– ¿Vestido de verde? -repitió John con la extrañeza embargándole la voz.
– Sí -respondí-. El que llevaba una barbita recortada y canosa y era grueso…
– Eran todos bastante delgados, Susanna.
– Sí, John -concedí pacientemente-. Tres eran flacos e iban de negro, pero había uno, gordo, con un traje verde y un sombrero amarillo. Sí, un hermoso sombrero amarillo en el que iba prendida una enorme pluma roja.
– Susanna, ¿te sientes bien? -me preguntó mi marido a la vez que me colocaba la mano en la frente.
– Por supuesto que sí, John -respondí irritada-. Me siento de maravilla. Y no comprendo cómo no recuerdas al actor del que te estoy hablando…
– Pero, querida, es que en la lectura del testamento no había nadie ni siquiera parecido a quien dices.
– ¿Qué? -exclamé sorprendida-. John, sé de lo que estoy hablando. Iba… iba vestido como te he dicho y… y se apoyaba en la ventana… y no dejó de sonreír durante todo el acto. Me molestó bastante que lo hiciera, por cierto, pero… bueno, eso ahora no tiene importancia…
– Susanna -dijo John con la preocupación reflejada en el rostro-. Nadie se acercó a la ventana durante la lectura del testamento.
– Pero… pero ¿cómo que no…? El actor de verde…
– No hubo nadie vestido de verde. No sé como quieres que te lo diga. Ni actor, ni caballero, ni campesino, ni clérigo. Sólo estábamos… de la familia, tú, tu madre, tu hermana Judith, su marido, tu tía y yo, y de los amigos de tu padre… veamos… Thomas Combe, Thomas Russell y Francis Collins. Todos delgados. Todos de negro. Ninguno grueso. Ninguno de verde. Y si se trata de una broma… bueno, creo que ya está bien.
La expresión con que me miraba John, mi bueno, mi amado, mi dulce John no dejaba lugar a dudas. Jamás había visto al actor del atavío verde. Y, de repente, como si en medio de la negrura de una tempestad un rayo blanco hubiera iluminado todo, me percaté de que no resultaba extraño que así fuera. ¿Cómo había podido tardar tanto en darme cuenta de todo? ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo había estado tan ciega?
Con absoluta certeza, en la lectura del testamento, nadie había visto al actor que había hablado conmigo durante toda la noche, el que había estado años y años al lado de mi padre, el que conocía sus secretos más íntimos, el que había sido testigo de algunos de los momentos más relevantes de su vida, el que había cumplido una misión indispensable… Era lógico porque… porque no se trataba de un ser de carne y hueso. Era más bien alguien parecido… no, parecido no, exactamente igual que Ariel, el duendecillo sujeto a las órdenes de Próspero, el padre de Miranda.
– Ja, ja, ja… -me eché a reír sin la menor convicción-. Casi te lo crees, ¿verdad?
La mirada que me devolvió John era un testimonio elocuente de que ni por un momento había considerado verosímil la existencia de aquel actor.
– ¿Era una broma? -preguntó con un hilo de voz.
– Sí, John, claro que sí -dije dándole un pellizquito en la mejilla-. Ay, qué poco agudo eres a veces…
Pero mi marido se hallaba totalmente sumido en el desconcierto. Por un instante me miró fijamente como si pudiera encontrar en el fondo de mis pupilas la clave para comprender todo. Al final, resignado, dijo:
– Quizá podríamos comer algo.
XXIV
Dicen que ha pasado la era de los milagros y ahí tenemos a nuestros filósofos que se empeñan en convertir en comunes y corrientes cosas que son sobrenaturales y carecen de explicación. De ahí que transformemos lo pasmoso en una nadería y que nos refugiemos en un conocimiento que tan sólo es aparente, cuando deberíamos inclinarnos ante lo que es pavoroso y desconocido.
Bien está lo que bien acaba, II, 3
1619
Ya han pasado tres años desde la muerte de mi padre y la lectura de su testamento. Mi madre sigue quejándose a diario de la maldad de su difunto esposo. Sí, continúa diciendo que siempre fue un egoísta. En un par de ocasiones me he sentido especialmente impulsada a cerrarle la boca de una vez por todas, descubriéndole que sé toda la verdad. Sin embargo, al final, siempre he logrado resistir la tentación. A estas alturas no serviría de nada enfrentarla con el hecho de que conozco todo lo sucedido y sólo contribuiría a amargar -todavía más- el poco tiempo que le resta de vida. A Judith no le han ido bien las cosas. Su marido, Thomas, encontró una amante más joven. Supongo que se hartó de estar casado con una mujer que es cuatro años mayor que él y que le atormenta con unos celos agrios y continuos provocados por el miedo a perderlo. Quizá Thomas sólo pretendía resarcirse en otro lado de la magra herencia que había recibido Judith. Sólo Dios lo sabe. En cualquier caso, creo que seguramente no se hubiera descubierto nada de no ser porque la joven con la cual yacía fuera del lecho matrimonial quedó encinta. Thomas fue llevado ante los magistrados acusado de «cópula carnal», pero la muchacha falleció en el parto y, al final, la pena se redujo a pagar una multa de cinco chelines. No es mucho castigo, la verdad, por una vida tronchada en sus inicios.
Elizabeth ha sido quizá la más afortunada. Ser la nieta del Cisne de Stratford, del Bardo, es casi como gozar de una especie de título nobiliario. Miente… no, no miente, hace gala de una imaginación prodigiosa cuando cuenta a sus amiguitas la manera en que su abuelo jugaba conmigo o le daba besos a ella cuando aún era un bebé.
Por lo que se refiere a John. Bueno, creo que es dichoso, incluso me atrevería a decir que muy feliz. Trabaja, ahorra, aumenta la hacienda y sigue sin saber nada de lo que sucedió aquella noche de primavera. No he vuelto a hablarle de aquel actor vestido con un extraño traje verde y tocado con un maravilloso sombrero amarillo en el que había prendida una larguísima pluma roja. No creo que perpetre ningún mal guardando para mí todo lo que supe entonces. A fin de cuentas, estoy convencida de que ni lo creería ni lo entendería. Por otro lado, Fernando gozó de Miranda, gracias a los buenos oficios de Próspero, pero, seguramente, nunca hubiera aceptado la posibilidad de que existiera Ariel y de que lo hubiera ayudado en logros tan decisivos para su felicidad.
Mañana, aprovechando que todas las mandas y legados quedaron saldados ya hace algún tiempo, erigiremos un monumento a mi padre. Se levantará en la pared contigua al presbiterio cercano a su tumba. Consiste en una escultura realizada por un tal Nicholas Johnson de Londres. Representa al Cisne de Stratford escribiendo. Con la mano izquierda sujeta un cuaderno y con la derecha, una pluma. Debajo ha grabado:
El juicio de Néstor, el genio de Sócrates,
el arte de Virgilio.
La tierra lo cubre, el pueblo lo llora,
el Olimpo lo posee.
Detente, viajero, ¿por qué vas tan deprisa? Lee, si puedes, a quien la envidiosa muerte ha colocado dentro de este monumento: Shakespeare con el que murió la Naturaleza, cuyo nombre adorna esta tumba mucho más de lo que se ha gastado en ella, porque todo lo que escribió convierte el arte vivo en un paje al servicio de su ingenio. Murió el año del Señor de 1616 De edad de 53 años, el día 23 de abril.
No estoy segura de que a mi padre le hubiera gustado esa referencia a Sócrates y a Virgilio. A John, que sigue siendo un fiel puritano, la mención del Olimpo le ha desagradado profundamente ya que prefiere pensar en términos extraídos del cristianismo y hubiera agradecido una cita de las Sagradas Escrituras. Temo que el escultor, verdadero perito en el cincelado del metal y la piedra, se ha excedido en las referencias clásicas, aunque no en la alabanza. Pero, en el fondo, es igual. Lo que verdaderamente importó a William Shakespeare nunca hubiera podido quedar reflejado en ese monumento. La gente nunca hubiera podido entender -no digamos ya el maestro esculpir- que Shakespeare fue, fundamentalmente, un autor que se valía del teatro para dar salida a sus sentimientos más hondos del tipo que fueran, un hombre profundamente enamorado, un ser engañado que logró perdonar y, por encima de todo, un padre amoroso.