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VI

27 de abril de 1616

El hombre del traje verde estaba sentado al lado de una mesa pequeña en la que apenas había lugar para que pudieran comer dos personas. En otras circunstancias estoy segura de que me hubiera detenido a observar los detalles de la habitación, pero en aquellos momentos, mis ojos quedaron fijos en la llama negridorada que ardía a escasas pulgadas del rostro del hombre y en el sombrero amarillo de altiva pluma roja que situado a un palmo parecía dormitar sobre la mesa. Quizá en otras circunstancias aquella visión se me hubiera antojado fantasmal, terrible, horripilante. En esos momentos, sólo me pareció la cara de un hombre de edad madura, peso excesivo y dudoso gusto para vestirse, que esperaba pacientemente a que yo hiciera acto de presencia.

– Tomad asiento -me dijo sin levantarse a la vez que señalaba al extremo opuesto de la mesa con la palma de la mano extendida.

Apenas había depositado mis ateridas posaderas en el estrecho taburete, cuando experimenté un ligero mareo unido a una sensación de irrealidad, como si todo aquello no sucediera, como si formara parte de un sueño extraño nacido de la mente turbada de un beodo, como si me hubiera sido concedido el dudoso don de acercarme a un lugar situado más allá de la vida que se vive debajo del sol.

– Estaba seguro de que vendríais -me dijo con una voz serena subrayada por aquella sonrisa tan peculiar que parecía balancearse burlona sobre sus labios finos.

¿Por qué?, me pregunté. ¿Qué infundía a aquel hombre aquella molesta seguridad? ¿Qué desconocida razón le impulsaba a abrigar ese aplomo que casi me resultaba hiriente?

– No dispongo de mucho tiempo -dije con un hilo de voz-. Os ruego que…

– …que no os lo haga perder -adivinó-. No os preocupéis. No tengo esa intención. ¿Desearíais beber algo caliente?

Negué con un movimiento de cabeza.

– Bien -aceptó con una sonrisa que ahora resultó más abierta y casi, casi jovial-. Imagino que lleváis todo este tiempo haciéndoos preguntas sobre el testamento de marras. No sólo eso. Me atrevería a decir que también os estáis dando respuestas o, como mínimo, intentándolo. Corregidme si me equivoco, pero me temo que no estáis teniendo mucho éxito. A lo sumo, habréis llegado a la conclusión de que vuestro padre jamás amó a vuestra madre…

Hubiera deseado mantenerme en silencio, pero, como si me empujara la fuerza irresistible de un poderoso conjuro, protesté:

– No. No es eso. Quizá… quizá la amó al principio, pero no fue por mucho tiempo. Nos abandonó cuando yo apenas era una niña y luego… ¡vamos, caballero, todo el mundo sabe que William Shakespeare sólo se pasaba por Stratford-upon-Avon para cubrir las apariencias. Lo único que deseaba era que la gente pensara que se comportaba como un buen marido y un padre ejemplar.

– Y también para pasar un rato con vuestra madre, ¿verdad? -me interrumpió al tiempo que sus ojos se cubrían con un velo turbio.

Sí, efectivamente, eso era lo que creía. Así lo pensaba no porque fuera maliciosa sino porque era lo que le había escuchado a mi madre desde que tenía recuerdos. «Tu padre, el muy egoísta, el muy miserable, nos ha abandonado y sólo viene a vernos cuando no tiene una pelandrusca a mano y la sangre caliente le recuerda que puede disponer de una mujer, una mujer con la que está unida por un voto que pronunció ante Dios en el altar.» De repente, sin que pudiera controlarme, sentí como si la rabia, el dolor, el resentimiento de todos aquellos años me subieran del corazón.

– ¿Acaso no es así? -le dije conteniendo a duras penas el furor sordo que había empezado a apoderarse de mí.

El hombre del traje verde clavó sus serenas pupilas castañas en las mías en una mirada que me pareció rebosante de pesar, como si en vez de palabras le hubiera arrojado clavos agudos que se le estuvieran introduciendo en alguna parte del pecho.

– No, no lo es -dijo con la voz cargada de pesar.

Al escuchar aquella negativa procedente de la boca de un extraño, hubiera deseado responderle, levantarme, incluso gritarle, pero no lo conseguí. Una fuerza desconocida me mantenía sujeta a aquel incómodo taburete impidiendo que pudiera escapar.

– Susanna -dijo y mi nombre pronunciado por su boca me pareció envuelto en una extraña e inextricable solemnidad-. Ni siquiera sois consciente de hasta qué punto os halláis en el error. No podéis siquiera imaginar lo que vuestro padre amó a Anne. La quiso desde el primer momento…

– Pero… pero ¿cómo os atrevéis… -protesté-. ¿Cómo podéis saber… cómo… -Se quedó mirándola absorto, embelesado, como si fuera la víctima de un hechizo poderoso -comenzó a decir como si sus ojos estuvieran viendo algún lugar lejano cuya ubicación exacta yo desconocía-. No acertaba a creer que aquella mujer no fuera fruto de la imaginación. De repente, sintió un calor que le embargaba el pecho y llegó a la conclusión de que aquella jovencita, en realidad, una niña, se había apoderado de su corazón.

– Pero… pero… ¿qué decís? -pregunté asustada.

Sin embargo, mi interlocutor no me escuchó. Era como si, por algún extraño y peregrino prodigio de la naturaleza, ya no estuviera a mi lado. Por supuesto, su cuerpo se hallaba cerca del mío y podía verlo e incluso me hubiera bastado con alargar la mano para tocarlo con la punta de los dedos. Sin embargo…

– Will la miró -prosiguió- y se apoderó de él la convicción de que aquella niña brillaba con un resplandor más fuerte que el de las antorchas del baile. Le pareció que, en medio de la oscuridad nocturna, su belleza resplandecía de la misma manera que lo puede hacer un diamante colocado sobre la frente de una etíope y llegó a la conclusión de que era una paloma blanca que se encontraba en medio de macabros cuervos.

Había visto a mi madre a lo largo de toda mi vida. No había envejecido mal. Incluso podía decir que conservaba una porción de la belleza que tuvo cuando aún era una mujer joven, pero lo que decía aquel hombre… bueno, me parecía exagerado, excesivo, extravagante. ¿Podía de verdad estar refiriéndose a mi madre, a la viuda de William Shakespeare?

– Sin darse cuenta de ello, Will perdió todo interés por danzar como lo hacían las gentes de Stratford. La música dejó de alegrarle el corazón para convertirse en un estorbo, en una molestia, en un obstáculo que le impedía acercarse a Anne. Lo único que le decía cada latido era que cuando concluyera aquel baile, miraría donde se sentaba y entonces se acercaría para estrechar la mano de ella entre la suya. ¡Oh! Era una belleza demasiado delicada para este mundo, demasiado exquisita para encontrarse aquí. Por primera vez amó porque por primera vez contempló la belleza. Así fue como sucedió todo cuando Will, mi amigo Will Shakespeare, vio a su amadísima Anne por primera vez.

Calló y sus ojos me dijeron, de una manera que no llegaba a entender, que acababa de regresar de un baile de pueblo celebrado décadas atrás, cuando yo todavía no había llegado a este mundo y mi difunto padre ni siquiera se había atrevido a dirigirle la palabra a una niña llamada Anne.

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