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El padre Arregui negaba con la cabeza.

– 73. Salmo 73 -corrigió, y aún miraba preocupado la pantalla del ordenador de Garofi-: Lamentación ante el Templo Devastado.

– Algo más sí sabemos de él -dijo de pronto el padre Cooey- Es un pirata con sentido del humor.

Los otros dos sacerdotes miraron el recuadro iluminado. En su interior, pequeñas bolitas rebotaban ahora como pelotas de ping-pong, reproduciéndose cada vez; y al encontrarse dos de ellas se producía una pequeña deflagración nuclear, un pequeño hongo de cuyo centro salía la palabra bum.

Arregui estaba indignado.

– Ah, el canalla -decía-. El hereje.

De repente reparó en el botón de la sotana que tenía en la mano, y lo arrojó a la papelera. Atentos a la pantalla, los padres Cooey y Garofi se reían por lo bajo.

VII La botella de Anís del Mono

En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas. (Fulcanelli. El misterio de las catedrales)

Eran poco más de las ocho de la mañana cuando Quart cruzó la plaza en dirección a Nuestra Señora de las Lágrimas. El sol iluminaba la espadaña deslucida, sin desbordar todavía la línea de aleros de las casas pintadas de almagre y blanco. Aún gozaban de sombra fresca los naranjos, cuyo aroma lo acompañó hasta la puerta de la iglesia donde un mendigo pedía limosna sentado en el suelo, con las muletas apoyadas en la pared. Quart le dio una moneda y franqueó el umbral, deteniéndose un instante junto al Nazareno de los exvotos. La misa no había llegado al ofertorio.

Caminó hasta los últimos bancos y fue a sentarse en uno de ellos. Una veintena de fieles se hallaba delante, ocupando la mitad de la nave. El resto de bancos con sus reclinatorios seguían apilados contra el muro, entre los andamios que cubrían las paredes del recinto. La luz del retablo sobre el altar mayor estaba encendida, y bajo el abigarrado conjunto de tallas e imágenes, a los pies de la Virgen de las Lágrimas, don Príamo Ferro oficiaba la misa con el padre Óscar como acólito. La mayor parte de sus feligreses eran mujeres y gente mayor: vecinos de apariencia modesta, empleados a punto de acudir al trabajo, jubilados, amas de casa. Algunas mujeres tenían al lado las cestas o los carritos para la compra. Dos o tres ancianas iban vestidas de negro, y una, arrodillada cerca de Quart, se cubría con uno de aquellos velos de misa caídos en desuso veinte años atrás.

El padre Ferro se adelantó a leer el Evangelio. Sus ornamentos eran blancos, y Quart observó que por el cuello, bajo la casulla y la estola, asomaba el borde del amito: la antigua pieza de tela que, en recuerdo del lienzo que cubrió el rostro de Cristo, los sacerdotes ponían sobre sus hombros al vestirse para la misa antes del Concilio Vaticano II. Sólo los oficiantes muy viejos o muy tradicionalistas recurrían ya a esa prenda; y no era éste el único anacronismo en la indumentaria y actitudes del padre Ferro. La vieja casulla, por ejemplo, era del tipo llamado de guitarra, el peto dejando aberturas completas a los lados, en lugar del modelo usual, próximo a la dalmática, que había venido a sustituirlo por más cómodo y ligero.

– En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos…

El párroco leía el texto cientos de veces repetido a lo largo de su vida sin mirar apenas el libro abierto sobre el atril, absorto en algún lugar indeterminado del espacio entre él y sus fieles. No había micrófonos -tampoco la pequeña iglesia los necesitaba- y su voz recia, tranquila, desprovista de inflexiones o matices, llenaba con autoridad el silencio de la nave, entre los andamios y las pinturas ennegrecidas del techo. No dejaba lugar a la discusión ni a la duda: todo, fuera de aquellas palabras pronunciadas en nombre de Otro, carecía de valor o de importancia. Aquél era el verbo de la fe.

– En verdad os digo que vosotros gemiréis y lloraréis, mientras el mundo se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero Yo os digo que vuestra tristeza se convertirá en gozo. Y Yo volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón. Y nadie podrá quitaros ya este gozo…

Palabra de Dios, dijo regresando tras el altar; y los fíeles rezaron el Credo. Entonces, sin sorprenderse demasiado, Quart descubrió a Macarena Bruner. Estaba tres bancos delante de él, con gafas oscuras, tejanos, el pelo recogido en cola de caballo y la chaqueta sobre los hombros, inclinado el rostro en la oración. Después, al volver al altar, los ojos de Quart encontraron los del padre Óscar que lo observaban, inescrutables, mientras don Príamo Ferro seguía oficiando, ajeno a cuanto no fuese el ritual de sus propios gestos y palabras:

– Benedictas est. Dómine, deus univérsi, quia de tua largitáte accépimus panem…

Atónito, Quart prestó atención a lo que decía el sacerdote: estaba celebrando en latín. De hecho, todas las partes de la misa que no iban directamente dirigidas a los fíeles o no podían ser recitadas de modo colectivo, el padre Ferro las pronunciaba en la vieja lengua canónica de la Iglesia. Aquélla no era una infracción grave, por supuesto; algunas iglesias con fuero especial poseían ese privilegio, y el propio Pontífice oficiaba a menudo la misa en latín, en Roma. Pero las disposiciones eclesiásticas establecían, desde Pablo VI, que la misa se hiciese en las respectivas lenguas de cada parroquia para mayor comprensión y participación de los fieles. Resultaba evidente que el padre Ferro asumía sólo a medias el espíritu de modernidad eclesiástica.

– Per huius aquae et vini mystérium…

Quart lo estudió con detenimiento durante el ofertorio. Puestos los objetos litúrgicos sobre los corporales, el párroco elevó al cielo la hostia colocada en la patena y luego, mezclando unas gotas de agua en el vino aportado en las vinajeras por el padre Oscar, hizo lo mismo con el cáliz. Después se volvió a su acólito, que le ofrecía una pequeña jofaina con jarra de plata, y procedió a lavarse las manos.

– Lava me. Dómine, ab iniquitáte mea.

Seguía Quart el movimiento de sus labios pronunciando las frases latinas en voz baja. El lavatorio de manos era otra costumbre en vías de extinción, aunque aceptada en el orden común de la misa. Y pudo apreciar más detalles anacrónicos, poco vistos desde que, con diez o doce años, asistía como monaguillo al cura de su parroquia: el padre Ferro juntó las yemas de los dedos bajo el chorro de agua que le vertía el acólito y después, una vez secas las manos, mantuvo pulgares e índices juntos, formando un círculo, para impedir que tuviesen contacto con nada; e incluso las páginas del misal las pasaba con los otros tres dedos, que mantenía rígidos. Todo aquello era exquisitamente ortodoxo a la antigua usanza, muy propio de viejos eclesiásticos renuentes a aceptar el cambio de los tiempos. Sólo le faltaba oficiar de espaldas a los fieles, vuelto hacia el retablo y la imagen de la Virgen como se hacía tres décadas atrás. Y a don Príamo Ferro, sospechaba Quart, eso no lo hubiera incomodado en absoluto. Vio que rezaba el canon inclinando su cabeza testaruda, hirsuto pelo blanco trasquilado a tijeretazos: Te ígitur, clementíssime Pater. El mentón de sombras oscuras y grises mal rasuradas se hundía contra el cuello de la casulla mientras el párroco pronunciaba en voz baja, audible en el silencio absoluto de la iglesia, las oraciones del sacrificio de la misa del mismo modo que fueron pronunciadas por otros hombres, vivos y muertos antes que él, durante los últimos mil trescientos años:

– Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est ubi Deo Patri omnipoténti…

Muy a su pesar, incluso con su escepticismo técnico a cuestas y el desdén que le inspiraba la figura del padre Ferro, el sacerdote que había en Lorenzo Quart no pudo menos que conmoverse ante la singular solemnidad que el ritual, aquellos gestos y palabras, confería al veterano párroco. Era como si la transformación simbólica que en ese momento se registraba sobre el altar transfigurase también su apariencia de tosco cura provinciano para revestirla de autoridad; un carisma que hacía olvidar la vieja y sucia sotana y los zapatos sin lustrar bajo la casulla de cuello raído, hilos de oro y adornos deslucidos por el paso del tiempo. Dios -si es que había un Dios tras aquella madera dorada, barroca, reluciente en torno a la Virgen de las Lágrimas- accedía sin duda, por un instante, a poner la mano en el hombro del anciano gruñón que, inclinado sobre la hostia y el cáliz, consumaba el misterio de la encarnación y muerte del Hijo. Además, se dijo Quart mirando los rostros que tenía ante sí -incluida Macarena Bruner vuelta hacia el altar y pendiente, como los otros, de las manos del sacerdote-, lo que en ese momento importaba menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia eran los rostros graves, tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo. Lo que significaba calor frente al frío, o una mano amiga en la oscuridad. Y como ellos, arrodillado en su reclinatorio con los codos sobre el respaldo del banco que tenía delante, Quart repitió para sus adentros las palabras de la consagración mientras se removía incómodo; consciente de que acababa de franquear el umbral de la comprensión respecto a aquella iglesia, su párroco, el mensaje de Vísperas y lo que él mismo estaba haciendo allí. Era más fácil, descubrió, despreciar al padre Ferro que verlo, pequeño y cimarrón bajo la anticuada casulla, creando con las palabras del viejo misterio un humilde remanso donde aquella veintena de rostros en su mayor parte cansados, envejecidos, inclinados bajo el peso de los años y de la vida, miraban -temor, respeto, esperanza- el trocito de pan que el viejo cura sostenía en sus manos orgullosas. El vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que elevaba acto seguido en el cáliz de latón dorado y descendía después convertido en sangre de aquel Jesús que, del mismo modo, acabada la cena, dio de comer y beber a sus discípulos con palabras idénticas a las que el padre Ferro hacía resonar ahora, inalterables, veinte siglos después bajo las lágrimas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc: Hoc fácite in meam commemoratiónem. Haced esto en memoria mía.

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