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Quart se sirvió un poco más en la taza, levemente agrietada, de la Compañía de Indias. Estaba en camisa, pues la duquesa había insistido tanto en que se quitara la chaqueta a causa del calor que no tuvo más remedio que obedecer, colgándola del respaldo de la silla. Una camisa de manga corta, negra, con alzacuello impecable, que le dejaba al descubierto los antebrazos bronceados y fuertes. Su pelo gris al rape y el aspecto deportivo y limpio le daban apariencia de misionero, apuesto, saludable, en contraste con el pequeño y duro padre Ferro, que ocupaba la silla contigua enfundado en su raída sotana llena de manchas. Sobre la mesita baja puesta en el patio, junto a la fuente central, había café, chocolate, y una insólita botella de coca-cola familiar. La vieja duquesa, acababan de oírle decir, no soportaba las latas. El sabor era distinto, metálico. Hasta las burbujas picaban de forma diferente.

– ¿Más chocolate, padre Ferro?

Asentía breve el párroco sin mirar a Quart, acercando su taza para que Macarena Bruner la llenara de nuevo ante la mirada aprobadora de su madre. La duquesa parecía complacida con dos sacerdotes en casa. Hacía años que el padre Ferro acudía puntual a las cinco de la tarde, salvo los miércoles, para rezar el rosario con la anciana señora y ser invitado después a merendar, en el patio con buen tiempo, o en el comedor de verano los días de lluvia.

– Qué suerte vivir en Roma -comentaba la duquesa entre un abrir y cerrar de abanico-. Tan cerca de Su Santidad.

Era extraordinariamente despierta y vivaz para su edad. Tenía el pelo blanco con suaves reflejos azulados, y manchas de vejez en las manos, los brazos y la frente. Delgada, menuda, de facciones angulosas, su piel estaba arrugada igual que uva seca. Una fina línea de carmín definía sus labios casi inexistentes, y de las orejas le colgaban pendientes con pequeñas perlas, idénticas a las del collar. Los ojos eran oscuros igual que los de su hija, pero el tiempo los había vuelto húmedos, rodeados de cercos rojizos. Continuaban siendo, sin embargo, resueltos e inteligentes, con un brillo que a menudo se volvía opaco; como si recuerdos, pensamientos, viejas sensaciones, pasaran ante ellos oscureciéndolos a la manera de una nube que sigue su camino. Había sido rubia en su infancia y juventud -Quart pudo comprobarlo en un cuadro de Zuloaga colgado en el saloncito junto al vestíbulo-, muy diferente en aspecto a su hija, salvo el parecido de los ojos. El pelo negro de Macarena procedía sin duda del marido, apuesto caballero en una foto enmarcada cerca del Zuloaga. Moreno, de blanca sonrisa, el duque consorte había lucido fino bigote, se peinaba hacia atrás con la raya muy alta, y llevaba un imperdible de oro sujetando bajo la corbata los picos del cuello de la camisa. Uno, se dijo Quart, colocaba en un ordenador todos esos datos seguidos por las palabras señorito andaluz, y salía aquella foto. A tales alturas conocía lo bastante la historia familiar de Macarena Bruner para saber que Rafael Guardiola Fernández-Garvey fue el hombre más atractivo de Sevilla; y también cosmopolita, elegante, capaz de dilapidar en quince años de matrimonio los restos del ya menguado patrimonio de su mujer. Si Cruz Bruner era una consecuencia de la Historia, el duque consorte había sido consecuencia de los peores vicios de la aristocracia sevillana. Todos los negocios emprendidos terminaban en sonoras quiebras, y sólo la amistad del banquero Octavio Machuca, que siempre acudía, leal, a sacar las castañas del fuego, evitó que el duque consorte del Nuevo Extremo diese con sus huesos en la cárcel. Acabó sin un duro, arrumado por un último negocio de cría de caballos juergas flamencas hasta la madrugada, y una salud destrozada por litros de manzanilla, cuarenta cigarrillos y tres habanos diarios. Pidiendo a gritos confesión, como en las películas antiguas y los folletines románticos. Lo enterraron, confeso y sacramentado, con el uniforme de caballero de la Real Maestranza de Sevilla, penacho y sable incluidos, y al entierro acudió, de luto y tiros largos, toda la buena sociedad local. La mitad -había puntualizado un malévolo cronista de sociedad- consistía en maridos cornudos, deseosos de asegurarse de que efectivamente descansaba en paz. La otra mitad eran acreedores.

– Una vez me recibió en audiencia Su Santidad -le dijo a Quart la vieja duquesa-. También a Macarena, cuando su boda.

Inclinaba un poco la cabeza, evocadora, mirando el estampado de su vestido oscuro cual si entre las pequeñas flores rojas y amarillas hubiese un rastro de tiempos perdidos. Entre su visita a Roma y la de su hija distaba más de un tercio de siglo y varios papas; pero se refería a Su Santidad como si siempre fuera el mismo, y Quart se dijo que, de algún modo, ése era el planteamiento lógico. Cuando se llega a los setenta años, algunas cosas cambian demasiado rápidamente o ya no cambian en absoluto.

El padre Ferro seguía contemplando, hosco, el fondo de su taza de chocolate, y Macarena Bruner observaba a Quart. La hija de la duquesa del Nuevo Extremo vestía téjanos y camisa azul a cuadros, con el pelo recogido en cola de caballo, e iba sin maquillaje. Se movía despacio, tranquila y segura de sí, con la jícara del chocolate del párroco o la cafetera en las manos, atenta a su madre y a los invitados, y sobre todo a Quart. Parecía divertida con la situación.

Cruz Bruner bebió un sorbito de coca-cola y sonrió afable, con el vaso y el abanico en el regazo:

– ¿Qué le ha parecido nuestra iglesia, padre?

Tenía una voz firme a pesar de los años. Insólitamente firme y serena. Ahora lo miraba en espera de respuesta. Sintiendo también los ojos de Macarena Bruner, Quart sonrió a medias, cortés.

– Entrañable -dijo, confiando en que aquello no lo comprometiera demasiado en un sentido o en otro. De soslayo advertía la presencia oscura, silenciosa, del padre Ferro. Estaban en terreno neutral después de cambiar algunas fórmulas convencionales en presencia de la duquesa y de su hija. El resto del tiempo procuraban no dirigirse la palabra, pero Quart intuía que aquello era sólo el prólogo de algo. Así que se reservaba para más tarde. Nadie invita a café a un cazador de cabelleras y a su presunta víctima sin tener algo entre ceja y ceja.

– ¿No cree que sería una lástima perderla? -insistió la duquesa.

Quart movía la cabeza, tranquilizador:

– Espero que no ocurra nunca.

– Creíamos -dijo Macarena Bruner, con intención- que usted vino a Sevilla para eso.

El collar de marfil le destacaba entre el cuello abierto de la camisa, y Quart no pudo menos que preguntarse si también escondía aquella tarde el encendedor de plástico en el tirante del sujetador. Habría pagado a gusto dos meses de Purgatorio por ver la expresión del padre Ferro mientras ella encendía un cigarrillo.

– Se equivocan -dijo-. Estoy aquí porque mis superiores quieren hacerse una idea exacta de la situación -bebió otro sorbo de café y puso cuidadosamente la taza sobre el platillo, en la mesita taraceada-. Nadie pretende desalojar al padre Ferro de su parroquia.

El aludido se enderezó en su silla:

– ¿Nadie? -bajo el pelo cano a trasquilones, su cara llena de cicatrices se alzaba hacia las galerías del piso alto, como si a modo de respuesta alguien estuviese a punto de asomarse allá arriba-. Se me ocurren varios nombres y entidades, así, de pronto. El arzobispo, por ejemplo. El Banco Cartujano. El yerno de la señora duquesa… -los ojos oscuros y recelosos se clavaron en Quart- Y no me diga que a Roma le quita ahora el sueño la defensa de una iglesia y de un cura.

Os conozco de sobra, decían aquellos ojos. Así que no me vengas con historias. Sintiéndose observado por Macarena Bruner, Quart hizo un ademán conciliador:

– A Roma le importa cualquier iglesia y cualquier cura.

– No me haga reír -dijo el padre Ferro. Y se rió sin ganas.

Cruz Bruner le tocó afectuosamente un brazo con el abanico.

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