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– Hay un sitio en el río -adelantó-. Un barco donde vive el Potro. Podemos retener allí al cura hasta el viernes, si quieres.

Peregil miró los ojos inexpresivos del Potro y enarcó las cejas:

– ¿Saldría bien?

Otra vez asintió, grave y seguro, don Ibrahim. De todas formas, se decía en ese instante, hay momentos de la vida en que los hombres se vuelven prisioneros de sus propios pasos; como Cortés cuando dijo aquello de a Tenochtitlán se va por ahí, o sea, sus y a ellos. Se abanicó alzando un poco la cabeza en busca de más aire, cual si ventease a su espalda el olor a humo de las naves ardiendo en las playas de Veracruz.

– Saldrá bien.

Como todos los hombres cuando desean ser tranquilizados, a Peregil se le veía más tranquilo. Sacó un paquete de rubio americano y encendió uno.

– ¿Seguro que no le haréis daño al viejo?… Porque imagínate que se resiste.

– Por favor -don Ibrahim lanzó una inquieta mirada de soslayo a la Niña y después colocó la mano del cigarro puro en el hombro del Potro-. Un anciano sacerdote. Un santo varón.

Seguía mostrándose de acuerdo Peregil. Pero era necesario mantener también, les recordó, la vigilancia sobre el cura de Roma y la, ejem, señora. Y las fotos. Sobre todo que no se olvidaran de las fotos.

– ¿Sabéis que la idea no es mala? -añadió después, volviendo al asunto del párroco-, ¿Cómo se os ocurrió?

Mientras se acariciaba los restos de bigote, don Ibrahim compuso una sonrisa entre halagada y modesta:

– De una película que pasaron ayer en la tele: El prisionero de Zenda.

– Me parece que la he visto -Peregil se tocaba el pelo colgante sobre la oreja, intentando camuflarse de nuevo la calva. Su humor era otro. Hasta había hecho una señal al camarero para que trajese una segunda botella, que la Niña Puñales veía acercarse con ojos impasibles de azabache, mientras sus uñas largas, descascarilladas, acariciaban el cristal de la copa vacía-… ¿Ésa del fulano al que los amigos meten en la cárcel, y luego encuentra un tesoro y se venga de ellos?

Don Ibrahim movió de un lado a otro la cabeza. El camarero había descorchado la botella, y el fino canturreaba al llenar las copas mientras la Niña lo acompañaba moviendo los labios, en silencio.

– No -dijo-. Esa es El conde de Montecristo. La nuestra es la del hermano malvado que secuestra al rey para coronarse él, pero entonces llega Stewart Granger y lo salva.

– Hay que ver -Peregil asentía, complacido, mirando al Potro-. La verdad es que con la tele se aprende un huevo.

Honorato Bonafé poseía ciertas cualidades porcinas, y no sólo en el aspecto moral de su carácter. Cuando llegó a la penumbra fresca del atrio, el sudor le corría generosamente por la papada color de rosa, encharcándole el cuello de la camisa. Sacó un pañuelo del bolsillo y fue enjugándoselo poco a poco, con toquecitos de sus manos blandas y pequeñas, mientras miraba los exvotos colgados en la pared, la mitad de los bancos arrinconados a un lado de la nave, los andamios contra los muros y sobre el altar mayor. Atardecía en Santa Cruz. La última luz que entraba por las incompletas vidrieras era dorada y rojiza, dándole un halo de misterio a las figuras desconchadas y polvorientas en la madera tallada. Dos ángeles fijaban su mirada en el vacío, y las tallas orantes de los duques del Nuevo Extremo parecían figuras reales, agazapadas en las sombras del retablo.

Dio unos pasos inseguros mirando la bóveda, el pulpito y el confesionario, cuya puerta estaba abierta. No había nadie allí ni tampoco en la sacristía. Anduvo hasta la verja de hierro de la cripta, miró los escalones que bajaban a la oscuridad y luego se volvió hacia el altar. La talla de la Virgen estaba en su hornacina, rodeada por los tubos y las plataformas de los andamios. Bonafé la estuvo contemplando desde abajo y después, con la decisión de quien ejecuta movimientos bien meditados, fue a la escalera del andamio y subió hasta la imagen, unos cinco metros sobre el piso. La luz rojiza que entraba por las vidrieras iluminaba los escorzos de la talla barroca, el corazón traspasado por puñales sobre el pecho, los ojos de Dolorosa alzados al cielo. Y en las mejillas, en el manto azul y en la corona de estrellas que circundaba su cabeza, relucían las perlas del capitán Xaloc.

Bonafé extrajo otra vez el pañuelo del bolsillo, secó más sudor de su frente y su papada, y luego se sirvió de él para quitar el polvo que cubría las perlas, observándolas con mucha atención. Se volvió a mirar la nave desierta de la iglesia, antes de sacar del bolsillo una pequeña navaja que abrió con cuidado. Después raspó ligeramente una de las perlas engarzadas en el manto de la talla y la estudió un rato, pensativo. Al cabo de unos momentos de indecisión introdujo la punta de la navaja en el engarce con mucho tiento, presionando hasta desprender la perla de su alvéolo. Era gruesa, del tamaño de un garbanzo, y la tuvo un rato en la palma de la mano antes de metérsela en el bolsillo de la chaqueta con sonrisa satisfecha.

La luz crepuscular entraba a través del Cristo sin cuerpo de la vidriera rota, tiñendo de rojo las gotas de sudor en el blando perfil de Bonafé. Aún recurrió otra vez al pañuelo para enjugarse la cara. Y en ese momento oyó un suave roce a su espalda, mientras una ligera vibración estremecía la estructura del andamio.

XI El baúl de Carlota Bruner

Toda la sabiduría del mundo está en los ojos de esos muñecos de cera.

(Valéry Larbaud. Poemas)

El reloj inglés dio diez campanadas cuando terminaban los postres, así que Cruz Bruner propuso tomar café al fresco, en el patio. Lorenzo Quart ofreció su brazo a la duquesa para salir del comedor de verano, donde habían cenado entre bustos de mármol traídos cuatro siglos atrás de las ruinas de Itálica con el mosaico que adornaba el suelo del patio principal. En el corredor que lo circundaba, antepasados de expresión grave, gola blanca y oscuros ropajes, los miraron pasar desde sus lienzos bajo el artesonado mudejar. La anciana dama, que vestía de seda negra con pequeñas flores blancas en el cuello y los puños, se los iba mostrando a Quart, apoyada en su brazo: un almirante de la Mar Océana, un general, un gobernador de los Países Bajos, un virrey de las Indias Occidentales. Al pasar junto a los faroles cordobeses, la delgada sombra del sacerdote se proyectaba junto a la menuda y encorvada de la duquesa, entre los arcos de la galería. Y tras ellos, con sandalias, un vestido oscuro y ligero hasta los tobillos, un almohadón para su madre entre los brazos y una sonrisa silenciosa en los labios, caminaba Macarena Bruner.

Tomaron asiento en las sillas de hierro pintado de blanco; Quart entre las dos mujeres, junto a la fuente de azulejos dispuestos según las más rigurosas leyes de la heráldica. Las macetas cubrían el patio de flores y hojas verdes, y el aroma a jazmín se anunciaba en los brotes tiernos. Macarena despidió a la doncella cuando ésta puso en la mesita taraceada la bandeja del café, y ella misma fue sirviendo las tazas. Solo para Quart, cortado para ella. Una coca-cola no demasiado fría para su madre.

– Ya sabe que es mi droga -dijo la vieja dama, en respuesta al interés de Quart-. Los médicos me niegan el café.

Macarena dirigió un gesto desolado al sacerdote:

– Duerme muy poco, y si se acuesta pronto termina desvelándose a las tres o a las cuatro de la madrugada. Esto la ayuda a seguir despierta más tiempo. Por eso la toma así, cafeína incluida. Todos le decimos que no puede ser bueno, pero no hace caso a nadie.

– ¿Por qué había de haceros caso? -preguntó Cruz Bruner-… Esta bebida es lo único que me gusta de Norteamérica.

Macarena la miró con suave reproche:

– Gris también te gusta, mamá.

– Es verdad -concedió la anciana entre dos sorbos-. Pero ella es de California: casi española.

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