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– ¿Por ejemplo?

– Su postura sobre los anticonceptivos, sin ir más lejos: descaradamente a favor. O los sacramentos a homosexuales, divorciados y adúlteros. Hace un par de semanas bautizó a un niño al que el titular de otra parroquia había negado las aguas porque sus padres no estaban casados. Cuando su colega fue a pedirle explicaciones, respondió que él bautizaba a quien le daba la gana.

A Su Ilustrísima se le había apagado la pipa. Encendió otro fósforo y miró a Quart por encima de la llama.

– En resumen -añadió-. Una misa en Nuestra Señora de las Lágrimas es como viajar en un túnel del tiempo que pegue saltos hacia adelante y hacia atrás.

Quart disimuló una sonrisa.

– Me lo imagino -dijo.

– No. Le aseguro que no se lo imagina. Espere a verlo en acción. Reza parte de la misa en latín, porque dice que eso impone más respeto -la pipa ya tiraba, y monseñor Corvo se reclinó en el sillón, satisfecho-. El padre pertenece a una especie casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de Dios. Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… En otro tiempo lo habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro Señor lo llamaba a su seno merced a unas fiebres en el Dañen, mientras convertía indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento, con los periodistas y la política que lo complican todo.

– ¿Por qué no se le ha suspendido ex informata conscientia? Eso permite a Su Ilustrísima apartarlo del ministerio por causas reservadas, sin publicidad.

– Tendría que haber cometido un delito de orden civil o eclesiástico, y no es el caso. Además, nadie garantiza que eso no empeorase su resistencia. Prefiero que todo siga sus cauces ordinarios ab officio.

– Dicho de otro modo. Monseñor: que sea Roma quien cargue con el muerto.

– Eso lo ha dicho usted.

– ¿Y el padre Óscar?

Entre los dientes que sostenían la pipa asomó una mueca muy desagradable. No me gustaría estar en la piel del vicario, se dijo Quart.

– Oh, ése es diferente -puntualizó el arzobispo-. Buen bagaje cultural, seminario en Salamanca. Un futuro prometedor que ha tirado por la borda. De todos modos, su caso sí está resuelto. Tiene hasta mediados de la semana que viene para abandonar la parroquia. Lo trasladamos a una diócesis de Almería, un desierto rural junto al cabo de Gata, para que se dedique a la oración y medite sobre el peligro de dejarse llevar por entusiasmos juveniles.

– ¿Podría ser Vísperas?

– Podría. Da el perfil, si es a lo que se refiere. Pero husmear en la basura no es trabajo de un arzobispo -monseñor Corvo guardó un silencio cargado de intención-. Eso lo dejo para el IOE y para usted.

Quart no se dio por enterado:

– ¿Cuáles son sus actividades?

– Pues las habituales en un vicario: ayuda en el culto, dice misa, se encarga del rosario de la tarde… También hace de albañil para la hermana Marsala en sus ratos libres.

Quart se quedó rígido en la silla. Había piezas sueltas moviéndose por todas partes.

– Disculpe Su Ilustrísima. ¿Ha dicho la hermana Marsala?

– Sí. Gris Marsala, una monja norteamericana que lleva en Sevilla una eternidad. Es experta, o eso dicen, en restauración de monumentos religiosos… ¿Todavía no la conoce?

Atento al chasquido de las piezas al encajar en su cerebro, Quart apenas prestaba atención a las palabras del prelado. Así que era eso, se dijo. La nota discordante.

– La conocí ayer. Aunque ignoraba que fuese monja.

– Pues lo es -no había un ápice de simpatía en el tono de monseñor Corvo-. Con el padre Óscar y Macarena Bruner forma las huestes de don Príamo Ferro. Su presencia en Sevilla es a título particular, pues goza de las dispensas de su orden y está fuera de mi jurisdicción. No tengo derecho a obligarla a retirarse de allí. Tampoco puedo exagerar, persiguiendo a curas y monjas. Todo se ha desbordado un poco.

Soltaba bocanadas de humo como un calamar escudándose tras su tinta. Por fin le echó un último vistazo a la pluma de Quart y encogió los hombros.

– Voy a hacer entrar al párroco. Lo convoqué para esta mañana, pero antes quería tener una conversación privada con usted. Creo que ya es hora de que pongamos las cosas en su sitio. ¿No le parece? Una especie de careo.

El arzobispo miró, sin tocarlo, un timbre que tenía sobre la mesa, junto a un manoseado ejemplar de La imitación de Cristo, de Tomás Kempis.

– Una última advertencia, Quart. Usted no me cae simpático, pero es un sacerdote de carrera, y sabe tan bien como yo que incluso en esta profesión abundan los mediocres. El padre Ferro es uno de ellos -se quitó la pipa de la boca para señalar los volúmenes encuadernados que cubrían las paredes del despacho-. Ahí está el pensamiento de la Iglesia: de San Agustín a Santo Tomás, y las encíclicas de todos los pontífices. Todo se encuentra entre estas cuatro paredes, y yo soy su administrador temporal. Eso me obliga a manejar valores cotizables en bolsa y al mismo tiempo a mantener voto de pobreza, a pactar con enemigos y a condenar en ocasiones a los amigos… Cada mañana me siento a esta mesa para gobernar con la ayuda de Dios Nuestro Señor a sacerdotes intelectuales, estúpidos, fanáticos, honestos, políticos, opuestos al celibato, malvados, santos y pecadores. El asunto del padre Ferro lo habríamos solucionado con el tiempo, poco a poco. Ustedes se han metido por medio, haciendo sonar una música diferente; así que báilenla. Roma locuta, causa finita. Yo me limito a ser observador a partir de ahora. Que el Todopoderoso sea indulgente conmigo, pero me lavo las manos y dejo el campo libre a los verdugos -pulsó el timbre e hizo un gesto en dirección a la puerta-. No hagamos esperar más al padre Ferro.

Quart enroscó despacio el capuchón de la estilográfica y se la guardó en el bolsillo, con las tarjetas llenas de su letra apretada y minuciosa. Se mantenía tenso en el borde de la silla, con la inmovilidad de un soldado.

– Yo tengo mis órdenes, Monseñor -dijo, sereno- Y las cumplo a rajatabla.

Su Ilustrísima lo miraba de arriba abajo, con extrema dureza.

– No me gustaría hacer su trabajo, Quart -dijo por fin-. Le aseguro, por la salvación de mi alma, que no me gustaría en absoluto.

IV Azahar y naranjas amargas

Ya ha visto a un héroe -comentó- Y eso vale algo. (Eckermann. Conversaciones con Goethe)

– Creo que ya se conocen -dijo Su Ilustrísima.

Estaba recostado en el sillón con la actitud del arbitro que procura mantenerse a distancia para que la sangre no salpique sus zapatos. Quart y el padre Ferro se miraban en silencio. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas no había aceptado la silla que con un gesto le ofreció monseñor Corvo, y estaba de pie en medio del despacho, pequeño y obstinado, con su cara que parecía tallada a golpes de buril, el pelo blanco recortado a trasquilones y la sotana vieja, raída, bajo la que asomaban los enormes zapatos sin lustrar.

– El padre Quart desea hacerle unas preguntas -añadió el arzobispo.

Las arrugas y cicatrices del párroco se mantuvieron impasibles. Miraba hacia un punto indefinido del espacio sobre el hombro del prelado, a la ventana cuyos visillos difuminaban la silueta ocre de la Giralda:

– No tengo nada que decirle al padre Quart.

Monseñor Corvo asintió lentamente, como si acabara de escuchar la respuesta que esperaba.

– Muy bien -admitió-. Pero yo soy su obispo, don Príamo. Y a mí sí está ligado usted por voto de obediencia- se había quitado un momento la pipa de la boca y señalaba con ella, alternativamente, a los dos sacerdotes-. De modo que, si lo prefiere, me responderá a mí a través de las preguntas que le haga el padre Quart.

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