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– Yo sí creo -dijo Macarena, y sus palabras sonaron a súplica. Pero los ojos del párroco seguían fijos en Quart.

– No lo sé -repuso éste-. De veras no lo sé. Aunque lo que yo crea o deje de creer no importa. Usted es un clérigo; un compañero. Mi deber es ayudarlo cuanto pueda.

Príamo Ferro miró a Quart de un modo singular, como no lo había hecho nunca hasta entonces. Una mirada por una vez desprovista de dureza. Agradecida, tal vez. El mentón del anciano tembló un momento, cual si fuese a pronunciar palabras que se resistían en sus labios. De pronto parpadeó apretando los dientes, todo aquello fue borrado en el acto de su rostro, y sólo quedó el pequeño y desabrido párroco que paseó alrededor una mirada hostil, antes de fijarla de nuevo en Quart:

– Usted no puede ayudarme -dijo-. Ni nadie puede hacerlo… No necesito coartadas, ni testimonios, porque cuando yo cerré la puerta de la sacristía, ese hombre estaba muerto dentro del confesionario.

Quart cerró los ojos un segundo. Aquello no dejaba salida.

– ¿Cómo puede estar seguro? -preguntó, aunque conocía la respuesta.

– Porque yo lo maté.

Macarena dio bruscamente la vuelta, conteniendo un gemido, y se agarró a la barandilla sobre el río. Pencho Gavira encendió otro cigarrillo. En cuanto al padre Ferro, se había puesto en pie abotonándose con dedos torpes la sotana.

– Y ahora -le dijo a Quart- es mejor que me entregue a la policía.

La luna se iba despacio por el Guadalquivir, al encuentro de la Torre del Oro que se reflejaba a lo lejos, en la corriente. Sentado en la orilla, con los pies colgando a poca distancia del agua, don Ibrahim inclinaba la cabeza, abatido, restañándose con el pañuelo la sangre que le goteaba de la nariz. Tenía los faldones de la camisa fuera, descubriendo la gruesa barriga manchada de café y grasa del barco. Tumbado junto a él, boca abajo igual que si le hubieran contado hasta diez y ya diese lo mismo, el Potro del Mantelete miraba también el agua negra, silencioso, enarcada una ceja; perdido en lejanos ensueños de plazas de toros y tardes de gloria, de aplausos bajo los focos, en la lona de un ring. Inmóvil como un lebrel cansado y fiel que aguardara junto a su amo.

Y le dicen los madrugadores:

María. Paz qué es lo que esperas…

Al pie de la escalinata de piedra que bajaba hasta el mismo río, la Niña Puñales mojaba la punta de su vestido entre los juncos de la orilla y se la pasaba por las sienes, canturreando bajito una copla. Sonaba queda en el rumor del agua su voz ronca de manzanilla y derrota. Y las luces de Triana hacían guiños desde el otro lado, mientras la brisa que venía de Sanlúcar y del mar, y -contaban- de América, rizaba un poquito el río para aliviar las penas de los tres compadres:

… Quien te dio juramento de amores

ya es soldao de otra bandera.

Don Ibrahim se llevó una mano maquinalmente al pecho y luego la hizo caer en el regazo. Se había dejado atrás, a bordo del Canela Fina, el reloj de don Ernesto Hemingway, y el mechero de García Márquez, y el sombrero panamá, y los puros. Y con los últimos jirones de dignidad y vergüenza, aquellos nunca vistos cuatro millones y medio con los que iban a ponerle un tablao a la Niña. Había hecho muchos negocios ruinosos en su vida; pero como aquél, ninguno.

Suspiró muy hondo, un par de veces, y apoyándose en el hombro del Potro se puso torpemente en pie. La Niña Puñales ya subía del río, recogiéndose con gracia la falda húmeda de lunares y volantes, y a la luz de las farolas del Arenal el ex falso letrado contempló con ternura el caracolillo deshecho sobre su frente, las greñas del moño desordenadas en las sienes, el rímmel corrido de los ojos y aquella boca marchita de la que se había borrado el carmín. El Potro se levantaba también, con su camiseta blanca de tirantes, y hasta don Ibrahim llegó su olor a sudor masculino y honrado. Y entonces, disimulada en la oscuridad, por la mejilla del indiano -aún chamuscada por la botella de Anís del Mono-, se fue abajo una lágrima redonda, gruesa, que le quedó colgando en la barbilla donde ya empezaba a azulear la barba de noche tan infausta.

Pero estaban los tres a salvo, y aquello era Sevilla. Y el domingo toreaba Curro Romero en La Maestranza. Y Triana se erguía iluminada al otro lado del río, como un refugio, custodiada cual centinela impasible por el perfil de bronce de Juan Belmonte. Y había once bares en trescientos metros, en el Altozano. Y la sabiduría, el tiempo cambiante y la piedra inmutable aguardaban en el fondo de botellas de cristal negro y manzanilla rubia. Y en algún sitio una guitarra rasgueaba impaciente, en espera de la voz que le templara una copla. Y después de todo, nada era tan importante. Un día, don Ibrahim, el Potro, la Niña, el rey de España y el papa de Roma, todos ellos estarían muertos. Pero aquella ciudad seguiría allí, donde siempre estuvo, oliendo a azahar y naranjas amargas, y a dama de noche, y a jazmín en primavera. Mirándose en el río por el que habían llegado y se habían ido tantas cosas buenas y malas, tantos sueños y tantas vidas:

Paraste el caballo,

yo lumbre te di

y fueron dos verdes

luceros de mayo

tus ojos pa mí…

Cantó la Niña. Y como si el cantar fuera una señal, un lejano redoble de tambor o un suspiro tras una reja, los tres compadres se pusieron en marcha, el uno junto al otro, sin mirar atrás. Y la luna los fue siguiendo silenciosamente por el agua del río, hasta que se alejaron entre las sombras y sólo quedó atrás, muy bajito, el eco de la última copla de la Niña Puñales.

XIV La misa de ocho

Hay personas -entre las que me cuento- que detestan los finales felices.

(Vladimir Nabokov. Pnin)

Detrás de su mampara de vidrio blindado, el policía de guardia miraba con curiosidad el traje negro y el alzacuello de Lorenzo Quart. Al cabo de un rato dejó su puesto ante los cuatro monitores del circuito cerrado que vigilaba el exterior de la Jefatura de Policía y le trajo una taza de café. Quart dio las gracias, reconfortado por el líquido caliente, viendo alejarse la espalda con esposas y dos cargadores de balas junto a la culata de la pistola. Los pasos del guardia, y después la puerta de la garita al cerrarse, resonaron en el silencio del vestíbulo, que era frío, luminoso y blanco, de una limpieza obsesiva. La luz de neón daba un tono aséptico, de hospital, al mármol del suelo y a la escalera con pasamanos de acero inoxidable. En la pared, junto a una puerta cerrada, un reloj digital marcaba, rojo sobre negro, las tres y media de la madrugada.

Llevaba casi dos horas allí. Al desembarcar del Canela Fina, Pencho Gavira se había ido directamente a su casa, tras cambiar unas palabras con Macarena y extender a Quart una mano que estrechó éste en silencio. Estamos en paz, padre. Lo dijo sin sonreír, mirándolo con fijeza antes de girar sobre sus talones y alejarse, la chaqueta sobre los hombros, camino de la escalinata que conducía al Arenal. Era imposible saber si se refería al asunto del párroco, o a Macarena. De un modo u otro, aquel gesto deportivo le salía al banquero muy barato. Atenuada su responsabilidad en el secuestro gracias a la intervención de última hora, seguro de que ni Macarena ni Quart iban a plantearle problemas, inquieto sólo por la suerte de su asistente y el dinero del rescate, Gavira había tenido el detalle de no alardear de la posición en que los acontecimientos lo dejaban respecto a Nuestra Señora de las Lágrimas. Tras la confesión del padre Ferro, el vicepresidente del Banco Cartujano era sin duda gran triunfador de la noche. Difícil imaginar que alguien se interpusiera todavía en su camino.

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