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– Sí, sin duda es así, porque así lo enseña la iglesia de Inglaterra de acuerdo con lo recogido en las Santas Escrituras, pero en aquellos momentos… y con aquellas voces… bueno, no creo que muchos de los que conocieron la Vieja religión pudieran evitar el preguntárselo…

– Bien. ¿Y de qué se trataba? -pregunté cada vez más incómoda.

– Vuestro padre, el viejo Will, sentía una enorme curiosidad por todo. Por todo. Lo mismo le atraían las viejas historias de duendes y trasgos que los anales de los reyes de Inglaterra o las Vidas de Plutarco. Estoy seguro de que cualquier otra persona, incluido quien ahora os habla, se hubiera subido al caballo, hubiera picado espuelas y hubiera puesto el mayor número de millas posibles entre él y aquel extraño lugar. Pero Will… como si fuera lo más normal y, sobre todo, lo más indicado, se acercó al sitio de donde procedía aquel extraño canto. No tardó en descubrir que se filtraba a través de las rendijas de una ventana cerrada con un postigo de madera basta. Buscó con las manos alguna grieta por diminuta que fuera y, cuando dio con ella, pegó el oído. Escuchó durante unos instantes y, de repente, por primera vez en las últimas semanas, percibí en su rostro algo diferente a la amargura.

– ¿Se puso contento? -indagué a medias sorprendida, a medias esperanzada.

– No, no era alegría lo que se reflejaba en su cara. Era… ¿cómo decirlo? Era sorpresa. Sí, sorpresa. Sorpresa y curiosidad. Como si lo que llegara hasta sus oídos resultara algo especialmente extraño e inesperado.

– Pero, por amor de Dios, ¿de qué se trataba? El actor alzó la mano derecha para imponerme silencio.

– Will siguió escuchando mientras fruncía las cejas como si ese movimiento le pudiera ayudar a comprender mejor lo que sucedía al otro lado de la pared. Al final, realizó un gesto con los dedos para que me acercara. Os confieso que dudé sobre la conveniencia de atender a su invitación. En aquellos momentos temblaba con toda mi alma y puedo aseguraros de que no se debía al frío. Oh, ¿por qué no nos íbamos de allí de una maldita vez? ¿Por qué seguíamos en aquel sitio? Pero Will volvió a insistir y este pobre actor, este miserable actor que no sabe dedicarse a otra cosa que a representar papeles sobre un escenario, obedeció.

Bajó la cabeza y, por unos instantes, no despegó los labios. No era la primera vez en el curso de aquella noche en que su espíritu parecía abandonar la habitación para divagar por sitios a los que no me era dado acceder. Sin embargo, algo muy especial parecía estar agitándose en las honduras de su corazón. Luego, inesperadamente, respiró hondo, como si el aire le permitiera realizar acopio de fuerzas, y prosiguió con su relato:

– Cuando apoyé el oído en aquella oscura hoja de madera tuve una sensación desagradable. Estaba fría, mojada, áspera… Era lo último a lo que hubiera arrimado la oreja, desde luego. Sin embargo, por la mirada que me echó Will me percaté de que debía escuchar. No fue fácil. Al principio, sólo me llegaban palabras sueltas, sonidos inconexos… ovejas, pecado, tú, ahora… Me esforzaba en comprender, pero resultaba inútil, completamente inútil. De buena gana me hubiera apartado, pero, como si adivinara mis pensamientos, Will gesticuló para que continuara escuchando y entonces, poco a poco, las palabras aisladas se fueron acoplando entre sí, adquiriendo una entrecortada coherencia, juntándose como si se tratara de los trozos rasgados de un papel despedazado…

El actor levantó las manos y, como si el cuello ya no pudiera sostenerlo, dejó caer el rostro en el cuenco que formaban. Permaneció así unos instantes en los que llegué a sospechar que hubiera perdido el conocimiento o que se había dormido, exhausto por aquella larga noche. Pero me equivocaba. Inesperadamente, alzó la cara, me sonrió de manera extraña y dijo:

– ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma?

– ¿Cómo decís? -pregunté embargada por la sensación de que aquellas palabras pronunciadas en aquel momento justo carecían de sentido.

– ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? -repitió el actor-. Esa fue la primera frase entera que escuché y pude comprender. Sí, eso es lo que decía una voz que sonaba, ronca pero firme, al otro lado del postigo. Por unos instantes, se produjo un silencio y pude captar que Will entornaba los ojos como si quisiera seguir escuchando en medio de aquella desagradable quietud. De nada, continuó la voz, de nada. En absoluto. En este mundo sólo estamos de paso. Se trata de un viaje ingrato, pero no puede acontecer de otra manera porque únicamente somos peregrinos y viajeros. Somos transeúntes hacia una patria diferente, una que se encuentra en los cielos. Nuestra ciudadanía está en los cielos donde se halla establecido un reino inconmovible. ¿Cuántos de vosotros, hermanos, habéis sufrido durante estos años? ¿Cuántos no tuvisteis que esconderos, primero de los ministros papistas, y luego de los agentes del rey que no deseaban una verdadera Reforma que devolviera su pureza a la iglesia y, finalmente, de los obispos actuales que pretenden que esa Reforma se quede a medias? Yo os lo diré. Casi todos. Sí, casi todos. Y los que no os contáis en ese número, sois hijos de los que sufrieron. Cuando uno recuerda esas situaciones, cuando suben desde el corazón aquellos días en que poseer un Evangelio escrito no en latín, sino en inglés, se pagaba con la hoguera; cuando uno piensa en que tenemos que reunirnos a escondidas, es difícil evitar que el resentimiento, el odio, el rencor se apoderen de todos nosotros. Nos vemos inocentes, puros, limpios y sentimos con especial dolor las crueles dentelladas que hemos recibido. Nos preguntamos acerca del por qué de nuestra zozobra, acerca de la razón de nuestros sufrimientos, acerca de la causa de nuestras desdichas, pero, por mucho que nos esforcemos, no hallamos respuesta y la raíz de la amargura de la que habló Santiago, el hermano del Señor, va hundiendo sus raíces cada vez más fuertes en nuestra alma y el árbol del odio va creciendo y, pronto, muy pronto, se apresta a dar frutos de maldad, de pecado, de iniquidad.

El hombre de verde realizó una pausa y, como si estuviera impulsado por un resorte invisible, se puso en pie y clavó su mirada en la ventana. Entonces, aquel caudal de palabras siguió brotando como si su narrador estuviera inmerso en un extraño trance.

– Pero ¿qué es lo que nos dice el Señor Jesús? ¿Qué nos enseña el Maestro divino y celestial? Dice que el Reino de los Cielos es como un rey que un día decidió ajustar cuentas con sus súbditos y cuando comenzaba a hacerlo se le presentó uno que le debía diez mil talentos. ¿Sabéis lo que son diez mil talentos? ¿No? Pues yo os lo diré. Casi quinientas mil libras de oro. ¡Quinientas mil libras de oro! Dudo que la misma reina de Inglaterra tenga ese dinero. Ni siquiera el rey de España posee ese caudal a pesar del oro que se hace traer en sus galeones desde las Indias occidentales. Pues bien, aquella era la deuda del súbdito y como no tenía con qué saldarla, el rey ordenó que fuera vendido y no sólo él sino también su mujer y sus hijos, y todas sus posesiones.

Le observé redoblando mi atención. Sus labios se habían cerrado y apenas los movía un temblor casi imperceptible.

– Sé que muchos de vosotros conocéis la angustia de atravesar por malos momentos en el campo. Un año, la cosecha no es buena; otro, el pedrisco destroza la que parecía prometedora; al siguiente, enferman los animales, o un hijo, o la mujer, o vosotros mismos no tenéis la fuerza suficiente no para empujar el arado sino ni siquiera para vestiros… y las deudas se acumulan. Al principio, pedís un préstamo y os consoláis pensando que podréis devolverlo, pero, poco a poco, vais comprobando que no está a vuestro alcance conseguirlo. Y cuando llegáis a esa conclusión, estáis tan sólo a un paso de que vuestras tierras sean subastadas y vuestros hijos y vuestra mujer no cuenten ni siquiera con un techo bajo el que resguardarse de la lluvia. Eso mismo le pasaba a aquel hombre, pero su situación era aún peor si cabe porque la deuda ascendía a una cantidad tan grande que ni siquiera resultaba posible pensar que alguien estuviera en condiciones de ayudarlo.

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