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– ¿Qué sabes tú de esto, Pencho?

Quart vio que Gavira dejaba quietas las gafas. La misma mano fue hasta la boca, firme, para sostener el cigarrillo entre dos dedos:

– No diga barbaridades, don Octavio. Qué voy yo a saber.

La cerveza, ya sin espuma, se calentaba en su vaso. Vino un mendigo a pedirles una moneda y Machuca lo despidió con un gesto.

– No hablamos del muerto -dijo Macarena-. Sino de la desaparición de don Príamo.

Hubo otra chupada al cigarrillo y una eternidad hasta que Gavira exhaló el humo. Seguía mirando a Quart:

– Tendrá que ver una cosa con la otra. Digo yo.

Macarena cerraba el puño, como para golpear con él la mesa. O a su marido.

– Sabes que no tiene nada que ver.

– Te equivocas. Yo, saber, no sé nada -la boca de Gavira hizo una mueca cruel-. La experta en iglesias y en curas eres tú -señaló a Quart-. Que no vas a ningún sitio sin tu director espiritual.

– Maldito seas.

Octavio Machuca levantó una mano flaca para apaciguar los ánimos. Quart, que se mantenía en silencio y al margen, observó que tras sus párpados entornados el viejo banquero no perdía de vista a Gavira.

– La verdad, Pencho -dijo Machuca-. Quiero la verdad.

Gavira apuró el cigarrillo y lo arrojó a la acera, a los pies de un vendedor de lotería que se acercaba a ofrecerles un décimo. Después miró a su jefe a los ojos.

– Don Octavio. Le juro que no sé nada de ese muerto en la iglesia, salvo que era periodista y, cuentan, muy mal bicho. Tampoco sé dónde diablos puede haberse metido el cura -alargó la mano disponiéndose a jugar de nuevo con las patillas de sus gafas, pero la dejó inmóvil junto a ellas-. Sólo sé lo que me ha contado mi secretaria por teléfono hace un momento: hay un cadáver, el padre Ferro es sospechoso y lo busca la policía -de nuevo observó a Macarena, y luego a Quart-. Lo demás es buscarle tres pies al gato.

– Tú has estado enredando en la iglesia -insistió ella-. Todo el tiempo estuviste maniobrando alrededor. No puedo creer que seas ajeno a esto.

– Pues lo soy -Gavira se mantenía muy sereno-. No voy a ocultar que algo sí me he movido. Alguien, siguiendo instrucciones mías, estuvo un poco de aquí para allá, estudiando la situación -se volvió hacia Machuca, apelando a su buen criterio-. Fíjese si soy sincero, don Octavio, que no me importa contarles que consideré la posibilidad de convencer al párroco con métodos drásticos… Todo se estudió, con los pros y los contras. Pero nada más. Ahora resulta que el padre Ferro se ha metido en un lío, que el fuero de la iglesia queda en el aire, y que todo me viene de perlas -se ensanchó la sonrisa del Marrajo del Arenal-… Pues qué quieren que les diga. Que lo siento por ese párroco y que me alegro por mí -hizo un gesto en atención al viejo Machuca-. Por mí y por el Cartujano. Nadie derramará lágrimas por esa iglesia.

Macarena le dirigió una mirada de desprecio:

– Yo lo haré.

Se acercó una florista ofreciendo jazmines para la señora, y Gavira la mandó a paseo. Ahora miraba a su mujer con menos reticencia.

– Es lo único que lamento en esta historia. Tus lágrimas -por un instante pareció suavizársele un poco el tono-. Sigo sin comprender qué ocurrió entre tú y yo -dura ojeada de soslayo a Quart-. Ni las cosas que sucedieron después.

Ella movía la cabeza, negándose a aceptar ese terreno:

– Es tarde para hablar de nosotros. El padre Quart y yo hemos venido a preguntarte por don Príamo.

Relucieron los ojos negros de Gavira:

– Pues empiezo a estar harto de tropezarme con el padre Quart.

– Y yo de tropezarme con usted -dijo Quart, cuya mansedumbre profesional rozaba el límite-… Eso le ocurre por meterse a incordiar en iglesias donde nadie lo llama.

Un relámpago de ira endureció la boca del banquero, y por un segundo Quart creyó que se le iba a echar encima. Su pulso bombeó adrenalina; pero el otro ya sonreía, de nuevo peligroso y tranquilo. Todo había transcurrido fugaz, sin un gesto fuera de lugar, ni una amenaza. Ahora Gavira le hablaba a Macarena:

– Te aseguro que no tengo nada que ver.

– No -ella se inclinaba otra vez hacia adelante, los codos sobre la mesa, mortalmente seria-. Te conozco, Pencho. No sabría decir por qué, pero estoy segura de que mientes. Fíjate en lo que digo: aunque estés siendo sincero, mientes. Hay cosas que no encajan, que no se explican sin tu intervención. Aunque no tuvieras nada que ver, la desaparición de don Príamo, precisamente hoy, lleva tu sello. Tu estilo.

Quart vio a Gavira vacilar un instante. Sólo fue un momento, un breve relámpago de duda en sus ojos oscuros e impasibles. Los dedos abrieron y plegaron dos veces las patillas de las gafas sobre la mesa y luego quedaron inmóviles de nuevo.

– No -dijo.

Más que una negación destinada a ellos, parecía respuesta a una reflexión interior. Octavio Machuca entrecerraba más los párpados, observándolo con curiosidad; y fue en ese momento cuando Quart tuvo la certeza de que el de Macarena no era un tiro a ciegas.

– Pencho -dijo Machuca.

Era una reconvención y un ruego formulados en voz baja. La expresión de Gavira era otra vez inescrutable, pero alzó levemente una mano, como si pidiera un momento de calma para reflexionar-. Un conductor molesto por un coche mal aparcado los ensordeció a todos con su claxon.

– Si tienes algo que ver, Pencho… -insistió Machuca. Ahora parecía de veras incómodo, dedicándoles a Macarena y a Quart breves miradas de preocupación.

– Esas casualidades no ocurren -murmuró Gavira, abismado, muy lejos de allí.

Después, con aspecto de moverse en el límite impreciso de lo real y de un sueño, miró a Quart y luego a Macarena, casi esperando que confirmaran sus pensamientos no expresados. Abría la boca a punto de decir algo, o necesitando, quizás, más aire para respirar. Se mantenía firme, pero su aplomo había desaparecido. De pronto, un semáforo pasó del rojo al verde y el desfile de parabrisas de automóviles los deslumbró a todos con una sucesión de destellos y ráfagas de sol. Gavira parpadeó, enrojeciendo con violencia. Sacudido por una ola de calor inesperado.

– Ahora deben disculparme -dijo-. Tengo una comida de trabajo.

Apretaba un puño llevándoselo hasta la barbilla, como si fuese a golpearse a sí mismo. Y al ponerse en pie, derramó el vaso de cerveza.

XIII El Canela Fina

Ah, Watson -dijo Holmes-. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna.

(A. Conan Doyle. Aventuras de Sherlock Holmes)

Un altavoz amplificaba la charla del guía; algo sobre los ocho siglos de la Torre del Oro, con música de fondo de un pasodoble. Al cruzarse, el motor de la lancha de turistas resonó afuera, en las aguas del río, y al cabo de unos instantes el movimiento de su oleaje llegó hasta los costados del Canela Fina, balanceando la embarcación atracada al muelle. La cámara olía a rancio y a sudor, entre los mamparos de madera repintada y las manchas de óxido en las planchas de hierro. Mientras motor y música se alejaban, don Ibrahim vio cómo el rayo de sol que entraba por el portillo abierto se desplazaba lentamente a estribor sobre la mesa con restos de comida, haciendo brillar las pulseras de plata en las muñecas de la Niña Puñales antes de retornar lentamente a babor, para inmovilizarse en la calva mal disimulada de Peregil.

– Podíais haber elegido -dijo éste- un sitio que se moviera menos.

Tenía el pelo desordenado sobre el cráneo húmedo de sudor, y se enjugaba la frente con un pañuelo. Lo suyo no eran las superficies oscilantes: ojos de brillo mortecino, semejantes a los de los toros mansos esperando el descabello; piel con ese inconfundible tinte pálido que traen consigo las angustias del mareo. Los barcos de turistas eran muchos, y el aguaje de cada uno lo desencajaba un poco más.

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