Te espero siempre, cada día, en la torre desde la que te vi marchar. A la hora de la siesta, cuando todos duermen y la casa está en silencio, vengo aquí arriba y me siento en la mecedora a mirar el río por el que volverás. Hace mucho calor, y ayer me pareció ver moverse, navegando, los galeones que hay pintados en los cuadros de la escalera. También he soñado con niños que jugaban en una playa. Creo que son buenas señales. Quizás en este momento estés ya de camino hacia mí.
Vuelve pronto, amor mío. Necesito oír tu risa, y ver tus dientes blancos y tus manos morenas y fuertes. Y verte mirarme como me miras. Y renovar ese beso que una vez me diste. Vuelve, por favor. Te lo suplico. Vuelve o me moriré. Siento que por dentro ya me estoy muriendo.
Mi amor.
Carlota
– Manuel Xaloc nunca leyó esta carta -dijo Macarena-. Como ninguna de las otras. Ella aún mantuvo la cordura medio año más, y luego sobrevino la oscuridad. No exageraba: se estaba muriendo por dentro. Y cuando por fin él vino a verla y se sentó en el patio con su uniforme azul y sus botones dorados, Carlota ya estaba muerta. La que se movía ante él, incapaz de reconocerlo, era una sombra.
Quart dobló la carta, devolviéndola a su cementerio de papel amarillento, de sobres como lápidas sobre mensajes lanzados a ciegas, a la oscuridad y al vacío. Se sentía azarado, incómodo, casi culpable de violar, entrometiéndose, la intimidad de un oscuro diálogo hecho de gritos de auxilio, de palabras de amor que nunca tuvieron respuesta. Aquella carta le producía una indefinible vergüenza. Una tristeza infinita.
– ¿Quiere leer más? -preguntó Macarena.
Quart negó con la cabeza. La brisa que subía desde Sanlúcar por el Guadalquivir agitaba los visillos, descubriendo a intervalos la silueta sombría de la espadaña de la iglesia. Macarena se había sentado en el suelo, apoyada en el baúl, y releía algunas cartas a la luz de la lámpara que arrancaba reflejos oscuros a la melena negra sobre la mitad de su rostro. Quart admiró la curva del cuello, la piel morena del escote y el nacimiento de los hombros, los pies desnudos bajo las sandalias de cuero. Desprendía una sensación de calidez tan intensa que tuvo que contenerse para no alargar una mano y rozar la carne de su cuello con los dedos.
– Mire esto -dijo ella.
Le alargaba una hoja manuscrita: el boceto de un barco y un texto escrito debajo, la letra y los trazos de Carlota. Estaba encabezado por el título: Yate armado «Manigua». Lo acompañaban las características técnicas del buque, y era evidente que había sido copiado de una revista de la época.
– Esta carpeta es posterior -dijo Macarena, pasándole un cartapacio atado con cintas-. Fue mi abuelo quien la puso aquí dentro, después de muerta Carlota. Es el otro epílogo de la historia.
Abrió Quart la carpeta. Contenía viejos recortes de prensa y revistas ilustradas, y todo se refería al final de la guerra de Cuba y el desastre naval del 3 de julio de 1898. Una portada de La Ilustración reconstruía en un grabado artístico la destrucción de la escuadra del almirante Cervera. También había una página con el relato de la batalla, un plano de la costa de Santiago de Cuba, grabados de los principales jefes y oficiales muertos en el combate; y entre ellos Quart encontró lo que buscaba. No era de muy buena calidad, y el pie del ilustrador lo decía, «realizado a partir de testimonios fidedignos». El retrato mostraba las facciones de un hombre bien parecido, con el cuello de la chaqueta abotonado hasta arriba sobre un pañuelo blanco, y expresión melancólica. Era el único que llevaba ropa civil, y parecía que el dibujante hubiera pretendido subrayar su pertenencia accidental a la escuadra de Cervera. Tenía el pelo corto y un ancho bigote unido a frondosas patillas: Capitán de la marina mercante D. Manuel Xaloc Ortega, comandante del «Manigua». Lo habían dibujado mirando hacia algún lugar impreciso más allá del hombro de Quart, como si en el fondo le importara un bledo figurar entre los héroes de Cuba. Más abajo, en la misma página, estaba el texto:
«… Mientras el Infanta María Teresa, tras soportar durante casi una hora el fuego concentrado de la escuadra norteamericana, encallaba en la costa envuelto en llamas, el resto de los barcos españoles iba saliendo uno tras otro por la boca del puerto de Santiago, entre los fuertes de El Morro y Socapa, siendo recibidos en el acto por una densa concentración de artillería de los acorazados y cruceros de Sampson, cuya superioridad artillera y de blindaje era aplastante. Con sus torres inutilizadas, acribillados puentes y superestructura y con enorme número de muertos y heridos a bordo, ardiendo todo su costado de babor, el Oquendo pasó ante el lugar en que estaba encallado su buque insignia, e incapaz de continuar, con su comandante (capitán de navío Lazaga) muerto, fue a encallar una milla más al oeste para no caer en manos del enemigo.
El Vizcaya y el Cristóbal Colón forzaron máquinas navegando paralelos a la costa, estrechados contra ésta por el diluvio de fuego norteamericano. Pasaron junto a sus compañeros destruidos, cuyos supervivientes intentaban ganar a nado la costa. Más rápido, se adelantó el Colón, mientras el infortunado Vizcaya quedaba bajo los impactos de todas las unidades adversarias. Ardió el navío, y tras intentar inútilmente su comandante (capitán de navío Eulate) embestir al acorazado Brooklyn, fue a embarrancar bajo el intenso fuego del lowa y el Oregón, con la bandera ardiendo, pues no fue arriada. Llegó después el turno del Colón (capitán de navio Díaz Moren), que a la una de la tarde, acosado por cuatro buques norteamericanos, indefenso sin artillería gruesa, fue arrojado contra la costa y hundido por su propia tripulación. Al mismo tiempo, más retrasadas y ya sin ninguna esperanza de sobrevivir, salían del puerto una detrás de la otra las unidades ligeras de la escuadra, los contratorpederos Plutón y Furor, a los que en las últimas horas se había unido el yate armado Manigua, cuyo comandante (capitán de la Marina mercante Xaloc) se negó a permanecer en el abrigo del puerto, donde su barco habría sido capturado con la ciudad a punto de caer. Estas pequeñas unidades, conscientes de la imposibilidad de escapar, fueron directamente al encuentro de los acorazados y cruceros norteamericanos. Embarrancó el Plutón (teniente de navio Vázquez) tras ser partido en dos por un grueso proyectil del Indiana, y fue echado a pique el Furor (comandante Villaamil) por el fuego del mismo acorazado y del Gloucester. En cuanto al ligero y rápido Manigua, salió el último por la boca del puerto de Santiago cuando la costa era ya una sucesión de barcos españoles embarrancados y en llamas, izó una insólita bandera negra junto al pabellón nacional, rodeó el bajo del Diamante soportando ya fuego enemigo, y sin vacilar puso rumbo a la unidad norteamericana más próxima, a la sazón el acorazado Indiana. De esa forma, el Manigua navegó tres millas acercándose en zigzag al acorazado, recibió un fuego intensísimo, y se hundió a la una y veinte minutos de la tarde, con la cubierta arrasada e incendiado de proa a popa, cuando aún intentaba embestir al enemigo…».
Quart puso otra vez el recorte dentro de la carpeta y la devolvió al baúl, con el resto de los documentos. Ahora ya sabía qué miraban los ojos indiferentes del capitán Xaloc en el retrato publicado por la revista: los cañones del acorazado Indiana. Por un momento lo entrevió agarrado a la batayola del puente, entre el fragor de los cañonazos y el humo del barco incendiado, resuelto a terminar su largo viaje hacia ninguna parte.
– ¿Carlota llegó a saber esto?
Macarena hojeaba las páginas de un viejo álbum de fotos:
– No lo sé. En julio de 1898 ya había perdido por completo la razón, así que ignoramos lo que pudo significar para ella. Creo que le ocultaron la noticia. En todo caso, siguió subiendo aquí a esperar, hasta su muerte.