueno, sí, claro que lo sabía, pero ¿adónde quería llegar? Me refiero a su preñez, me dijo, a los meses que tiene que llevar a una criatura en su seno antes de dar a luz. ¿Lo sabes?

Hubiera querido ocultar mis sentimientos, pero no pude evitar que unos lagrimones calientes, gordos, que ardían, me empezaran a caer por las mejillas.

– Tarda nueve meses, me dijo y, como si yo no pudiera entenderlo, levantó las dos manos con sólo nueve dedos extendidos. Nueve meses. Por supuesto, en ocasiones el parto se adelanta o, simplemente, la boda se celebra cuando la muchacha está preñada y entonces parece que el niño ha sido prematuro. Sí, a veces, eso es lo que sucede…

Sí, claro que eso era lo que sucedía. Yo misma era una prueba de ello.

– «¿Qué quieres decirme, Will?», le pregunté. Creo que dudó por un momento si debía o no continuar esa conversación, pero, al final, respiró hondo y dijo: «Anoche estuve hablando con un hombre que es de un pueblo cercano al mío. No lo conocía. Bueno, nunca me había encontrado con él. Se trata de uno de esos parientes de mi mujer, de la familia de mi mujer, para ser más exactos, que ha pasado alguna vez por Stratford. Los visitó hace unos años, ¿sabes? Cuando estaba ausente… Cuando no pude yacer con Anne porque los siervos de un señor me habían dejado el cuerpo maltrecho a golpes… cuando no sabía si podría volver a levantarme del lecho… cuando aún no había pasado por mi corazón la posibilidad de venir a Londres… para abrirme camino y ganar el pan para Anne y los niños… Aquel hombre pasó por allí y se quedó unos días».

– ¿Cuándo sucedió eso? -le interrumpí.

– Eso mismo fue lo que le pregunté porque… porque, señora… Y… y entonces… entonces me dijo… me dijo…

– … que había sido nueve meses antes del nacimiento de los gemelos -completé la frase.

– Sí -musitó con voz trémula-. Eso fue exactamente lo que me dijo y luego me habló de que…

– …de que ese… pariente era el hombre del pañuelo… el mismo que había visto el aldeano… el padre de Hamnet y de Judith… el amante de… de mi… madre… Fue así, ¿verdad?

El actor movió la cabeza en mudo asentimiento.

– ¿Y por eso no acudió a Stratford? ¿Por eso permitió que llorara hora tras hora, que le llamara una y otra vez sin obtener respuesta, que se fuera consumiendo con la palabra «padre» asomándole a los labios sin parar? ¿Por eso? Aquel… aquel niño… aquel niño lo quería… No, no lo quería. Lo adoraba. Sólo sabía hablar de su padre, del hombre que actuaba en Londres ante nobles y villanos, de aquel escritor que era superior a cualquier varón que hubiera podido nacer en estas islas… Poco le importaba que le hubiera prestado tan poca atención, que le hubiera visitado en tan escasas ocasiones. Ni mi madre, ni Judith, ni yo pudimos proporcionarle ningún consuelo. Murió una noche de delirio, una noche en la que sólo acertó a preguntar si tardaría mucho en llegar su… su padre…

– Lo siento… Lo siento de verdad… -musitó con pesar el hombre de verde.

– Sí, os creo -dije airada como si toda la cólera acumulada durante esos años saliera ahora de la misma manera que la sangre mana incontenible de una herida profunda y abierta.

– No pretendo justificar a vuestro padre -comenzó a decir el actor-. Pero acababa de descubrir que su mujer le había engañado con un hombre durante años…

– ¿Y qué culpa tenía Hamnet? -le interrumpí.

– Ninguna, señora, ninguna -respondió-. Tan sólo estaba pagando la enorme desgracia de tener una madre que no había sentido reparo alguno en acostarse con un hombre que no era su marido, un pobre marido al que luego además le había presentado como propios los hijos de un extraño. Es fácil juzgar y, seguramente, no carecéis de razón, pero Will la quería y había demostrado cada instante durante todos aquellos años su amor por ella. Ahora había descubierto que sufría el daño de los pájaros atacados por el cuco. Aquel sujeto había colocado sus huevos en el nido ajeno y el fruto de aquel adulterio durante años había pasado por ser ante los ojos de los hombres la descendencia, legal, auténtica, amorosa del pobre Will Shakespeare, el hombre que rechazaba a las mujeres por fidelidad a una hembra que lo había engañado con un sujeto más desprovisto de sabor que el suero pasado. Puede que vuestro padre os parezca cruel, pero, señora…, cuánto mal pudo hacer y no llevó a cabo.

XVI

La tentación más peligrosa es la que nos lleva hasta el pecado por amor a la virtud.

Medida por medida, II, 2

– ¿Qué queréis decir?

– ¿No comprendéis lo qué quiero decir? -me preguntó sorprendido el actor-. Pues ni más ni menos que vuestro padre podría haberse vengado de aquel personaje que había irrumpido en la vida de su familia e incluso le había dejado dos hijos bastardos.

– Entiendo -dije mientras me subía una náusea hasta la garganta-. Entiendo, sí. La ley respalda al cónyuge engañado…

– ¿La ley, señora? ¿La… ley? Ah, qué poco conocéis las pasiones de los hombres… Pocos están dispuestos a recurrir a un juez. Todo lo contrario. Su corazón, su espíritu, su alma les gritan que han de dar muerte, que deben mutilar, que tienen que destrozar el cuerpo que ha servido para aniquilar su vida. Así lo reclama la sangre que les hierve por las venas.

– La sangre que les hierve por las venas… -repetí-. ¿Estáis seguro, señor? ¿Es su sangre o es su orgullo masculino? ¿Es su sangre o es su vanidad herida? ¿Es su sangre o es la soberbia golpeada?

– Sois injusta con vuestro padre -replicó-. Durante años amó a esa mujer, le dio todo, incluso aceptó el tener que separarse de ella para que nada le faltara. Oh, por Dios, si incluso aparecía en las escenas de sus obras más amadas, si hasta la perfilaba en Julieta y en Porcia y en… ¿Os parece demasiado que odiara al hombre que había destruido aquello? ¿De verdad os extraña? Pero ¿es que acaso vos no amáis?

No respondí a sus preguntas, pero no podría decir por qué guardé silencio. ¿Deseaba proteger a mi madre de una acusación que me parecía terrible minimizando la culpa de su amante? ¿Temía que el castigo que los maridos desean descargar sobre los adúlteros recayera en algún momento sobre las esposas? ¿Me horrorizaba la simple perspectiva de que los hombres se convirtieran en magistrados de asuntos que sólo Dios podía juzgar? A día de hoy sigo ignorándolo, pero no puedo evitar una sensación de profundo malestar al recordar aquel punto de nuestra conversación.

18
{"b":"125204","o":1}