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– Pero no llegó… -me atreví a imaginar.

– ¡Oh, sí! ¡Sí llegó! -dijo el actor-. Llegó cuando ya nadie lo esperaba, cuando todos estaban más que convencidos de que el dinero se retrasaría al menos una semana y habían decidido proseguir sus existencias cotidianas como si no sucediera nada. En el caso de Anne, acudió a reunirse con su amante como tenía por costumbre los domingos cuando no esperaba a un mensajero de vuestro padre.

No pude reprimir un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Sí, yo sabía que mi madre desaparecía durante unas horas todos los domingos salvo… salvo aquellos en que había visitas. Sólo que nunca me había dicho adónde iba y mucho menos quiénes eran aquellos señores que llegaban de vez en cuando, pasaban a la casa, tomaban una jarra de cerveza y se despedían inmediatamente. Ahora, a juzgar por lo que decía aquel sujeto extraño, me estaba enterando de que eran mensajeros de mi padre. Me llevé las manos a las sienes y las apreté con las yemas de los dedos como si hubiera deseado expulsar con la presión aquellas imágenes olvidadas hacía tantos años y que ahora parecían cobrar sentido, un sentido que nunca hubiera sido capaz de sospechar.

– Aquel estúpido pudo haber ido a casa de tu abuelo a dejar el dinero o haber esperado a tu madre para entregárselo en persona -prosiguió el actor- pero se sentía culpable por el retraso y, seguramente, ansiaba enmendar su error mostrando una especial diligencia. Cuando le dijeron que tu madre se había ausentado, en lugar de esperar a que regresara decidió ir en su busca…

– Os rogaría que no entréis en detalles que… -comencé a suplicar, pero el hombre del traje verde pareció no escucharme siquiera.

– La encontró -continuó sin escuchar mi súplica-. La encontró en un claro solitario de un ridículo bosquecillo situado a las afueras de Stratford. Se hallaba en brazos de un hombre alto, fuerte y aún joven aunque de cabellos canosos. El jovenzuelo diría después que no se había parado a ver todo. Quizá era cierto, pero, de todas formas, llegó a contemplar cómo, concluido el abrazo, tras formar el monstruo de las dos espaldas, ella le entregó un pañuelo. Aquel pañuelo… aquel pañuelo, señora mía, lo decía todo.

XII

No creo en presagios. Hasta en el hecho de que se caiga un gorrión interviene una providencia especial.

Hamlet, V, 2

– ¡Virtud…! ¡Pura quimera…! -recitó con la voz tapizada por la pena el actor-. En nosotros mismos tenemos lo necesario para ser felices o desgraciados. Nuestro cuerpo es un jardín cuyo jardinero es la voluntad. Da lo mismo que plantemos ortigas, flores, tilo o espinas; que lo adornemos con multitud de hierbas o que sembremos las especies más variadas; da lo mismo que nuestra haraganería lo deje yermo o que nuestra laboriosidad lo convierta en fecundo, siempre es nuestra voluntad la que, revestida de la autoridad pertinente, lo dirige y lo corrige todo. Si en la balanza de la vida la razón no sirviera de contrapeso a los sentidos, cometeríamos muchas atrocidades. Sin embargo, hemos sido dotados de razón para calmar el ardor de los sentidos y las pasiones que no son lícitas. El hombre de verde calló, cerró los ojos por un instante, y, finalmente, dijo:

– Estoy seguro de que estas palabras también eran de aplicación para vuestra madre.

– ¿Cuánto tardó mi padre en saber lo que acabáis de contarme? -interrumpí sus incómodas reflexiones.

– Comenzó la semana con aquella noticia.

– ¿Y creyó lo que aquel hombre le decía?

– Por supuesto que no -respondió mi acompañante a la vez que alzaba los brazos al cielo-. Recuerdo que acabábamos de comenzar el ensayo de El mercader de Venecia cuando aquel patán irrumpió en el teatro. Como no le correspondía ensayar, Will no dio importancia a su retraso. Imagino que pensó que, tras cumplir con el encargo en Stratford, se podía permitir una licencia semejante. Aquel necio se sentó en una esquina del teatro y nos vio ensayar la escena en la que Shylock, el usurero judío, intenta convencer al mundo de que los hebreos sufren exactamente de la misma manera que el común de los mortales.

De manera inesperada, el hombre de verde se encorvó como si sobre sus espaldas hubieran descendido no menos de cinco o seis decenios. Luego, el rostro se le afiló de forma extraña y dijo con voz sombría:

– Soy un judío. ¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿Acaso un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se nutre de los mismos alimentos, no es herido por las mismas armas, no se ve sujeto a las mismas dolencias, no se cura con los mismos remedios, no pasa calor y frío con el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos dais veneno, ¿no nos morimos? Y si nos ofendéis, ¿no vamos a vengarnos? Si en todo lo demás nos parecemos, también en eso nos pareceremos. Si un judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la humildad de éste? La venganza. Si un cristiano ofende a un judío, ¿qué nombre deberá llevar la paciencia del judío si es que aspira a seguir el ejemplo del cristiano? Pues venganza. La vileza que me enseñáis la pondré en práctica y difícil va a resultar que no supere la enseñanza que me habéis dado.

Terminó aquellas palabras y una súbita transformación se operó en el actor. Volvió a erguirse, su aspecto juvenil nuevamente hizo acto de presencia y su rostro se mostró una vez más lleno y alegre.

– Mucha gente criticó que vuestro padre mostrara esa benevolencia hacia los judíos, pero no hubo manera de convencerle para que suprimiera la escena. Creo que hizo bien porque…

– Os suplico que no os distraigáis -interrumpí al actor.

– Sí, señora, tenéis razón -reconoció-. Bien, como os iba diciendo, aquel majadero esperó hasta que concluyó el ensayo y entonces se acercó a Will. Le susurró algo al oído y ambos se apartaron del resto de nosotros y comenzaron a charlar en un rincón. Hablaban en voz baja, pero enseguida comprendí que lo que le relataba estaba revestido de una especial gravedad. Vuestro padre se puso, primero, pálido y luego enrojeció mientras aquel muchacho no dejaba de hablar y mover las manos realizando unos gestos que no fui capaz de interpretar. Cuando terminaron, el rostro de Will había adquirido el color de la ceniza que lleva varios días posada en el hogar. Sus ojos, que tan sólo unos momentos antes brillaban con la alegría risueña que siempre le proporcionaba un buen ensayo, estaban poseídos ahora de una tonalidad mortecina, como la de un pez que acaba de exhalar la vida tras una lucha implacable contra la muerte por asfixia.

Se detuvo. Los ojos se le habían llenado de lágrimas, unas lágrimas que, de manera prodigiosa, no desbordaban la sutil barrera de los párpados deslizándose por sus mejillas arrugadas.

– Me acerqué a él y le pregunté si había sucedido algo grave, si tenía malas noticias de casa, si le sucedía algún contratiempo a su familia…

– ¿Y qué respondió?

– Nada. Quedó sumido en un silencio gélido como el de un niño al que han golpeado, pero prefiere ocultarlo antes que sufrir la humillación de tener que relatar su intolerable derrota.

– Pero en algún momento, debió deciros… ¿o fue ese hombre el que…?

– No. -Movió la cabeza-. En honor a la verdad, hay que decir que el muchacho se comportó con discreción. No comentó nada con nadie. No, eso hay que reconocérselo. Supo guardar silencio.

– Y entonces…

– Supongo que llegó un momento en que el dolor que se había apoderado de su pecho le resultó demasiado insoportable para sobrellevarlo a solas. Por supuesto, vuestro padre se negaba a dar por ciertos los hechos. En su corazón, donde se libraba la batalla más encarnizada de su aún no muy dilatada existencia, se empeñaba en defender a vuestra madre, en decirse que no podía ser cierta su infidelidad, en negarse a aceptar una realidad que no por triste resultaba menos cierta.

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