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Bajó la frente el párroco. Malhumorado. Duro.

– La Inquisición -murmuró- me habría encarcelado por un montón de cosas, además de la astronomía.

– Pero ya no lo hacen -dijo Quart, que se acordaba del cardenal Iwaszkiewicz.

– No será por falta de ganas.

Por primera vez rieron todos juntos, incluido el mismo padre Ferro, a regañadientes primero y luego del mismo modo bonachón que la vez anterior. Era como si al hablar de astronomía Quart se hubiera acercado a él un poco más. Macarena se daba cuenta y parecía satisfecha, mirando alternativamente al uno y al otro. Sus ojos tenían de nuevo reflejos color de miel, y parecía feliz, recobrada aquella risa sonora y franca, de muchacho. Entonces le sugirió al párroco que le enseñase a Quart el palomar. Relucía el telescopio de latón junto a los arcos mudéjares abiertos a modo de galería en los cuatro costados de la torre, sobre los tejados de Santa Cruz. En la distancia, entre antenas de televisión y bandadas de palomas volando en todas direcciones, podían verse la Giralda, la Torre del Oro y un trecho del Guadalquivir con los trazos azules de las Jacarandas en flor de sus orillas. El resto del paisaje ante el que un siglo atrás había languidecido Carlota Bruner estaba ocupado ahora por edificios modernos de cemento, acero y cristal. No había ninguna vela blanca a la vista, ni barcos balanceándose en la corriente, y los cuatro pináculos del Archivo de Indias parecían centinelas olvidados sobre la antigua Lonja que guardaba el papel, el polvo y la memoria de un tiempo muerto.

– Magnífico lugar -dijo Quart.

El padre Ferro no contestó. Había sacado su pañuelo sucio del bolsillo y frotaba el tubo del telescopio, echándole el aliento. El instrumento era un modelo azimutal de lentes, muy viejo, de casi dos metros de longitud, situado sobre un trípode de madera. El largo tubo de latón y todas las piezas metálicas estaban bruñidas con esmero y relucían bajo los rayos del sol que se iba lentamente hacia la otra orilla, sobre Triana. No había muchas más cosas de interés en el palomar: un par de viejos sillones de cuero cuarteado por el tiempo, un escritorio con muchos cajones, una lámpara, un grabado de la Sevilla del XVII en la pared, y algunos libros encuadernados en piel: Tolstoi, Dostoievsky, Quevedo, Heine, Galdós, Blasco Ibáñez, Valle-Inclán, y también tratados de cosmografía, mecánica celeste y astrofísica. Quart se acercó a echarles un vistazo: Tolomeo, Porta, Alfonso de Córdoba. Algunas ediciones eran muy antiguas.

– Nunca lo hubiera imaginado -comentó-. Me refiero a usted, y a todo esto.

Era el suyo un tono conciliador, no del todo desprovisto de sinceridad. Había algo en su punto de vista sobre el padre Ferro que cambiaba con rapidez en las últimas horas. Por su parte, el párroco frotaba el telescopio como si en el interior del tubo de latón estuviese un genio dormido a quien correspondieran todas las respuestas. Al cabo de un instante encogió los hombros bajo la sotana tan raída y llena de lamparones que parecía virar del negro al gris. Era un curioso contraste, consideró Quart: el pequeño y descuidado sacerdote, y aquel instrumento que relucía bajo el cuidado minucioso de su pañuelo.

– Me gusta mirar el cielo de noche -dijo por fin-. La señora duquesa y su hija me permiten venir un par de horas cada día, después de la cena. Puedo subir directamente desde el patio, sin molestar a nadie.

Quart tocó el lomo de uno de los libros. Della celeste fisionomía, 1616. A su lado había unas Tabulae Astronomicae de las que no había oído hablar en la vida. Tosco cura rural, había dicho Su Ilustrísima Aquilino Corvo. El recuerdo lo hizo sonreír para sus adentros mientras hojeaba las tablas astronómicas.

– ¿Cuándo se aficionó a esto?

El padre Ferro, que ya parecía satisfecho con el estado del telescopio, se había guardado el pañuelo en el bolsillo y, vuelto hacia Quart, observaba sus gestos con recelo. Al cabo de un momento le cogió el libro de las manos para devolverlo a su sitio.

– Viví muchos años en una montaña. De noche, cuando me sentaba en el porche de la iglesia, no había otra distracción que mirar el cielo.

Se calló de pronto, con brusquedad, como si hubiese dicho más de lo que exigían las circunstancias. Y no resultaba difícil imaginarlo inmóvil al oscurecer bajo el pórtico de piedra de su iglesia rural, observando la bóveda celeste allí donde ninguna luz humana podía perturbar la armonía de las esferas girando en el Universo. Quart tomó un volumen de los Cuadros de viaje de Heme, y lo abrió al azar por una página marcada con cinta roja:

«La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña… Y las imágenes de ese sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y razonables… La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de Médicis, el Munster de Estrasburgo, la Revolución francesa, Hegel, los barcos de vapor, son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará frotándose los ojos adormilados, sonreirá, y nuestro mundo se hundirá en la nada sin haber existido jamás…»

Había una ligera brisa cálida. De los patios y calles que se extendían a sus pies, entre los techos de tejas pardas y las terrazas, llegaban hasta el palomar sonidos amortiguados por la altura y la distancia. Tras las ventanas de un colegio cercano, un coro de voces infantiles recitaba una lección, un poema o un canto. Quart aguzó el oído: algo sobre nidos y pájaros. De pronto cesó el recitado y el coro estalló en gritos, risas. Hacia los Reales Alcázares, un reloj daba tres campanadas. Quince minutos para las seis.

– ¿Por qué las estrellas? -preguntó Quart, devolviendo el libro de Heine a su lugar.

El padre Ferro había sacado del bolsillo de la sotana una caja de lata estrecha y abollada, y de ella un cigarrillo de tabaco negro, sin filtro, que se puso en la boca tras humedecer un extremo con los labios.

– Son limpias -dijo.

Encendía el pitillo con un fósforo en el hueco de la mano, inclinando la cabeza rapada a trasquilones, y el gesto le arrugaba más la frente y el rostro tallado por viejas cicatrices. El humo se fue por los arcos de la galería mientras el olor, acre y fuerte, llegaba hasta Quart.

– Comprendo -dijo éste, y los ojos oscuros del párroco se detuvieron en él con un chispazo de interés, o curiosidad, mientras a su boca acudía algo parecido a una sonrisa que no llegó a definir. Incómodo, sin saber si lamentarlo o felicitarse por ello, Quart comprendió que algo había cambiado. El carácter neutral del palomar situado entre cielo y tierra disipaba un tanto la mutua desconfianza, como si al modo antiguo ambos se acogieran a sagrado. Por un instante sintió el impulso de camaradería que a menudo -no demasiado a menudo, en su caso- se establecía entre un clérigo y otro. Soldados perdidos, solitarios, reconociéndose en la confusión de un campo de batalla hostil.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allá arriba?

El párroco lo miraba con el cigarrillo consumiéndosele en la boca.

– Veintitantos largos años -dijo.

– Una parroquia pequeña, supongo.

– Muy pequeña. Cuarenta y dos habitantes a mi llegada. Ninguno cuando me fui: morían o se iban. Mi última feligresa era octogenaria, y no resistió las nieves del último invierno.

Una paloma se había posado en el alféizar de la galería y se paseaba arriba y abajo, cerca del sacerdote. Éste se la quedó mirando del mismo modo que si esperase un mensaje y ella pudiera traerlo atado a una de las patas. Pero cuando emprendió el vuelo con un aleteo, el párroco mantuvo la vista fija en el mismo sitio. Sus gestos torpes, su desaliño, seguían recordándole a Quart al viejo y detestable cura de su infancia; pero ahora era capaz de advertir importantes diferencias. Había creído que la tosquedad del padre Ferro respondía a un estado primitivo original. Que se limitaba a ser uno de esos apéndices marginales y miserables del oficio, grises eclesiásticos incapaces -como el lejano sacerdote que ocupaba la memoria de Quart- de superar su propia mediocridad y su ignorancia. Sin embargo, el palomar desvelaba una variedad clerical distinta: la regresión voluntaria, la renuncia al desempeño brillante de la vocación o la profesión elegida podían darse en forma de paso atrás realizado con plena conciencia. Saltaba a la vista que el padre Ferro había sido alguna vez -y de algún modo continuaba siendo, casi en la clandestinidad-, algo más que un grosero cura rural, o el párroco hosco y cerrado que se atrincheraba en el latín preconciliar para decir misa en Nuestra Señora de las Lágrimas. Aquél no era un problema de cultura ni de edad, sino de actitudes. Puestos a usar las referencias de Quart: si de elegir bandera se trataba, era evidente que don Príamo Ferro había escogido la suya.

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