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– ¿Cómo preservar, entonces -prosiguió el párroco-, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte?… El hombre se extingue, sabe que se extingue, y que a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria de él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.

A Quart se le escapó una carcajada que sobresaltó a las palomas.

– Por eso defiende usted su iglesia con uñas y dientes.

– Pues claro -el padre Ferro frunció el ceño con malhumor-. ¿Qué más da que yo tenga fe o no la tenga?… Los que acuden a mí sí la tienen. Y eso justifica de sobra la existencia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Fíjese en que no es casualidad que se trate de una iglesia barroca: el arte de la Contrarreforma, del no penséis, dejadlo para los teólogos, contemplad las tallas y los dorados, esos altares suntuosos, esas pasiones que, desde Aristóteles, son el resorte esencial para fascinar a las masas… Aturdios con la gloria de Dios. Un excesivo análisis os roba la esperanza; destruye el concepto. Sólo nosotros somos la tierra firme que os pone a salvo del torrente tumultuoso. La verdad mata antes de tiempo.

Alzó Quart una mano:

– Hay una objeción moral, padre. Eso se llama alienación. Planteada así, su iglesia es la televisión del siglo XVII.

– ¿Y qué? -el párroco encogía los hombros, despectivo-. ¿Qué fue el arte religioso barroco sino un intento por arrebatarles audiencia a Lutero, a Calvino?… Además, dígame dónde estaría el papado moderno sin la televisión. La fe desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío. Somos responsables de nuestros últimos fíeles inocentes, aquellos que nos siguieron creyendo, como en la Anahasis, que los conducíamos al mar, y a casa. Al menos mis viejas piedras, mi retablo y mi latín son más dignos que todas esas canciones con megafonía, las pantallas gigantes y la santa misa convertida en espectáculo para masas aturdidas por la electrónica. Creen que así van a conservar la clientela, pero nos envilecen y se equivocan. La batalla está perdida, y llega el tiempo de los falsos profetas.

Cerró la boca e inclinó la cabeza, hosco, al dar por concluida la conversación. Después fue a apoyarse en la ventana, mirando hacia el río. Al cabo de un instante, Quart, que no supo qué hacer o qué decir, fue a apoyarse a su lado en el alféizar. Nunca habían estado tan cerca uno del otro; la cabeza del párroco le llegaba a la altura del hombro. Permanecieron así un rato, sin decir palabra, hasta mucho después que los relojes dieran seis campanadas en las torres de Sevilla. La nube solitaria se había deshecho y el sol descendía en el cielo que continuaba dorándose despacio, al oeste. Entonces don Príamo Ferro habló de nuevo:

– Sólo sé una cosa: cuando termine la seducción habremos terminado también nosotros, porque la lógica y la razón significan el final. Pero mientras una pobre mujer necesite arrodillarse en busca de esperanza o consuelo, mi pequeña iglesia debe mantenerse en pie -sacó del bolsillo el pañuelo sucio y se sonó ruidosamente. La luz poniente resaltaba los pelos blancos de su barbilla mal afeitada-. Con toda nuestra miserable condición a cuestas, los curas como yo seguimos siendo necesarios… Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios. Y sólo un loco envidiaría semejante secreto. Nosotros conocemos -ahora el párroco torció el gesto bajo las cicatrices, en una mueca absorta y oscura- al ángel que tiene la llave del abismo.

IX El mundo es un pañuelo

Digna de ser morena y sevillana.

(Campoamor. El tren expreso)

Los focos que iluminaban la catedral creaban un espacio irreal entre noche y luz. Desorientadas por el contraste, las palomas volaban en todas direcciones, apareciendo de pronto y desapareciendo después en la oscuridad, entre la inmensa y armónica montaña de cúpulas, pináculos y arbotantes donde campeaba la torre de la Giralda. Era casi fantástico, pensaba Lorenzo Quart. Un paisaje de fondo tan extraordinario como el de las antiguas superproducciones de Hollywood a base de tela pintada y mucho cartón piedra. La diferencia consistía en que la plaza Virgen de los Reyes era auténtica, construida a fuerza de ladrillos y de siglos -la parte más antigua databa del XII-, y no había estudio cinematográfico capaz de reproducir su aspecto impresionante, por mucho dinero o mucho talento que se le echara al asunto. Aquél era un decorado único, irrepetible. Un escenario perfecto. Sobre todo cuando Macarena Bruner anduvo por él unos pasos para detenerse bajo la enorme farola central de la plaza, y se quedó allí, inmóvil contra la claridad dorada de la piedra y los proyectores de luz. Alta y esbelta, el collar de marfil en la piel morena del cuello, el pelo recogido en cola de caballo. Los ojos negros, tranquilos, quietos en Quart.

– Apenas hay sitios así -dijo.

Era cierto, y el hombre de Roma se daba cuenta de hasta qué punto la presencia de aquella mujer acentuaba la fascinación del lugar. La hija de la duquesa del Nuevo Extremo vestía igual que por la tarde en el patio de la Casa del Postigo. Ahora llevaba una chaqueta ligera sobre los hombros, y en la mano un bolso de cuero parecido a una mochila de caza. Habían ido hasta allí caminando casi en silencio, después que Quart dejase al padre Ferro en el observatorio y se despidiera de la duquesa. Vuelva a visitarnos, había dicho la anciana señora, complacida, y le ofreció como recuerdo un pequeño azulejo procedente de la antigua decoración de la casa: un pájaro que los alarifes mudéjares habían incluido en el alicatado del patio, y que, caído de la pared con los bombardeos de 1843, llevaba siglo y medio entre varias docenas de piezas rotas o defectuosas, en un sótano junto a las antiguas caballerizas. Después, cuando Quart salió a la calle con su azulejo en el bolsillo. Macarena lo retuvo junto a la verja de la entrada. La sugerencia de un paseo antes de tapear algo como cena en las tascas de Santa Cruz había venido de ella. Si no tiene otro compromiso, añadió observándolo desde el fondo de sus ojos oscuros y serenos. Un obispo o algo así. Quart se había echado a reír, abotonándose la americana, y de nuevo ella le miró las manos, y después la boca y otra vez las manos, hasta que también se puso a reír con aquella risa suya, tan franca y sonora como la de un muchacho. Y allí estaban los dos, en la plaza Virgen de los Reyes, con la catedral iluminada al fondo y las palomas revoloteando encima, entre la luz y la noche. Y Macarena seguía mirando a Quart y éste la miraba a ella. Y nada de todo eso, pensaba él con la calma lúcida que solía reservarse en aquel tipo de situaciones, contribuía a la saludable tranquilidad de espíritu que las sagradas ordenanzas recomendaban para la salvación eterna de un sacerdote.

– Quiero darle las gracias -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Por don Príamo.

Pasaron más palomas rumbo a la noche. Ellos caminaban ahora hacia los Reales Alcázares y el arco abierto bajo la muralla. Macarena se volvía a observar a Quart, con una ligera sonrisa que le iba y venía a la boca de vez en cuando.

– Usted se ha acercado a él lo suficiente, me parece -añadió-. Quizás ahora pueda comprender.

Quart hizo un gesto ambiguo. Podía comprender algunas cosas, dijo. La actitud del párroco, o su intransigencia respecto a la iglesia y su cometido en ella. Pero ésa era sólo una parte del problema. Su misión en Sevilla consistía en un informe general sobre la situación, que incluyese, a ser posible, la identidad de Vísperas. Y sobre el pirata informático, la investigación seguía en ayunas. El padre Óscar estaba a punto de irse sin que Quart estableciera su posible relación con el caso. También tenía que revisar informes de la policía y las encuestas del Arzobispado sobre las muertes en la iglesia. Además -se tocó la chaqueta a la altura del bolsillo interior donde llevaba la tarjeta de Carlota Bruner- quedaba por resolver el misterio de la postal y la cita señalada en el Nuevo Testamento de su habitación.

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