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XII La ira de Dios

Ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos adivinar cómo.

(Gastón Leroux. El fantasma de la Ópera)

Al arzobispo de Sevilla la satisfacción le bailaba en los ojos, tras el humo de la pipa.

– Así que Roma se rinde -dijo.

Quart puso la taza en su plato y se secó los labios con una servilleta bordada por las monjas Adoratrices. Su sonrisa parecía un suspiro.

– Es una forma de considerarlo, Ilustrísima.

Monseñor Corvo soltó más humo. Estaban sentados uno frente a otro, separados por la mesita baja con dos servicios sobre bandejas de plata. Era costumbre del arzobispo invitar al desayuno a su primera visita de la mañana. Aquel café con tostadas, mantequilla y mermelada de naranjas amargas estaba, en realidad, destinado al deán de la catedral; mas la visita inesperada de Quart, que acudía a despedirse, había alterado el protocolo. Y el arzobispo detestaba el café frío.

– Ya le dije que este asunto no era fácil de resolver.

Quart se reclinó en el sillón. Con gusto habría privado al arzobispo del placer de despedirlo con sarcasmos y sonrisitas ahumadas de tabaco inglés; pero las normas exigían que le presentara sus respetos antes de irse. Y en eso estaba.

– Recuerdo a Su Ilustrísima que no vine a resolver nada, sino a informar a Roma de la situación. Y es lo que me dispongo a hacer.

Monseñor Corvo estaba encantado.

– Sin averiguar quién es Vísperas -subrayó.

– Cierto -Quart miraba el reloj-. Pero el problema no es sólo Vísperas. El pirata informático resulta una anécdota, y su identidad terminará por conocerse tarde o temprano. Lo importante es la situación del padre Ferro y de Nuestra Señora de las Lágrimas… Mi informe permitirá que cualquier decisión al respecto se adopte con conocimiento de causa.

Brilló la piedra amarilla del anillo arzobispal cuando el prelado alzó una mano, tajante.

– No me venga con arabescos de jesuita, padre Quart. Se estrelló en este asunto -lo miró con regocijo apenas disimulado por el humo de la pipa-. Vísperas se ha reído de Roma y de usted.

A Quart lo irritaba aquella desenvoltura en atribuir paja al ojo ajeno.

– Es un punto de vista, Ilustrísima -admitió sin disimular su desdén-. Pero, ya que lo menciona, me permito recordarle que ni Roma ni yo habríamos intervenido si Su Reverencia hubiese madrugado un poco… Tanto Nuestra Señora de las Lágrimas como el padre Ferro pertenecen a su diócesis. Y es notorio el dicho evangélico: ovejas sueltas, pastor dormido.

Al oír aquello monseñor Corvo casi dio un respingo en el sillón. El hecho de que la cita fuese apócrifa no le aportaba consuelo alguno. El agente del IOE lo vio morder, exasperado, la boquilla de la pipa.

– Oiga, Quart -la voz le salía dura, entre dientes-. Aquí la única oveja que pasta suelta es usted. A ver si se cree que soy tonto. Conozco sus visitas a la Casa del Postigo y todo lo demás. Sus paseítos y sus cenas.

Y acto seguido, rotos los diques, monseñor Corvo -cuyo talento para el púlpito era muy apreciado en su diócesis- se puso a resumir admirablemente su despecho y malhumor en una áspera homilía de minuto y medio, cuya tesis central era que el enviado del IOE se había dejado enredar por el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas y su Greenpeace particular de monjas, aristócratas y beatas, hasta perder el sentido de la perspectiva y traicionar su misión en Sevilla. Seducción a la que no había sido ajena la hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Que por cierto -añadió con manifiesta mala fe-, seguía siendo señora de Gavira.

Quart encajaba impávido la filípica; pero aquella última alusión vino a torcerle el gesto:

– Mucho agradecería a Monseñor que, si algo tiene que decir sobre ese particular, lo haga por escrito.

– Pues claro que lo haré -Aquilino Corvo estaba satisfecho de haberle asestado por fin una estocada a Quart-. A sus jefes del Vaticano. Y al Nuncio. Y al Sursum Corda. Lo haré por escrito, por teléfono, por fax, y con música de guitarra y palmeros finos -se quitó la pipa de la boca, dejándole espacio a una ancha sonrisa-. Usted se va a quedar sin reputación como yo me quedé sin secretario.

Allí no había más que hablar. Quart dobló la servilleta, dejándola caer en la bandeja, y se puso en pie.

– Si no desea nada más Su Reverencia…

– Nada más -el arzobispo lo miraba con sorna-. Hijo mío.

Seguía sentado, mirándose la mano como si dudara en rematar la faena dándole a besar a Quart el anillo pastoral. Entonces sonó el teléfono y se limitó a despedirlo con un gesto, mientras se levantaba camino de la mesa.

Quart se abotonó la americana y salió al pasillo. Sus pasos resonaron bajo las pinturas venecianas del techo de la galería de los Prelados, y luego en el mármol de la escalera principal. Por las ventanas veía la Giralda más allá del patio donde en otro tiempo estuvo la cárcel de la Parra, utilizada por los obispos sevillanos para encerrar a sus sacerdotes díscolos. Y se dijo que, un par de siglos antes, el padre Ferro y quizás él mismo habrían tenido muchas probabilidades de cambiar impresiones allá abajo mientras monseñor Corvo enviaba a Roma, por vía ordinaria y lentísima, su propia versión de los hechos. Reflexionaba Quart sobre las ventajas de la modernidad y el teléfono, ya en el último tramo de escalera, cuando oyó pronunciar su nombre.

Se detuvo y miró hacia arriba. El arzobispo en persona estaba en la balaustrada, llamándolo. Y se le había desvanecido el aire satisfecho de quien acaba de cobrar una vieja deuda:

– Suba, padre Quart. Tenemos que hablar.

Volvió sobre sus pasos, intrigado. Y a medida que ascendía peldaños hacia Su Ilustrísima, advirtió la palidez de su rostro. Tenía la pipa entre los dedos y la golpeaba distraído, sombrío. Las brasas y la ceniza manchaban el mármol negro y rosa de la balaustrada, vaciando la cazoleta; mas no parecía reparar en ello.

– Usted no puede irse -le dijo a Quart cuando éste llegó a su altura-. Ha ocurrido otra desgracia en la iglesia.

Cruzó entre la hormigonera y dos coches de policía. Nuestra Señora de las Lágrimas era un ir y venir de agentes de paisano y de uniforme. Quart calculó una docena, con el guardia de la puerta y los que había dentro haciendo fotos, a la caza de huellas dactilares o en plena revisión de suelo, bancos y andamios. Resonaban su ruido y sus conversaciones en voz baja.

Gris Marsala estaba sentada en los escalones del altar mayor, sola. Quart se dirigió hacia ella por el pasillo central, y cuando iba por la mitad le salió al encuentro Simeón Navajo. El subcomisario llevaba como siempre el pelo recogido en una coleta, las gafas redondas sobre el enorme bigote, camisa de un vivo rojo garibaldino y su bolso de cuero moro colgado del hombro; con el 357 Magnum, supuso el sacerdote, dentro. Pensó absurdamente que Navajo desentonaba mucho en aquel escenario: el altar barroco iluminado para los policías, las estropeadas vidrieras y pinturas del techo, el confesionario de madera oscura a la entrada de la sacristía, los exvotos colgados junto al Cristo de la puerta. Se estrecharon la mano. Navajo parecía contento de ver a Quart.

– Y van tres, páter.

Lo dijo en tono ligero, del mismo modo que si aquello fuese una confirmación a sus conversaciones sobre el índice de mortalidad potencial de Nuestra Señora de las Lágrimas. Se apoyaba en el reclinatorio de un banco, desenvuelto; y al mirar Quart por encima de su cabeza observó que unos pies inmóviles asomaban del confesionario.

Se acercó sin decir palabra, seguido de cerca por Navajo. La puerta del confesionario se veía abierta. Quart pensó que los pies estaban en posición demasiado extraña. Después pudo distinguir unos arrugados pantalones de color beige. El resto del cuerpo estaba cubierto por un trozo de lona azul, aunque era posible ver una mano con la palma abierta hacia arriba y una herida desde la muñeca al dedo índice, cruzándola. La mano tenía el color amarillento de la cera vieja.

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