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– Estoy segura de que el padre Quart no pretende hacerle reír, don Príamo -miraba a Quart pidiéndole que confirmara sus palabras-. Parece un sacerdote muy cabal, y creo que su misión es importante. Puesto que de informarse se trata, deberíamos cooperar con él -le dirigió un vistazo rápido a su hija antes de abanicarse un poco, el gesto fatigado-. La verdad nunca hace daño a nadie.

Inclinaba el párroco la frente testaruda, respetuoso y cimarrón a un tiempo.

– Ojalá compartiera su inocencia, señora -bebió un poco de chocolate, y una gota le quedó suspendida en los reflejos blancos y grises, mal afeitados, de la barbilla. Se la secó con un pañuelo enorme, mugriento, que extrajo del bolsillo de la sotana-. Pero me temo que en la Iglesia, como en el resto del mundo, casi todas las verdades son mentira.

– No diga eso -se escandalizaba la duquesa, medio en broma medio en serio-. Se va usted a condenar.

Cerraba y abría el abanico, agitándolo ante sus ojos. Y entonces, por primera vez. Lorenzo Quart vio sonreír de verdad al padre Ferro. Una mueca bonachona y escéptica, semejante a la de un oso adulto al que incomodan los oseznos. Un gesto que suavizaba su rostro tallado a buril, humanizándolo de modo inesperado: el de la foto polaroid que tenía en su habitación del hotel, hecha en aquel mismo patio. Por asociación, Quart se acordó de monseñor Spada, su jefe del IOE. Arzobispo y párroco sonreían del mismo modo, a la manera de gladiadores veteranos para quienes la dirección del pulgar, arriba o abajo, fuera lo de menos. Se preguntó si alguna vez él sonreiría así. Macarena Bruner todavía lo miraba, y también ella parecía poseer el secreto de esa sonrisa.

La duquesa observó a su hija y después a Quart.

– Escuche, padre -dijo, tras corta reflexión-. Esa iglesia es importante para mi familia… No sólo por lo que significa; sino porque, como dice don Príamo, una iglesia que se destruye es un trozo de cielo que desaparece. Y no me interesa que el lugar a donde quiero ir se reduzca en extensión -llevó a sus labios el vaso de coca-cola, entornando los ojos con placer cuando las burbujas le cosquillearon la nariz-. Confío en nuestro párroco para que me haga llegar en un plazo razonable.

El padre Ferro se sonaba ruidosamente la nariz con el pañuelo.

– Usted irá allí, señora -se sonó otra vez-. Tiene mi palabra.

Se metió el pañuelo en el bolsillo, mirando a Quart como si lo desafiara a desmentir su facultad para hacer aquel tipo de promesas. Cruz Bruner aplaudía con el abanico contra la palma de la mano, encantada.

– ¿Ve? -le dijo a Quart-. Ésa es la ventaja que tiene invitar a merendar a un sacerdote seis días a la semana… Se consiguen ciertos privilegios -los ojos húmedos miraban al padre Ferro agradecidos, graves y burlones a un tiempo-. Ciertas seguridades.

Se removió el párroco en su silla, incómodo por el silencio de Quart.

– Sin mí llegaría lo mismo -dijo, hosco.

– Tal vez sí, y tal vez no. Pero estoy segura de que, si no me facilitan la entrada, usted será capaz de montar un buen escándalo allá arriba -la anciana señora le echó una ojeada al rosario de azabache que estaba en la mesita llena de revistas y diarios, junto a un libro de oraciones, y suspiró esperanzada-. A mi edad, eso tranquiliza.

Del jardín cercano, al otro lado de la reja abierta bajo uno de los arcos de la galería, llegaba el canto de los mirlos. Una melodía suave, salpicada de tonalidades dulces, que cada vez terminaba con dos trinos agudos. Mayo era el mes de celo, explicó la duquesa, vuelta de lado para escuchar. Los mirlos solían posarse junto a la tapia que daba a un convento de clausura, y a menudo sonaban juntos su canto y el de las hermanas. Su padre el duque, abuelo de Macarena, había pasado los últimos años de vida grabando el canto de aquellas aves. Las cintas y discos andaban por la casa en alguna parte. A veces, entre los pájaros, podían oírse los pasos del abuelo sobre la gravilla del jardín.

– Mi padre -añadió la anciana duquesa- era un hombre muy de antes. Muy gran señor. No le habría gustado ver en qué termina el mundo que conoció -por el modo en que inclinaba la cabeza al decirlo, era evidente que tampoco a ella le gustaba-… Hay un libro publicado antes de la guerra civil, Los latifundios en España, que incluye a mi familia como una de las más ricas de Andalucía. Pero ya entonces era sólo sobre el papel. El dinero ha cambiado de manos; las grandes fincas son de los bancos y de los financieros, esos que tienen cortijos con verjas electrificadas, y coches todo terreno de lujo. y compran todas las bodegas de Jerez. Gente lista enriquecida en cuatro días, como pretende hacer mi yerno.

– Mamá.

La duquesa alzó una mano en dirección a su hija.

– Déjame que diga lo que quiera. Aunque a don Príamo no le haya gustado nunca Pencho, a mí sí. Y que te hayas separado de él no cambia las cosas -se abanicó de nuevo, con vigor insospechado en una anciana de su edad-. Pero reconozco que en lo de la iglesia no se está comportando como un caballero.

Macarena Bruner encogió los hombros.

– Pencho nunca lo fue -había cogido un terrón del azucarero y lo chupaba, distraída. Quart la estuvo mirando hasta que de pronto alzó los ojos hacia él, con el azúcar deshaciéndosele en la boca-. Ni pretende hacerse pasar por tal.

– No, claro -la ironía silbó de pronto, inesperada, en boca de la vieja dama-. Tu padre, ése sí que era un caballero. Un caballero andaluz.

Se quedó pensativa, tocando con la punta de los dedos el zócalo de azulejos que rodeaba la fuente del patio. Aquellos azulejos, le explicó inesperadamente a Quart sin que viniese a cuento, eran del siglo XVI y estaban dispuestos según las más ortodoxas leyes de la heráldica: no encontraría en toda la casa un solo color junto a otro color, ni metal junto a metal. Ningún rojo y verde, o plata y oro, iban emparejados, sino fronteros.

– Un caballero andaluz -repitió, al cabo de un instante de silencio. Y la línea de carmín en sus labios marchitos y casi inexistentes se agitó un poco, igual que una sonrisa amarga que no hubiese llegado a concretarse nunca en público.

Macarena Bruner movía la cabeza como si el anterior silencio hubiera estado destinado a ella:

– Para Pencho la iglesia no significa nada -parecía dirigirse a Quart más que a su madre-. Se traduce en metros cuadrados de suelo urbanizable. No podemos exigirle que comparta nuestros puntos de vista.

De nuevo intervino la duquesa:

– Desde luego -afirmó-. Quizás alguien de tu clase.

A su hija no le gustó aquello. Ahora la miraba muy seria:

– Tú te casaste con alguien de tu clase.

– Tienes razón -la anciana volvía a esbozar una sonrisa triste-. Al menos, hombre por hombre, tu marido lo es de la cabeza a los pies. Valiente, con esa insolencia que da no contar sino con las propias fuerzas… -le dirigió una rápida mirada al párroco-. Nos guste o no lo que haga con nuestra iglesia.

– Aún no lo ha hecho -opuso Macarena-. Y no lo hará, si puedo evitarlo.

Cruz Bruner frunció un poco más los labios:

– Pues se lo estás haciendo pagar bien caro, hija mía.

Se adentraban en un terreno donde la vieja dama parecía molesta, y la forma de dirigirse a su hija mostraba una discreta censura. Esta contempló el vacío sobre el hombro de Quart, satisfecho de no ser el objeto ausente de aquella mirada.

– No ha terminado de pagar -murmuró Macarena

– De un modo u otro -opinó la madre-, siempre será tu marido, vivas con él o no. ¿Verdad, don Príamo?… -de nuevo dueños de si, los ojos húmedos y burlones se posaron en Quart-. Al padre no le gusta mi yerno, pero sostiene el carácter indisoluble del matrimonio. De cualquier matrimonio.

– Es cierto -al párroco le habían caído gotas de chocolate en la sotana y se las sacudía con la mano, airado- Lo que un sacerdote ata en la tierra no puede desatarlo ni Dios.

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