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Había un cuaderno abierto sobre el escritorio, con dibujos a lápiz de una constelación de estrellas. Pensó Quart en el sacerdote inclinado ante su telescopio, de noche, absorto en el silencio del firmamento que giraba despacio al otro extremo de la lente, mientras Macarena Bruner leía Ana Karenina o las Sonatas sentada en uno de los viejos sillones, con las mariposas nocturnas revoloteando a la luz de la lámpara. De pronto sintió un inquietante deseo de echarse a reír. Aquello le producía unos celos terribles.

Cuando alzó los ojos encontró la mirada reflexiva del padre Ferro, como si la expresión que había dejado traslucir le diese que pensar:

– Orión -dijo, y Quart, desconcertado, tardó unos segundos en comprender que se refería al croquis dibujado en el cuaderno-. En esta época del año sólo puede verse la estrella superior del hombro izquierdo del Cazador. Se llama Betelgeuse y aparece por allí -señaló un punto del cielo todavía azul, en el horizonte-. Hacia el Oeste-Noroeste.

Seguía con el pitillo en la boca, y las brasas del pésimo tabaco le caían sobre la pechera de la sotana. Quart pasó páginas llenas de anotaciones, dibujos y cifras. Sólo reconoció la constelación del León, su propio signo zodiacal, en cuyo cuerpo de metal, según la leyenda, rebotaban las jabalinas de Hércules.

– ¿Usted es de los que creen -preguntó- que todo está escrito en las estrellas?

El párroco hizo una mueca agria, en las antípodas de cualquier sonrisa.

– Hace tres o cuatro siglos -dijo- esa clase de preguntas le costaban a un cura la cabeza.

– Le repito que vengo en son de paz.

A otro perro con ese hueso, decían los ojos de Príamo Ferro. Ahora se reía en voz baja, sarcástico. Una especie de chirrido.

– Habla de astrología -apuntó, al cabo-. Lo mío es astronomía. Espero que conste el matiz en su informe a Roma.

Después se calló, pero seguía mirando a Quart con curiosidad, como si lo calibrase de nuevo tras una desafortunada primera impresión.

– Ignoro dónde están escritas las cosas -añadió tras una larga pausa-. Aunque basta echarle a usted un vistazo para comprender que no leemos el mismo alfabeto.

– Acláreme eso.

– No hay mucho que aclarar. Crea o no en ella, usted sirve a una multinacional cuyos estatutos se basan en toda esa demagogia que el humanismo cristiano y la Ilustración nos metieron en la cabeza: el hombre evoluciona a través del sufrimiento hacia estadios superiores, el género humano está llamado a reformarse, la buena voluntad concita la buena voluntad… -se volvió hacia el ventanal, con más brasas cayéndole en la pechera-. O que la Verdad con mayúscula existe, y se basta a sí misma.

Quart movía la cabeza.

– No me conoce -protestó-. No sabe nada de mí.

– Conozco a quienes lo emplean, y eso me basta.

Fue de nuevo junto al telescopio, al acecho de más motas de polvo. Otra vez metió las manos en los bolsillos de la sotana como para sacar el pañuelo, pero las mantuvo allí.

– ¿Qué sabe usted -añadió- y qué saben sus jefes en Roma, con su mentalidad de funcionarios?… ¿Qué saben del amor o del odio, salvo definiciones teológicas y susurros de confesionario?… -se balanceaba un poco sobre los pies, las manos todavía en los bolsillos- Basta mirarlo: su modo de hablar, o de moverse, delata a quien dará cuenta de pecados de omisión, no de pecados cometidos. Pertenece a esos telepredicadores, pastores de una iglesia sin alma, que hablan de los fieles con el lenguaje que las televisiones emplean para referirse a la audiencia.

– Se equivoca conmigo, padre. Mi trabajo…

Entre dientes, el párroco dejó oír de nuevo el chirrido semejante a una risa.

– ¡Su trabajo! -se había vuelto de pronto a Quart- Ahora quiere decirme que se mancha las manos, ¿verdad?… A pesar de ir siempre tan pulcro y pulido por la vida. Pero estoy seguro de que no le faltan justificaciones ni coartadas. Es joven, fuerte, con jefes que le dan cama y comida, piensan por usted y le arrojan huesos para que roa. Es un perfecto policía de una corporación poderosa que dice servir a Dios. Seguramente no amó nunca a una mujer, no odió a un hombre, no compadeció a un desgraciado. No hay pobres que lo bendigan por su pan, ni enfermos por su consuelo, ni pecadores por su esperanza de salvación… Usted hace lo que le mandan, y nada más.

– Yo cumplo las reglas -dijo Quart, y en el acto se arrepintió de haber dicho aquello.

– ¿Las cumple? -el párroco lo miraba con intensa ironía-. Enhorabuena. Eso quiere decir que salvará su alma. Los que cumplen las reglas siempre van al cielo -torció la boca llevando los dedos hasta la colilla, que apuró con una última chupada-. A gozar de la presencia de Dios.

Tiró la colilla por el ventanal y se quedó viéndola caer.

– Me pregunto -Quart lo miraba con dureza- si aún tiene usted fe.

En su boca, aquello resultaba una paradoja; y el propio Quart era muy consciente de eso. Además, su cometido no incluía tales preguntas, más propias de los perros negros del Santo Oficio. Como habría dicho monseñor Spada, en el IOE no trabajamos con las ideas de otros, sino con sus hechos. Limitémonos a ser buenos centuriones, dejando para Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz la peligrosa tarea de hurgar en el corazón humano.

Pese a todo ello, Quart aguardó una respuesta durante el largo silencio que vino después. El párroco se movía despacio junto al telescopio, y el reflejo de la silueta negra se deslizó a lo largo del tubo de latón bruñido.

– Aún es adverbio de tiempo.

Lo dijo por fin, hosco, ceñudo, cerrado en sí mismo, y después estuvo un rato callado, reflexionando sobre el tiempo, o los adverbios. Parecía seguir el hilo de un secreto razonamiento.

– Pero yo perdono los pecados -añadió más tarde, a modo de conclusión-. Y ayudo a morir en paz.

Se diría que aquello lo explicaba todo, aunque Quart estaba lejos de imaginar qué. Sintió la tentación de ser malévolo.

– No es usted quien perdona -puntualizó, mordaz- Sólo Dios puede hacerlo.

El párroco lo miró, sorprendido de verlo todavía allí.

– Cuando yo era un joven sacerdote -dijo de pronto- leí toda la filosofía de la Antigüedad: de Sócrates a San Agustín. Y toda la olvidé, salvo un gusto agridulce de melancolía y desilusión. Ahora, con sesenta y cuatro años, lo único que sé de los hombres es que recuerdan, que tienen miedo y que mueren.

Debía de mostrar Quart una expresión singular, de sorpresa y embarazo; pues el padre Ferro asintió con los ojos negros y duros fijos en él, cual si con ese gesto lo invitase a dar crédito a sus palabras. Después se volvió hacia el cielo. La nube solitaria -quizá ya no fuese la misma- había ido al encuentro del sol poniente, y ahora extendía un resplandor rojizo sobre las siluetas de los edificios lejanos.

– Durante mucho tiempo -prosiguió el párroco- lo busqué allá arriba. Me habría gustado tener unas palabras con Él; una especie de ajuste de cuentas, mano a mano. Vi sufrir y morir a mucha gente… Olvidado por mi obispo y quienes lo rodeaban, viví en una soledad atroz, de la que salía para decir misa cada domingo en una iglesia pequeña y casi vacía, o para caminar bajo la nieve y la lluvia, chapoteando en el barro, llevando la extremaunción a ancianos que sólo esperaban mi llegada para morirse. Y durante un cuarto de siglo, sentado a la cabecera de agonizantes que se agarraban a mis manos porque yo era su único consuelo, sólo hablé en una dirección. Jamás obtuve una respuesta.

Se interrumpió, y parecía que aún estuviese dándole una oportunidad a aquella respuesta; pero sólo se escuchaban los sonidos amortiguados por la distancia y el hucheo de las palomas en los aleros de la torre. Fue Quart quien habló ahora:

– O nacemos y morimos de acuerdo a un plan, o nacemos y morimos por accidente.

La vieja cita teológica no era una afirmación ni una respuesta. Sólo una invitación a proseguir el razonamiento interrumpido. Por primera vez Quart comprendía al hombre que estaba ante él; y vio que el otro se daba cuenta. Un brillo de reconocimiento suavizaba la mirada del viejo sacerdote:

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