Ella inició otra sonrisa que no llegó a materializarse del todo. En su lugar quedó una mueca preocupada, absorta.
– No diga eso. Me da miedo.
Había más malhumor que aprensión en esas palabras. Quart miró el mechero de plástico al que ella daba vueltas entre los dedos, y supo que Macarena Bruner le acababa de mentir. Ella no era de esas mujeres que se asustan por cualquier cosa.
Desde que Vísperas había dado señales de vida una semana antes, el padre Ignacio Arregui y su equipo de jesuítas expertos en informática vigilaban en turnos de doce horas el sistema central del Vaticano. Aquella noche faltaban diez minutos para la una de la madrugada, y Arregui fue en busca de una taza de café a la máquina expendedora del pasillo. La máquina se había tragado las monedas de cien liras sin proporcionar a cambio más que un vaso vacío y un chorrito de azúcar, y el jesuíta se daba a todos los diablos mirando a través de la ventana la sombra oscura del palacio Belvedere, al otro lado de la calle iluminada por faroles bajo los que en ese momento pasaba la ronda nocturna de suizos. Arregui buscó en los bolsillos de la sotana, reuniendo monedas para intentarlo por segunda vez. Ahora el café salió sin azúcar, por lo que hubo de recurrir al vaso anterior -que por suerte había permanecido en posición erguida en la papelera- para endulzar el brebaje. Después regresó a la sala de ordenadores, quemándose los dedos pulgar e índice a través del plástico del vaso.
– Ahí lo tenemos, padre.
Cooey, el irlandés, se había quitado las gafas y frotaba los cristales con un kleenex, mirando excitado la pantalla de su ordenador. Otro joven jesuíta, un italiano llamado Garofí, tecleaba desesperadamente en el segundo ordenador a la caza del intruso.
– ¿Es Vísperas? -preguntó Arregui. Miraba la pantalla por encima del hombro de Cooey, fascinado por el parpadeo de los iconos rojos y azules y la velocidad vertiginosa a que desfilaban los ficheros recorridos por el pirata informático. Ese ordenador reproducía los movimientos del hacker, mientras el de Garofi trabajaba en su identificación y localización.
– Creo que sí -respondió el irlandés, poniéndose las gafas con los cristales limpios-. Al menos conoce el camino y va muy rápido.
– ¿Ha llegado a las TS?
– A algunas. Pero es listo: no cae en ellas.
El padre Arregui bebió un sorbo de café que le achicharró la lengua:
– Maldito sea.
Las TS -Trampas Saduceas, en la jerga del equipo- eran áreas informáticas dispuestas como redes en la desembocadura de un río, para que los piratas entrasen en ellas desorientándose o revelando datos que hicieran posible su identificación. Las dispuestas contra Vísperas eran sofisticados laberintos electrónicos, señuelos en cuyo recorrido el intruso quedaba expuesto a descubrir cartas de su juego que lo hacían vulnerable.
– Está buscando INMAVAT -anunció Cooey.
De nuevo había un rastro de admiración en su voz, y el padre Arregui miró, ceñudo, el cuello y la nuca de su joven experto, que seguía la progresión del hacker inclinado sobre la pantalla con el ratón bajo los dedos de la mano derecha. Era inevitable, se dijo mientras apuraba el resto del café. Él mismo no podía evitar cierta excitación profesional al ver actuar a un miembro de la cofradía informática, sobre todo si era clandestino y tan limpio como Vísperas. Aunque fuese un delincuente y un pirata que lo tenía una semana sin dormir.
– Ya está -dijo el irlandés.
Hasta Garofi había dejado de teclear y miraba. INMAVAT, el archivo restringido para altos cargos de la Curia, desfilaba a toda velocidad por la pantalla, tripas al aire.
– Sí. Es Vísperas -dijo Cooey, en el tono de quien reconoce la firma de un viejo amigo.
El vaso de plástico sonó como un estallido cuando el padre Arregui lo estrujó en la mano antes de arrojarlo a la papelera. En el ordenador de Garofi parpadeaba el cursor del escáner conectado con la policía y con la red telefónica vaticana.
– Hace lo mismo que la otra vez -dijo el italiano-. Camufla su punto de entrada saltando por distintas redes telefónicas.
El padre Arregui tenía los ojos clavados en el cursor parpadeante que se paseaba arriba y abajo por la lista de ochenta y cuatro usuarios de INMAVAT. Habían trabajado varios días para instalar una trampa saducea destinada a quien intentara infiltrarse en VOIA, la terminal personal del Santo Padre. La trampa, inerte cuando se accedía al archivo con clave normal, sólo funcionaba si el intruso provenía del exterior: al franquear el umbral de INMAVAT arrastraba consigo un código oculto cuya existencia era desconocida para el pirata mismo. Algo parecido a una remora invisible. Al llegar a VOIA, esa señal bloqueaba la entrada al destinatario real para desviar al pirata hacia otro ficticio, VOIATS, donde nada de cuanto hiciera podía causar daño, y dejaría, creyendo hacerlo en el ordenador personal del Papa, cualquier nuevo mensaje que trajera consigo.
El cursor se detuvo parpadeando en VOIA. Fueron diez largos segundos en que los tres jesuitas contuvieron el aliento, pendientes de la pantalla del ordenador gemelo. Por fin el cursor hizo clic y apareció el reloj de espera.
– Está entrando -Cooey lo dijo en voz muy baja, como si Vísperas pudiera oírlos. Tenía el rostro enrojecido, y en las gafas de nuevo empañadas se reflejaba la pantalla.
El padre Arregui se mordía el labio inferior abrochando y desabrochando un botón de la sotana. Si la trampa no funcionaba o Vísperas sospechaba su existencia, el pirata podía enfadarse. Y un pirata furioso en un archivo tan delicado como INMAVAT era impredecible. De todas formas, el equipo de expertos vaticanos se había guardado una carta en la manga: bastaba pulsar una tecla para dejar INMAVAT fuera del sistema. El problema era que, en tal caso. Vísperas comprendería que estaban tras él, y podría desaparecer en el acto. O lo que era peor, volver en otra ocasión con una táctica diferente e inesperada. Por ejemplo, un programa asesino destinado a infectar y destruir cuanto encontrara a su paso.
Desapareció el reloj, cambiando el formato de la pantalla.
– Allá va -apuntó Garofi.
Vísperas estaba dentro de VOIA, y durante un desconcertante momento los tres jesuítas estudiaron angustiados el monitor para ver en cuál de los dos archivos, real o ficticio, había terminado por colarse. A medida que aparecía la clave, Cooey empezó a leer con voz crispada:
– Uve-Cero-Uno-A-Te-Ese.
Después inició una sonrisa grande, orgullosa, satisfecha. Vísperas había infiltrado su fichero pirata en la trampa saducea, y el ordenador personal del Papa estaba fuera de su alcance.
– Alabado sea Dios -dijo el padre Arregui.
Había arrancado por fin el botón de la sotana. Con él en la mano se inclinó a leer el mensaje que aparecía en la pantalla del ordenador:
El enemigo ha arrasado tu santuario.
Rugían los agresores en medio de la asamblea
y levantaron sus propios estandartes.
En la entrada superior abatieron
a hachazos el entramado.
Después, con martillos y mazas
destrozaron todas las esculturas.
Prendieron fuego a tu lugar sagrado
y profanaron la morada de tu nombre.
¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?
Después de aquello. Vísperas cortó el contacto y su señal desapareció de la pantalla.
– Imposible localizarlo -el padre Garofi punteaba inútilmente con el cursor del ratón en su ordenador-. En cada bucle deja detrás una especie de cargas de demolición que destruyen las huellas cuando se va. Ese hacker conoce bien lo que se trae entre manos.
– Y también conoce los Salmos -dijo el padre Cooey, poniendo en marcha la impresora para obtener una copia del texto-. Ése es el 63, ¿verdad?