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Qué difícil pensaba Quart, trazar la línea objetiva entre orgullo y virtud. Entre verdad y error. Resuelto a mantenerse al margen, miraba bajo sus zapatos el mosaico romano traído de Itálica por los antepasados de Macarena Bruner. Una nave y peces alrededor, y algo que parecía una isla con árboles y una mujer en la orilla con un cántaro, o un ánfora. También había un perro con la leyenda Cave canem y una mujer y un hombre que se tocaban. Algunas piedrecillas incrustadas estaban sueltas, y las acomodo con el pie.

– ¿Y qué dice de todo esto ese banquero, Octavio Machuca? -preguntó, y en el acto vio dulcificarse la expresión de la duquesa.

– Octavio es un buen y viejo amigo. El mejor que tuve nunca.

– Está enamorado de la duquesa -dijo Macarena.

– No digas tonterías.

La anciana señora se abanicaba, mirando a su hija con desaprobación. Macarena insistió, echándose a reír, y la duquesa se vio forzada a admitir que Octavio Machuca le había hecho un poco la corte al principio, recién establecido en Sevilla, cuando era soltera. Pero semejante matrimonio resultaba inimaginable en la época. Después ella se casó. El banquero nunca lo hizo mas tampoco se insinuó nunca en vida de Rafael Guardiola, que era su amigo. Esto lo dijo como si de algún modo lo lamentara, sin que Quart pudiera averiguar si se refería a una cosa u otra.

– Te pidió que te casaras con él -apuntó Macarena.

– Eso fue más tarde, ya viuda. Pero creí mejor dejar las cosas como estaban. Ahora paseamos cada miércoles por el parque. Somos viejos y buenos amigos.

– ¿De qué hablan? -se interesó Quart, sonriendo para templar la indiscreción.

– De nada -dijo la hija-. Los he espiado, y se limitan a coquetear en silencio.

– No le haga caso. Me apoyo en su brazo y charlamos de nuestras cosas. Del tiempo que se fue. De cuando él era un joven aventurero, antes de sentar cabeza.

– Don Octavio le recita El tren expreso, de Campoamor.

– ¿Cómo sabes tú eso?

– Me lo ha contado él.

Cruz Bruner se irguió tocándose el collar de perlas, con un rastro de antigua coquetería:

– Pues sí, es verdad. Sabe que me gusta mucho. «Mi carta, que es feliz pues va a buscaros, / cuenta os dará de la memoria mía…» -los versos quedaron suspendidos en una sonrisa melancólica-. También hablamos de Macarena. La quiere como a una hija y fue su padrino de boda… Mire la cara que pone el padre Ferro. A él tampoco le gusta Octavio.

El párroco arrugaba el gesto, despechado. Se hubiera dicho que aquellos paseos lo ponían celoso. Los miércoles eran los días que la duquesa del Nuevo Extremo rezaba el rosario sin él, y tampoco lo invitaba a merendar.

– Ni me gusta ni me deja de gustar, señora -apuntó incómodo-. Pero considero censurable la postura de don Octavio Machuca en el problema de Nuestra Señora de las Lágrimas. Pencho Gavira es subordinado suyo, y podía prohibirle seguir adelante con este sacrilegio -el desagrado endurecía más su rostro lleno de cicatrices-. En eso no las ha servido bien a ustedes dos.

– Octavio tiene un sentido de la vida extraordinariamente práctico -afirmó Cruz Bruner-. A él la iglesia le da lo mismo. Respeta nuestros vínculos sentimentales, pero también cree que mi yerno tomó la decisión adecuada -se quedó mirando los escudos nobiliarios labrados en las enjutas de los arcos del patio-. El futuro de Macarena, decía él, no era mantenerse a flote sobre los restos del naufragio, sino subirse a un yate nuevo y flamante. Y eso es mi yerno quien habría podido costeárselo.

– De todas formas -intervino su hija- hay que decir que don Octavio no toma partido ni a favor ni en contra. Permanece neutral.

Alzó don Príamo Ferro un dedo apocalíptico:

– No conozco neutrales cuando está de por medio la casa de Dios.

– Por favor, padre -Macarena le sonreía con dulzura-. Tómelo con calma. Y con un poco más de chocolate.

Rechazó el párroco aquella tercera taza con aire digno, para quedarse mirando, enfurruñado, la punta de sus gruesos zapatones sin lustrar. Ya sé a quién me recuerda, se dijo Quart. A Jock, el fox-terrier peleón y gruñón de La dama y el vagabundo, pero mucho más atravesado. Miró a la anciana duquesa:

– Antes se refirió usted a su padre el duque… ¿Era el hermano de Carlota Bruner?

La vieja dama pareció sorprendida.

– ¿Conoce la historia? -jugueteó un instante con las varillas del abanico; luego miró a su hija y por fin de nuevo a Quart-. Carlota era mi tía: hermana mayor de mi padre. Es un triste asunto de familia, como quizá usted sepa… Desde niña. Macarena estuvo obsesionada con esa historia. Se pasaba el día con su baúl, leyendo las desdichadas cartas que nunca llegaron, probándose viejos vestidos en la ventana donde dicen que ella se asomaba.

Había algo nuevo en el ambiente. El padre Ferro desvió la mirada, molesto, cual si estuviese lejos de sentirse a sus anchas en aquel tema. En cuanto a Macarena, parecía preocupada.

– El padre Quart -dijo- tiene una de las postales de Carlota.

– Eso es imposible -objetó la duquesa-. Están dentro del baúl, en el palomar.

– Pues la tiene. Una donde se ve la iglesia. Alguien la puso en su habitación del hotel.

– Qué tontería. ¿Quién iba a hacer una cosa así? -la vieja dama miró a Quart brevemente, con recelo-, ¿Te la ha devuelto? -preguntó a su hija.

Ésta negó despacio con la cabeza:

– He permitido que la conserve. De momento.

La duquesa parecía perpleja:

– No me lo explico. Al palomar sólo subes tú, y el servicio.

– Sí -Macarena miraba al párroco-. Y también don Príamo.

El padre Ferro casi estuvo a punto de saltar de la silla.

– Por el amor de Dios, señora -su tono era agraviado, a medio camino entre la indignación y el sobresalto-. No estará insinuando que yo…

– Bromeaba, padre -dijo Macarena, con una expresión tan indefinible que Quart se preguntó si realmente ella había hablado en broma, o no-. Pero lo cierto es que la postal llegó al hotel Doña María. Y eso es un misterio.

– ¿Qué es el palomar? -preguntó Quart.

– No se ve desde aquí, sino desde el jardín -explicó Cruz Bruner-. Llamamos así a la torre de la casa, porque en otro tiempo hubo un palomar. Mi abuelo Luis, el padre de Carlota, era aficionado a la astronomía, e instaló un observatorio. Con el tiempo se convirtió en la habitación donde mi pobre tía pasó, recluida, sus últimos años… Ahora es don Príamo quien trabaja allí.

Miró Quart al párroco sin disimular su sorpresa. Se explicaba ahora los libros encontrados en su vivienda:

– No sabía que era usted aficionado.

– Lo soy -el párroco parecía molesto-. Y no hay razón para que lo sepa, porque ése no es asunto suyo ni de Roma. La señora duquesa tiene la bondad de permitirme utilizar el observatorio.

– Es cierto -confirmó Cruz Bruner, complacida-. Todos los instrumentos están anticuados, pero el padre los conserva limpios, en uso. Y me cuenta sus observaciones. No tiene material para descubrimientos, por supuesto. Pero es agradable -se golpeó suavemente las piernas con el abanico, sonriendo-. Yo no tengo fuerzas para subir allí, aunque Macarena sí va a veces.

Sorpresa tras sorpresa, pensaba Quart. Era un insólito club, el del padre Ferro. El cura indisciplinado y astrónomo.

– Tampoco usted me contó -se había vuelto hacia los ojos oscuros de Macarena, preguntándose qué otras sorpresas encerraban- su interés por la astronomía.

– Me interesa la paz -repuso ella, con sencillez-. Y arriba, cerca de las estrellas, hay paz. El padre Ferro trabaja y me permite estar allí, leyendo o mirando, tranquila.

Observó Quart el cielo por encima de sus cabezas; un rectángulo de azul enmarcado por los aleros del patio andaluz. Había una sola nube, a lo lejos. Era pequeña, solitaria e inmóvil como el padre Ferro.

– En otro tiempo -dijo- esa ciencia estaba prohibida a los clérigos. Excesivamente racional, y por tanto peligrosa para el alma -ahora le sonreía sinceramente al viejo sacerdote-. La Inquisición lo habría encarcelado por eso.

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