El líquido hizo una burbuja y cayó fuera del gollete. Don Ibrahim lo enjugó con el empapado pañuelo y puso éste en el cenicero que había sobre la mesa. La bomba incendiaria estaba destinada a funcionar con un mecanismo algo rudimentario pero eficaz, de cuya invención don Ibrahim estaba orgulloso: un trozo de vela fina, cerillas, un reloj despertador de cuerda, dos metros de hilo bramante, una botella que se cae. Y la ignición cuando los tres compadres estuviesen en un bar a la vista de todo el mundo, por aquello de cuidar al detalle la coartada. La madera de los bancos apilados contra el muro y las viejas vigas del techo harían el resto. No era necesario que la destrucción fuese total, había precisado Peregil al darles instrucciones para agilizar el tema. Bastaba con arruinar aquello un poco; aunque si todo el edificio se iba al carajo, mucho mejor. Pero sobre todo -los miraba inquieto, de uno en uno- que parezca un accidente.
Echó don Ibrahim un poco más, y el olor de la gasolina eclipsó un momento el de los huevos fritos. Con gusto habría encendido un habano; pero no era cosa de broma, con toda aquella gasolina y el trapo húmedo en el cenicero. La Niña Puñales se había opuesto en principio como gata panza arriba, por el carácter de recinto sagrado; y sólo pudieron convencerla recordándole la cantidad de misas que iba a poder encargar en otras iglesias para expiar el asunto con el dinero que sacarían de todo aquello. Además, según el viejo principio ad anotares redit sceleris coacti tamarindos pulpa, o poco más o menos, ellos tres sólo ejecutaban un delito ajeno; y quien era causa de la causa -o sea, Peregil en última instancia- lo era del mal causado. Aun así, y a pesar de tan riguroso planteamiento jurídico, la Niña continuaba negándose a intervenir en el acto ignífero, asumiendo en la operación simples labores de apoyo; como era el caso de los huevos con morcilla. Don Ibrahim respetaba aquello, pues era hombre partidario de la libre conciencia. En cuanto al Potro, el mecanismo de sus pensamientos era difícil de penetrar. Eso en el caso de que sus pensamientos tuviesen mecanismo motor, e incluso de que hubiese pensamientos. Lo que hacía era limitarse a asentir impasible al cabo de un rato, fatalista y fiel, siempre en espera de la campana o el clarín que lo hicieran levantarse del rincón o salir del burladero como un autómata. No había puesto objeciones cuando don Ibrahim planteó lo del incendio en la iglesia. Cosa extraña: el Potro no era hombre religioso pese a su pasado taurino -todos los toreros, que supiera don Ibrahim, creían en Dios-, pero cada Viernes Santo se ponía el viejo traje azul marino de su infausta boda, una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, se repeinaba con colonia, y acompañaba a la Niña entre luz de velas y redoble de tambores por las calles de Sevilla, detrás del trono de la Esperanza. Don Ibrahim, a quien su formación librepensadora impedía tomar parte en ritos oscurantistas, los miraba pasar tras el manto de la Virgen con las claras del alba, mantilla negra y rezando la Niña Puñales; silencioso y cabal, dándole el brazo, el Potro del Mantelete.
Frente al duro perfil recortado en la ventana, don Ibrahim sonrió para sus adentros, con paternal ternura. Estaba orgulloso de la lealtad del Potro. Muchos poderosos de la tierra sólo obtenían lealtades a base de comprarlas con dinero. Pero alguna vez, cuando ya estuviese a punto de que lo arrastraran las mulillas al desolladero, alguien le preguntaría quizás a don Ibrahim qué había hecho en la vida que mereciera la pena. Y él podría responder, con la cabeza muy alta, que el Potro del Mantelete había sido un amigo fiel, y que había oído cantar a la Niña Puñales Capote de grana y oro.
– A comer -dijo la Niña, desde la puerta de la cocina.
Se secaba las manos en el delantal. Mantenía impecable el caracolillo negro sobre la frente, el lunar postizo y el carmín rojo sangre en la boca, pero el maquillaje de los ojos estaba un poco corrido porque había estado cortando cebollas para la ensalada. Don Ibrahim comprobó que miraba la botella de Anís del Mono con aire crítico; seguía sin aprobar aquello.
– No se hacen tortillas -apuntó, conciliador- sin cascar algunos huevos.
– Pues los que acabo de freír se enfrían -repuso la Niña, algo atravesada.
Don Ibrahim dejó escapar un suspiro de resignación mientras vertía el último chorrito de gasolina. Secó el sobrante con el trapo y volvió a dejarlo, húmedo, en el cenicero. Después apoyó las manos en la mesa para empezar a levantarse, con esfuerzo.
– Ten confianza, mujer. Ten confianza.
– Las iglesias no se queman -insistía la Niña, fruncido el ceño bajo el caracolillo-. Eso es cosa de herejes y de comunistas.
El Potro del Mantelete, silencioso como siempre, se había retirado de la ventana y llevaba una mano a la boca, donde tenía la colilla del cigarrillo casi consumida. Tengo que decirle que no se acerque a la gasolina, pensó fugazmente don Ibrahim, todavía pendiente de la Niña.
– Los caminos de Dios son inescrutables -dijo, por decir algo.
– Pues este camino tiene muy mala sombra.
A don Ibrahim le dolía la incomprensión de la Niña Puñales.
Él no era un jefe que impusiera decisiones a la tropa, sino que procuraba razonarlas. A fin de cuentas eran su tribu, su clan. Su familia. Buscaba un argumento para dar por zanjada la cuestión hasta después de los huevos fritos, cuando por el rabillo del ojo vio que el Potro pasaba junto a la mesa, camino de la cocina, y que con gesto instintivo acercaba la mano con la colilla para apagarla en el cenicero. Justo donde estaba el trapo húmedo de gasolina.
Qué tontería, pensó. Cómo se le iba a ocurrir. De todas formas se volvió a medias, inquieto.
– Oye, Potro -dijo.
Pero el otro ya había echado la colilla en el cenicero. Entonces don Ibrahim trató de impedirlo, y volcó con el codo la botella de Anís del Mono.
VIII Una dama andaluza
– ¿No hueles los jazmines?
– ¿Cuáles, si no hay jazmines?
– Los que estaban aquí antiguamente.
(Antonio Burgos. Sevilla)
Si existe sangre azul, la de María Cruz Eugenia Bruner de Lebrija y Álvarez de Córdoba, duquesa del Nuevo Extremo y doce veces grande de España, era de color azul marino. La madre de Macarena Bruner había tenido antepasados en el cerco de Granada y en la conquista de América, y sólo dos casas de la rancia aristocracia española, Alba y Medina-Sidonia, la superaban en solera. Sin embargo, hacía mucho que sus títulos estaban desprovistos de contenido. El tiempo y la historia fueron engullendo las tierras y el patrimonio, y la extensa relación que cruzaba en todas direcciones su árbol genealógico y los cuarteles de sus escudos de armas, era una retahíla de conchas vacías como las que blanquean arrojadas por el mar a las playas. A la anciana señora que tomaba sorbos de coca-cola frente a Lorenzo Quart en el patio de la Casa del Postigo le faltaban un mes y siete días para cumplir setenta años. Sus antepasados habían viajado de Sevilla a Cádiz sin salir de sus tierras, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia la sostuvieron sobre la pila de bautismo, y el propio general Franco, a pesar de su desdén hacia la antigua aristocracia española, no pudo sustraerse de besarle la mano en aquel mismo patio andaluz después de la guerra civil, inclinado muy a su pesar sobre el mosaico romano que ocupaba el suelo desde que fue traído directamente, cuatro siglos atrás, de las ruinas de Itálica. Pero el tiempo discurre implacable, rezaba la leyenda del reloj inglés de pared que daba las horas y los cuartos en la galería de columnas y arcos mudéjares, decorada con alfombras de las Alpujarras y bargueños del XVI que la amistad familiar del banquero Octavio Machuca había rescatado de un triste destino en las almonedas sevillanas. Del antiguo esplendor quedaban el patio lleno de aromas y macetas con geranios, aspidistras y helechos, la reja plateresca, el jardín, el comedor de verano con bustos romanos de mármol, algunos muebles y cuadros en las paredes. Y entre todo eso, con una doncella, un jardinero y una cocinera como única asistencia en una casa donde creció, cuando niña, entre una veintena de personas de servicio, con el aire ausente de una sombra tranquila inclinada sobre su memoria, vivía la vieja dama de cabello blanco y collar de perlas en torno al cuello. La misma que ofrecía más café a Quart, mientras se daba aire con un ajado abanico cuyo país fue pintado, con dedicatoria personal, por Julio Romero de Torres.